En el centro del proyecto de una república maquiavélica está la certeza de que para alejarnos de la tiranía —tanto de las élites como de quienes llegan al poder inicialmente respaldados por el pueblo— debemos combinar la democracia representativa con otras formas más directas y robustas de participación popular y rendición de cuentas.
Uno de los errores que Maquiavelo reprochó con más vehemencia a sus contemporáneos era la manera en que trataban a los antiguos. Para el autor de El Príncipe, más que admirar de forma contemplativa a las grandes personas del pasado, para salvar a Italia de la ruina se requería más bien imitarlas. A ojos de Maquiavelo esta imitación sólo podría ser producto de una lectura activa, eminentemente política, de la historia (en realidad, de las historias).
Resulta al menos curioso que, en medio de un momento de crisis, hoy cometamos los mismos errores con Maquiavelo que los que él señalaba en su tiempo respecto a los clásicos: lo admiramos sin buscar imitarlo. A continuación, planteo algunas ideas para intentar corregir este estado de cosas. Al hacerlo, mostraré una manera en la que el florentino puede ayudarnos a reformar las repúblicas del presente en un sentido democrático y popular.
Un Maquiavelo anti-oligárquico
Pese a que un buen número de sus intérpretes han buscado encasillar el pensamiento de Maquiavelo en republicanismo de signo aristocrático, lo cierto es que, para el florentino, la principal amenaza al bienestar de las repúblicas siempre fue el excesivo poder de las élites: la tendencia de todo gobierno a degenerar en oligarquía. En Maquiavelo, “los grandes” o “los pocos”, como indistintamente llama a las élites, son actores propensos a alterar el buen orden civil. En un célebre pasaje de sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio deja claro con qué objeto: “los pocos siempre miran por los intereses de los pocos”. En Maquiavelo, la ambición de estos personajes debía ser puesta a raya de múltiples maneras. De lo contrario, acababa rápidamente con cualquier ciudad.
Frente a los “grandes” está el pueblo. Estos grupos sociales forman los dos “humores” contrapuestos que, según el filósofo renacentista, habitan y dan forma a toda sociedad. Su relación es por naturaleza conflictiva, pues cada uno desea lo que el otro busca evitar: mientras que el pueblo busca no ser oprimido por los grandes, éstos desean dominar y oprimir al pueblo.
Este conflicto, en el que Maquiavelo se inclina por el bando popular, adquiere frecuentemente tonos violentos. Una y otra vez, El Príncipe y los Discursos advierten que los pueblos que aman la libertad se rebelan ferozmente contra quien desea oprimirlos. De igual manera, en estas obras no son raras las historias en las que un príncipe apoyado por el pueblo elimina físicamente a los grandes. Personajes como Clearco de Esparta y Hierón de Siracusa son ejemplos de líderes virtuosos en Maquiavelo, que cortan literalmente en pedazos a las élites de sus ciudades como requisito para acabar con la corrupción y reformarlas.
Por momentos, esta violencia magnicida parece dejar al pueblo a la vez “satisfecho y estupefacto”. Sin embargo, ésta no es realmente la apuesta de Maquiavelo. Por mucho que el florentino parezca disfrutar con las historias en que los grandes son destruidos, lo cierto es que en su pensamiento la división entre el pueblo y los pocos es, ante todo, situacional.[1] Quien hoy es pueblo mañana puede ser parte de la élite, y viceversa. En realidad, la situación no cambiaría en absoluto: el problema de la tendencia a la oligarquía sería el mismo. La salida está en un lugar menos espectacular, pero mucho más efectivo: las instituciones.
Antagonismo e instituciones
En Maquiavelo, el antagonismo de clase entre los grandes y el pueblo no es un hecho negativo; por el contrario, es necesario para la salud de todo Estado que quiera vivir libre y expandirse, como hizo Roma. Para el florentino, las buenas leyes son la traducción institucional del conflicto social: un antagonismo que no debe ser silenciado ni eliminado, sino animado, siempre y cuando existan cauces para dirigirlo.
Aquí es donde radica la gran originalidad de Maquiavelo y donde planteo que es necesario imitarlo. Para él, la salud de las repúblicas depende no sólo de que la ambición de las élites se mantenga a raya por un pueblo desconfiado y activo, sino de la traducción institucional del antagonismo: en la república romana, el autor de El Príncipe vio en los tribunos de la plebe, las acusaciones públicas y las apelaciones populares los garantes de este arreglo que, sin eliminar a los grandes, aseguraba poder al pueblo y hacía posible la libertad.
