A estas alturas es un lugar común afirmar que las elecciones del 1 de julio de 2018 fueron un hecho inusitado en nuestra joven democracia. Del lado triunfante se habla de un cambio de régimen e incluso, como si el legado histórico pudiera fijarse desde el presente, se hace alarde de una Cuarta Transformación —así con la solemnidad de las mayúsculas— de la vida pública de México. En efecto, lo que ocurrió en esa elección no fue sólo una alternancia partidista, el simple pase de la estafeta del gobierno de un partido a otro. Se trató de una ruptura. La negación —y también denuncia— del orden político previo, el neoliberal con su correlato de la llamada transición a la democracia. De la erupción política que significó 2018 brotaron opiniones y diagnósticos adversos. De un lado, domina el tono fundacional, épico; del otro, el catastrófico, nostálgico. En un clima político en el que todo es simpatía o rechazo era de esperar que se hablara de polarización. Y sin embargo.
Los resultados electorales de 2018 no daban crédito a la idea de que la llegada de Andrés Manuel López Obrador era sintomática de una sociedad polarizada. Al contrario, el respaldo mayoritario al ahora presidente de México era el signo más inequívoco de una sociedad que apostaba al cambio. Las opiniones sobre un supuesto discurso divisorio incitado por el oficialismo sonaban huecas, chocantes; más bien, lo que éstas evidenciaban era la desconexión entre la opinión publicada dominante y el sentir de la sociedad expresado en las urnas. Esa incapacidad para explicar lo que pasaba daba cuenta del extravío de las élites políticas, económicas e intelectuales. Más que polarización, como explicó Gibrán Ramírez[1] retomando al colombiano Jorge Eliecer Gaitán, lo que mostró la elección de 2018 fue la existencia de dos países. Un país político, el de las élites, ajeno al país nacional, el de la mayoría de los mexicanos.
Y aquí estamos. Los unos hablan de tiempos estelares, inéditos, y, adelantándose al juicio de la historia, presumen su legado. Los otros, sin reparar en que el cambio político de 2018 fue el juicio de la historia, han decidido defender el que consideran su legado amenazado. En consecuencia, lo que hay es una oposición que ha renunciado a entender el país que quiere gobernar. Una oposición que no propone y que ha apostado a la defensa, a jugar al catenaccio —como sugirió José Woldenberg[2]—. Las élites intelectuales y académicas del orden previo a 2018 se han envuelto en la bandera de la división de poderes, el Estado de derecho, la sociedad civil o los órganos constitucionales autónomos, elementos todos estos que perciben atacados por el grupo gobernante. No obstante, dichos temores parecen infundados, pues defienden una realidad que no existió del todo. Más que la defensa de un orden político, a decir de Hugo Garciamarín[3], pareciera la “defensa de una interpretación histórica”. Para decirlo en una frase: la oposición ha decidido jugar al catenaccio como si cuando gobernaba todo hubiera sido jogo bonito.
Quienes se oponen al proyecto que encabeza el presidente López Obrador se encuentran extraviados y no parecen poder ni querer salir de su naufragio. Así, con una arrogante y a veces engañosa superioridad moral, desde algunos sectores que simpatizamos con el obradorismo se celebra el extravío de los de enfrente sin reparar en que de este lado no estamos menos extraviados. Ante cualquier reiteración de los opositores al proyecto obradorista en los errores que los llevaron a su fracaso en 2018, con la supuesta inteligencia que encierran las tautologías, desde la simpatía con la coalición que ahora gobierna se dice que los opositores ‘no entienden que no entienden’. Y el problema es ese. Pareciera que quienes ahora gobiernan el país —y quienes coincidimos con ellos— estuviéramos más preocupados por los errores de aquellos y no por los aspectos que desde el gobierno se pueden mejorar.
Como resultado de esto, la conversación pública ha perdido matiz. A un sector de la oposición, al menos el más visible, le basta con rechazar todo lo que lleve el visto bueno del presidente López Obrador. Mientras tanto, en un amplio sector del obradorismo se decreta, con pretendida radicalidad, que son ‘tiempos de definiciones’ y que no hay lugar para las vacilaciones. Toda crítica, particularmente aquella que se hace desde la lealtad al proyecto, se equipara con la traición: ‘fuera máscaras’, gritan con ridícula vehemencia. En consecuencia, a las críticas que vale la apena atender se les desecha. En cambio, muchas veces con la anuencia presidencial, se da plataforma a quienes más que criticar buscan atacar las acciones del gobierno. En las conferencias de prensa del presidente, por ejemplo, se cuestiona la calidad periodística de personajes como Carlos Loret de Mola o Chumel Torres, descuidando los temas que realmente importan, como la discusión de los mecanismos existentes de protección a periodistas. Y así ocurre en otros tantos temas en los que lo realmente importante queda ensombrecido por el alarido cotidiano.
