Escribir sobre los primeros 100 días del gobierno de Javier Milei presupone un desafío, debido a que las interpretaciones de su posible desenlace sobran. Todavía más, analizar un gobierno que se percibe refundacional y no tiene ninguna experiencia en la administración pública aumenta el nivel de complejidad. Cualquier ejercicio prospectivo corre el riesgo de perder vigencia en unos días. El 10 de diciembre de 2023, Javier Milei tomó posesión como Presidente de la República Argentina. En ese acto, dio su discurso de espaldas al Congreso y no al interior del mismo (como se acostumbra). Ese evento fue sintomático del desprecio hacia el Poder Legislativo que ha signado este inicio de gobierno.
Desde entonces, el Presidente ha delineado un enfrentamiento contra el Congreso en sus primeros meses. Por momentos, parece establecer una frontera entre ‘quienes la ven y quienes no la ven’; es decir, entre quienes comparten su modelo de país y los que no. Pareciera aceptar que hay gente que por motivos ideológicos no comparte ninguno de sus planes, pero a su vez inmediatamente recula para decir que a estos los mueve algún ‘interés oscuro’, que son parte de la ‘casta’, que son ‘corruptos enriquecidos gracias a un modelo empobrecedor’. Por lo tanto, se intuye que para Milei el disenso de los opositores no es legítimo, ya que descansaría en una ideología ‘incorrecta’ que sólo sirve para encubrir sus intereses. En esta línea, el Presidente no podría dejar de mostrar su vena totalitaria.
Además, durante su asunción, Milei enunció una serie de datos falsos en torno al diagnóstico del país. Por esta razón, se torna muy complicado tener una solución viable para el desarrollo del país, ya que se parte de un diagnóstico (en el mejor de los casos) impreciso. Inclusive, se colocaba una narrativa peor que la real para pronosticar números altísimos de inflación. De este modo, cuando la inflación resulta mucho menor a esos números exagerados, se puede presumir que se está haciendo un ‘buen trabajo’.
Por otra parte, impulsó la Ley Ómnibus1 –que terminó retirando del Congreso– y dijo que ‘no negociaba’ ninguno de los puntos de la ley. Sin embargo, luego, cuando dicha ley no pasó, mencionó que hubo ‘traidores’. Resulta por lo menos extraño decir que no se negocia y a su vez que hay traidores. La única manera de afirmar que la oposición te ‘traicionó’ es porque había llegado a un acuerdo con la misma. Ergo, había negociado. En ambos casos, Milei no puede dejar de ocultar su carácter dogmático, se muestra incapaz de procesar alguna disidencia o ceder en aras de aprobar alguna ley.
No obstante, la improvisación y la contradicción de sus palabras provocaron dudas en las interpretaciones políticas del fracaso de la Ley Ómnibus: quizás Javier Milei nunca quiso que la ley fuera aprobada porque le convenía seguir exhibiendo al Poder Legislativo (la ‘casta política’) como enemigo. De esta manera, los culparía de la inflación galopante y la licuación salarial.
Otra interpretación es que, en realidad, el rechazo de la ley se trató de un duro golpe al plan económico (si es que hay uno) del oficialismo. Como se sabe, la victoria tiene mil padres, mientras que la derrota es huérfana. En este sentido, desde la oposición, la Confederación General de Trabajadores buscó consagrarse como el actor principal que logró el naufragio de la ley; la izquierda dice que ellos presionaron con una movilización permanente; el peronismo afirma que logró mantener su bloque unido; el peronismo cordobés y el radicalismo de Facundo Manes se consideraron clave por cambiar su decisión en la votación particular. Probablemente, todos tengan algún grado de razón. En el otro bando, responsabilizan a Martín Menem, Oscar Zago, Guillermo Francos y Santiago Caputo por su derrota. No obstante, ninguno se hace responsable de la misma.
En la apertura de sesiones del Congreso, el presidente decidió establecer un doble juego con su propuesta del Pacto de Mayo: la intransigencia o la rendición de la política. Consiste en un juego infantil, pues no asume el riesgo de ningún tipo de fracaso. Si no hay acuerdo con los legisladores y los gobernadores, la culpa será de la ‘política’, de la ‘casta’. Si hay acuerdo, éste sólo sería posible en sus términos porque no está dispuesto a ceder en ninguno de sus puntos. Por lo tanto, su narrativa sería un sometimiento de los gobernadores. Así, enseña sus cartas y amenaza: “esto se hará con o sin ustedes”. No hay un pacto, sino una adhesión extorsiva.