¿En qué consistían estas instituciones? En pocas palabras, los tribunos de la plebe fueron una magistratura cuyo propósito era proteger al pueblo de los abusos de los patricios —los grandes— y los cónsules, los más altos funcionarios de la república. Las acusaciones públicas, por su parte, eran mecanismos de denuncia mediante los cuáles cualquier ciudadano podía acusar a otro de un delito sin importar su clase o estatus, siempre y cuando hubiera pruebas. Por último, las apelaciones populares eran juicios políticos en los que la totalidad de la ciudadanía actuaba como juez, especialmente útiles cuando la ambición de un individuo amenazaba a la colectividad.
Por medio de éstos y otros instrumentos, el gobierno de la élite —representado por el Senado y los cónsules— tenía como contrapeso a un pueblo con capacidad para hacer rendir cuentas a los cargos públicos e incidir en la formulación de las leyes y en las decisiones que hoy llamaríamos políticas públicas.
Nuestros contemporáneos
¿Qué nos separa hoy de la Roma y la Florencia de Maquiavelo? Hoy, como ayer, la principal amenaza a la salud de nuestras repúblicas es la rampante tendencia a la oligarquía, en la que el poder político y económico se concentran como nunca. Aunado a ello, durante los últimos años las democracias del mundo vivieron un proceso de vaciamiento, en el que expertos supuestamente independientes y blindados de cualquier mecanismo de rendición de cuentas ocupaban cada vez más espacios. Como resultado: la soberanía popular fue perdiendo peso. Lo que llamamos populismo es, en buena medida, una respuesta a ese estado de cosas: una verdad evidente que suele olvidarse al hablar de él.
En el fondo, nuestra situación actual no es muy distinta de aquella sobre la que reflexionó Maquiavelo. La diferencia es que nos han faltado la virtud y la audacia necesarias para pensar en soluciones como las suyas. Admiramos, pero no imitamos.
De acuerdo con el renacentista, cuando las instituciones políticas de una república no podían canalizar el conflicto social y, por el contrario, tenían un marcado sesgo de clase —usualmente, favorable a las élites— el orden civil se corrompía. El antagonismo social que podría haber dado fuerza a una ciudad se desbocaba y causaba su ruina. Este tipo de situaciones, que hoy llamaríamos “captura del Estado”, podían provocar que la reacción del pueblo frente a la opresión de las élites fuera tan desesperada que acabara apoyando a liderazgos tiránicos con la esperanza de ser protegidos de los grandes.
Ésa es la gran advertencia que el florentino da respecto al pueblo, que hoy podríamos asimilar a lo que ocurre con los gobiernos populistas que se convierten en autoritarismos. Y es que, para Maquiavelo, el bien de una república no puede depender exclusivamente de la capacidad de un gobernante, sino de la construcción de un orden político firme. Como escribe en las Historias de Florencia: “una ciudad basada en buenas leyes y buenos órdenes no tienen necesidad de la virtud de un solo hombre para mantenerlas”.
Una república maquiavélica
¿Cómo construir estos “buenos órdenes” en un contexto como el actual? Ésa es la tarea que se han planteado lectores “populistas” de Maquiavelo como el profesor John P. McCormick en su Machiavellian Democracy (Princeton University Press, Princeton, 2011).
Para este académico, una “democracia maquiavélica” en el presente tiene que partir de aceptar que las elecciones no son suficientes para mantener controlada la ambición de las élites ni para dar poder a los ciudadanos comunes. Nuestra tarea hoy es encontrar nuevas instituciones que cumplan una función equivalente a las que Maquiavelo admiró en la república romana, perdiendo el miedo a imaginar instituciones más allá de la convención política. En su obra, el propio McCormick ofrece una hoja de ruta inicial para hacerlo.
Una primera propuesta es la creación de cargos públicos con especificaciones de clase que funcionen como un auténtico “contrapoder” frente a las élites, equivalente al de los tribunos. McCormick se imagina un tribunado colectivo electo cada año al que la gente más rica y los políticos profesionales no puedan acceder. Este tribunado tendría capacidad de veto para una orden presidencial, una ley y una decisión del Poder Judicial. En segundo lugar, en una república maquiavélica habría que dar mayor espacio a procesos de elección que incorporen el sorteo y el azar, los mecanismos democráticos por excelencia. Unido a lo anterior estaría también brindar un papel más activo para el pueblo como colectivo en áreas tradicionalmente reservadas al saber experto, como la justicia. ¿Suena descabellado? Pensemos en los jurados. En un tiempo donde prima la indiferencia hacia lo público, resulta imprescindible, además, fomentar una cultura política más activa, para que el pueblo sea un guardián de su libertad tan celoso y fiero como el romano.
Todas estas reformas, explica McCormick en una apostilla especialmente relevante para nuestro país, sólo serán posibles con un movimiento popular que las respalde y acompañe. Después de todo, ni en Roma ni en México las élites han cedido nunca el poder voluntariamente.
[1] Debo esta idea al profesor Nathan Tarcov.