Sé tu propio jefe: el riesgoso mundo del trabajo en plataformas digitales y alternativas para su regulación

Miguel Ángel Ramírez Villela

Distraigo un momento la atención de la película. Ha pasado casi una hora desde que pedí de cenar y todavía no llega, lo peor es que la aplicación decía que tardaba unos 40 minutos, no más. Para tranquilizarme, pienso que la alta demanda de los viernes causa el retraso. Después de unos minutos, reviso una vez más la pantalla del celular: “Lo sentimos, tu repartidor tuvo un inconveniente y no podrá entregar el pedido, pronto te asignaremos otro”… Pasa un rato y, por fin, llega. Sigo viendo la película y olvido el incidente del repartidor.

Es casi de no creerse, hace unos años se pedía la comida por teléfono y del otro lado de la línea te indicaban un tiempo aproximado de llegada, pero no la ubicación del pedido en tiempo real ni la reputación del repartidor según entregas anteriores; además, ahora puedes revisar las evaluaciones de otros usuarios a los restaurantes u ordenar de un lugar que no sabías que estaba cerca de tu casa; en algunos casos, hasta puedes mandar al repartidor a comprar casi lo que quieras en donde quieras (casi). Es impresionante el cambio en menos de una década.

No sólo han cambiado los mecanismos con los que ordenamos la comida, se ha transformado el perfil de quienes hacen el trabajo de reparto. Por lo regular eran hombres jóvenes en motocicletas. Éstos siguen siendo mayoría, pero ahora veo más seguido a mujeres en moto o en autos y con su familia entregando pedidos, también las he visto caminando o en bicicleta, con el celular y una abultada mochila como herramientas de trabajo. En redes sociales se ha sabido de personas mayores que consiguen un ingreso por este medio.

Si se le ve de una manera, este tipo de ocupaciones emergentes permiten que se empleen personas que no pueden tomar un trabajo de tiempo completo, que están desempleadas o tienen dificultades para entrar al mercado laboral. Y es que no es muy complicado empezar a trabajar así: sólo se necesita bajar una aplicación, registrarse y, en el mejor de los casos, recibir una muy breve capacitación sobre la dinámica de trabajo y comprar la mochila térmica con el distintivo de la empresa (porque, claro, uno debería pagar si quiere trabajar). La oferta de elegir el horario y días en los que se labora hace más atractiva la ocupación, sobre todo si se tienen hijos a cargo —hasta se puede llevarlos al trabajo sin que haya un jefe que se moleste por eso—; también puede ser atractivo si uno está estudiando y se quiere ganar unos pesos, o si se está enfrentando complicaciones para conseguir un empleo.

Los riesgos que enfrentan los repartidores también son importantes, pero menos visibles. Por ejemplo, nunca supe cuál fue el percance que enfrentó el repartidor del que hablé al principio. De hecho, muchas veces nos molestamos cuando nuestro pedido llega tarde y difícilmente se nos vienen a la mente los peligros que los acechan. ¿Qué pasó con él repartidor? ¿Se averió su medio transporte? ¿Tuvo un accidente? ¿Se lesionó o lesionó a alguien más? En el peor de los casos, ¿alguien perdió la vida?

Lo que sí es casi una certeza es que las empresas dueñas de las plataformas digitales no asumen ninguna responsabilidad en tales casos. Y eso se debe a varios motivos, pero el principal es que, para las plataformas, quienes reparten no son trabajadores, son socios, rappitenderos, como les dice una de esas empresas. Con el eufemismo de socio encubren una relación de subordinación laboral: la plataforma dicta dónde, cómo y cuándo se debe trabajar, e impone sanciones si hay desviaciones o si se recibe una mala evaluación del consumidor final. Aunque se promete libertad de decidir sobre sus horarios de trabajo, el sistema de reputación da mayores ingresos a quienes se conectan en las zonas y horarios de mayor demanda, al tiempo que restringe horarios y zonas para quienes trabajan esporádicamente. Lo peor es que a cada rato pueden cambiar los términos y condiciones de la aplicación y los repartidores no pueden hacer nada al respecto, vamos, no tienen ni manera de reclamar un despido injustificado o de exigir una explicación de por qué los despidieron.

Además, al encubrimiento de la relación laboral le acompaña la negación de derechos elementales. Uno de ellos es el de la seguridad social, que en la mayoría de los países latinoamericanos continúa siendo en la práctica una prestación laboral, como si no fuera un derecho humano que el Estado está obligado a garantizar. También está en duda su derecho a sindicalizarse y a negociar colectivamente con su jefe, al cabo, no son empleados. Como las remuneraciones cambian según las reglas del libre mercado, es decir, según la oferta y la demanda, tampoco tienen un ingreso mínimo estable. De la salud y seguridad en el trabajo ni hablar, al hacerlo en la vía pública son presas fáciles de los accidentes viales, y como su lugar de trabajo es principalmente la calle, no siempre tienen a la mano algo tan básico como un baño o siquiera agua para beber, a menos, claro, que estén dispuestos a pagar.