Hasta ahora, nos hemos enfocado en un asunto de la forma y las paradojas del discurso libertario. El contenido podría resultar aún más contradictorio, pues el supuesto plan económico remite a una espiral sin salida. El ministro de Economía, Luis Caputo, pretende bajar la inflación mediante un ajuste fiscal, porque en todo momento, para Milei, “la inflación es un fenómeno monetario”. Por lo tanto, sólo sería resuelta gastando menos de lo que se ingresa. En primera instancia, todo sonaría lógico. Empero, el ajuste provoca un menor consumo. Consecuentemente, la recaudación fiscal cae. Entonces, el ajuste debe ser mayor, ya que se ingresa menos dinero, pero nuevamente el consumo caería y la recaudación volvería a ser menor. Por lo tanto, entramos en un círculo vicioso sin escapatoria, un ominoso cul de sac.
Al no poder avanzar en el Congreso y tener el Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU) en vilo, el plan económico parece limitarse a ‘la motosierra y a la licuadora’. Por un lado, la motosierra para continuar con el recorte del gasto público, el cual mayormente ha recaído en los jubilados, los subsidios al transporte, las tarifas de luz, agua, gas y nafta, así como las transferencias del gobierno nacional a las provincias y la obra pública. Por el otro, la licuadora por medio de una devaluación con inflación alta se propone no emparejar los salarios, acorde con la inflación; incluso intenta dejarlos a la deriva para que se diluyan lo más pronto posible (no hay ningún gradualismo). En suma, el ajuste a la casta lo pagan las grandes mayorías. Así, el discurso que sirvió para llegar a la Presidencia invirtió el contenido del significante casta para endilgarlo a las clases medias, los jubilados, los docentes, los trabajadores y hasta los más vulnerables.
Por otra parte, el discurso de securitización encabezado por Patricia Bullrich ha servido como excusa para intentar acabar con cualquier protesta. En una manifestación del pasado 21 de diciembre se veía cómo Bullrich y Milei hacían de la protesta un espectáculo: transmitían en vivo desde un búnker del Ministerio de Seguridad observando la protesta y a la par dando órdenes a la policía. A todo esto, hay que sumarle un clima de hostigamiento en redes sociales, propiciado por los militantes de Milei, el propio Milei, y, en menor medida, en las respuestas generadas por los opositores. En este tenor, el ambiente de violencia ha ido escalando en las afueras del Congreso entre ambos grupos. Pese a que no ha llegado a consecuencias extremas, cada vez el grado de violencia física y verbal ha ido in crescendo.
Posiblemente otro tema controversial verse sobre si en realidad se trata de un gobierno de improvisados (propio de la época) que sobre la marcha va viendo qué hacer o, por el contrario, dan la apariencia de un caos, pero mantienen un grado de organización en su interior. Hasta ahora, da la impresión de ser la primera opción, seguramente ni ellos esperaban llegar al gobierno, y más allá de dos o tres ideas no tienen un programa consistente. Basta notar los despidos de los recién integrados al gobierno a poco más de dos meses de haber llegado al mismo. Además, ni siquiera han completado todos los cargos de relevancia que necesita el Estado para funcionar de forma medianamente aceptable.
Así pues, se trata de un gobierno que continuamente abre flancos, crea nuevos adversarios y profundiza el antagonismo con los anteriores. No hay un día sin que Milei agravie a alguien o cometa algún desfiguro. De este modo, los gobernadores, el Congreso (incluida la oposición dialoguista), el Poder Judicial (cuando falla en su contra), los jubilados, los docentes, los servidores públicos, los investigadores, los sindicalistas, los artistas, los comedores populares, aquel que tome el transporte público, etc. ya son parte de la casta.
Finalmente, es un gobierno que intenta avanzar sin cambiar su convicción, doctrina y rumbo. Se muestra inflexible porque, en algún sentido, negociar para ellos significa transar, significa corrupción. Sólo sus ideas serían las válidas, únicamente su propuesta sería la correcta. Está basado en una utopía que cree que el desarrollo pleno del libre mercado llevará a un progreso sin igual, ya que éste nunca se ha podido desplegar de manera plena porque ha estado articulado con la tradición democrática. Esta convicción inmodificable podría terminar con la democracia argentina y/o con el gobierno libertario.
Alejandro Moreno es doctorando en Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires. Becario doctoral CONICET, Universidad Nacional de San Martín. MA en Ciencia Política, Universidad de Essex.
- Un paquete de alrededor de 600 leyes, que contenía temas muy variados, pero cuyo núcleo se basaba en la privatización de las empresas, una desregulación que impulse el libre mercado en prácticamente todos los ámbitos de la vida y una serie de facultades delegadas de carácter extraordinario para el Presidente, que aminoran el poder del Congreso ↩︎