La ley, tan lenta para cambiar como siempre, no ha aportado soluciones a estos problemas. La innovación tecnológica y las plataformas digitales transforman las relaciones laborales a un ritmo más acelerado que el de las adaptaciones legales e institucionales. Cierto, en algunos países han comenzado algunos intentos de proteger a quienes se ocupan en estos trabajos emergentes, pero a la fecha, en el continente americano no hay legislaciones de alcance nacional que regulen estos elementos.

Más allá del problema de conseguir un cambio legal, meta bastante compleja de por sí, hay que pensar cómo se regulará el sector. Por ejemplo, recientemente un conjunto de empresas (entre ellas Uber, Lyft y DoorDash) gastó 200 millones de dólares para impulsar una consulta popular que les permitiera quedar exentas de la aplicación de la Ley. Núm. 5 de la Asamblea de California, en Estados Unidos. Dicha legislación las obligaba a reconocer como empleados a quienes trabajan como repartidores o conductores, o a quienes prestan sus servicios mediante estas herramientas tecnológicas, a menos que las empresas puedan demostrar que dichas actividades cumplen con las características del trabajo independiente.[2] El reconocimiento de una relación de trabajo subordinado implicaba que los trabajadores accedieran a derechos de los que habían estado excluidos, como el seguro médico o de desempleo.

Las plataformas e intereses aliados buscaban que la ley reconociera a los trabajadores de plataforma como contratistas independientes y, en compensación, les ofrecían un salario mínimo, aseguramiento ante accidentes de trabajo (en ambos casos, siempre y cuando estuvieran desempeñando una tarea asignada por la plataforma; es decir, sin contar los tiempos de espera entre una tarea y otra) y la posibilidad de apelar en caso de despido o de contribuir parcialmente a un plan de salud subsidiado por el Estado. No es de sorprender que los millones de dólares gastados (que hicieron de esta consulta la más cara en la historia de ese estado) y los mensajes personalizados a usuarios y trabajadores hayan tenido éxito, y la propuesta se aprobara con una amplia mayoría en la elección de noviembre de 2020, apenas a un año de su aprobación y a casi once meses de su entrada en vigor.[3] A pesar de ser tan efímera, esa ley sentó un precedente valioso en la regulación del trabajo en plataformas digitales.

Dicho legado contrasta con al menos dos modelos alternativos de regulación: 1) el que clasifica este tipo de trabajo como independiente, pero le otorga algún nivel de protección legal y acceso a servicios sociales (similar al sustituto impulsado por el lobby de las plataformas), y 2) el que no se pronuncia sobre la naturaleza de la relación de trabajo y busca simplemente garantizar niveles mínimos de protección. Si bien la adopción de alguna de estas alternativas representaría un avance respecto de la situación actual, sería una mejora limitada, pues no se reconoce a los repartidores los mismos derechos que tendrían si se les clasificara como trabajadores subordinados, ni las empresas estarían obligadas a cumplir con las mismas obligaciones, a pesar de que éstas desempeñan funciones típicas de un empleador.

Además de reconocer las relaciones de trabajo subordinado cuando las haya, las legislaciones en la materia deben garantizar el acceso a la seguridad social, la regulación de los procedimientos para dar por terminada la relación laboral, el aseguramiento ante accidentes, preferentemente a cargo del empleador, y el reconocimiento de la propiedad de la reputación digital, para que las personas trabajadoras puedan llevarla consigo cuando decidan cambiar de plataforma. También se podría seguir la recomendación de la Comisión Mundial sobre el Futuro del Trabajo de establecer una garantía laboral universal que otorgue un salario digno, libertad sindical y el reconocimiento del derecho de negociación colectiva, así como seguridad y salud en el trabajo, al tiempo que regule la duración de la jornada laboral y establezca protecciones para evitar el trabajo forzoso, el trabajo infantil y la discriminación.

Uno no piensa regularmente en todos los riesgos que corren las personas para llevarnos nuestra comida favorita a la comodidad del hogar, sobre todo en tiempos de pandemia, y uno no tiene que estar con el “Jesús en la boca” cada que pide unas alitas, pero lo que sí necesitamos, y de manera urgente, es una decidida acción pública que las proteja de los abusos de las plataformas y de los peligros propios de su actividad.

[1] En este texto se presentan algunas de las ideas principales de Miguel Ángel Ramírez Villela, Ingrid Picasso Cerdá y Stephanie Yatzin González Flores, Hacia la protección de las personas trabajadoras de plataforma, CISS, Ciudad de México, 2021. Disponible en https://ciss-bienestar.org/cuadernos/pdf/hacia-la-proteccion-de-las-personas-trabajadoras-de-plataformas-digitales.pdf

[2] De hecho, la legislación es más amplia, ya que no refiere únicamente al trabajo en plataformas digitales, sino que reconoce como relación de trabajo subordinado a toda aquella en la que una persona ofrece sus servicios a un tercero a cambio de una compensación monetaria, a menos que éste pueda demostrar que la relación cumple con los supuestos del trabajo independiente. La Ley Núm. 5 establece una lista de ocupaciones que están exentas de su aplicación, y el cambio que consiguieron las plataformas y sus aliados fue, precisamente, quedar incluidos en esa lista.

[3] Para una revisión más detallada de la estrategia seguida por las compañías, véase Sam Harnett, “Prop. 22 Explained: Why Gig Companies are Spending Huge Money on an Unprecedented Measure”, KQED, 26 de octubre de 2020.

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