Esta deriva de la discusión pública al interior del obardorismo y, en general, entre las izquierdas, se cobija en la legitimidad presidencial. Ante una oposición ‘moralmente derrotada’ el grupo gobernante ha perdido vocación crítica. Tampoco se vislumbra un programa más allá del presidente. Frente a una multitud en el Zócalo, el 1 de diciembre de 2018 el presidente anunció los 100 puntos principales de su plan de gobierno. La pregunta es qué sigue después de López Obrador. A falta de programa político lo que sobra es pose obradorista. Mucho se ha hablado del éxito del presidente para dictar la agenda de la oposición; sin embargo, poco se ha discutido cómo ello también ha atrofiado la capacidad política de quienes acompañan el proyecto de la llamada Cuarta Transformación. Para declararse obradorista basta con repetir que ‘por el bien de todos, primero los pobres’, que ‘tonto es el que cree que el pueblo es tonto’, que ‘no mentir, no robar y no traicionar al pueblo de México’, que se busca ‘separar el poder político del poder económico’ o que ‘la corrupción, como las escaleras, se barre de arriba para abajo’. ‘Me canso ganso’ —como observó Jesús Silva-Herzog[4]— que vivimos en una fraseocracia.
Se me podrá decir, con razón, que nada he dicho sobre la revocación de mandato. Al respecto, valdría la pena aclarar dos cosas. En primer lugar, quienes se oponen al ejercicio revocatorio —como en su momento a la consulta popular—argumentando que sólo se trata de un ‘capricho del presidente’ no pueden estar más equivocados. En su discurso de toma de posesión del 1 de diciembre de 2018, como durante toda su campaña, López Obrador dejó en claro que sometería a consulta la permanencia en su cargo bajo la idea de que ‘el pueblo pone y el pueblo quita’. En segundo lugar, hay quienes arguyen que el revocatorio en realidad busca la perpetuación de López Obrador en la presidencia. Nada más descabellado, pues en numerosas ocasiones el presidente ha descartado la intención de reelegirse. Así pues, el ejercicio de revocación de mandato más que una amenaza a la democracia es una profundización de la misma.
Hechas estas aclaraciones, considero que el debate sobre el revocatorio ha caído en un montón de lugares comunes, lo cual responde, en gran medida, a la dinámica de la conversación pública que he descrito previamente. A los opositores al gobierno la discusión les ha servido para confirmar sus prejuicios sobre el supuesto autoritarismo de López Obrador y la amenaza que, según ellos, significa para la democracia. No sólo los partidos opositores, incluso algunos consejeros del Instituto Nacional Electoral (INE), quienes deberían garantizar imparcialidad, llaman a no participar en el revocatorio aduciendo que se trata de una trampa que busca ‘asfixiar’ las instituciones de la democracia[5] —esas que consideran su legado o, mejor dicho, patrimonio—. Del otro lado, a un sector del obradorismo la discusión le ha servido de escenario para librar batallas supuestamente épicas que sólo enrarecen el ambiente democrático. Así nos encontramos con diputados de Morena (el partido en el gobierno) que promueven denuncias penales o juicios políticos contra algunos consejeros del INE. Lo curioso es que desisten de dichas acciones —con las que buscan plantarse como los más obradoristas— cuando el presidente López Obrador muestra su desacuerdo. Sean opositores u obrdoristas, para emitir sus posturas todos voltean a ver al presidente.
Ahora bien, es posible que haya algo más que la simple oposición al presidente en el rechazo a participar en la revocación de mandato. Durante los años de la llamada transición a la democracia el lenguaje político fue lenguaje ciudadano. Lo mismo en columnas y programas de opinión que en discursos de políticos y comunicados de gobierno, se exaltaban las virtudes de una imagen de ciudadanía. Era una imagen con cierta herencia republicana: interés público, participación, civismo, organización. Una imagen abigarrada que contrastaba con las prácticas políticas reales de la sociedad mexicana: manifestaciones, prácticas clientelistas, organización comunitaria. Además, como ha explicado Fernando Escalante[6], era una imagen imbuida de un lenguaje antipolítico, antiestatal e individualista. Sólo calificaba como ciudadano aquello que se hiciera fuera de la política. En lugar de partidos políticos se hablaba, no sin cierta aureola épica, de la Sociedad Civil[7]. De ahí que quienes abrazan este relato desconfíen de la revocación de mandato, ejercicio al que ven como poco ciudadano.
Así pues, la revocación de mandato ha revelado una conversación pública en la que todo es lucha de legados y relatos. Una conversación pública en la que el obradorismo es impelido a la confrontación cotidiana. Una conversación publica en la que se libran, como ya he dicho, constantes batallas que se creen épicas. Batallas sin tacto político y carentes de ética pues, como apunta Alberto Fernández[8], presidente de Argentina: “Hay una carencia de ética en el hecho de librar batallas que en nada alteran lo injusto del sistema que se dice querer transformar”. Una conversación pública que desecha las críticas válidas e invisibiliza los asuntos verdaderamente importantes. Y, desde la simpatía, me pregunto si esto conviene al legado obradorista.
[1] Gibrán Ramírez Reyes. “El país político y el país nacional”, El Sur de Acapulco, 14 de noviembre de 2018.
[2] José Woldenberg. “Catenaccio”, El Universal, 13 de noviembre de 2018.
[3] Hugo Garciamarín Hernández. “El (des)orden del cambio”, Presente, 07 de abril de 2021.
[4] Jesús Silva-Herzog Márquez. La casa de la contradicción, Taurus, Ciudad de México, 2021.
[5] Ciro Murayama. “La trampa de la revocación de mandato”, El País, 23 de noviembre de 2021.
[6] Fernando Escalante Gonzalbo. Retrato de grupo con credencial de elector. Imágenes de la democracia 2006, 2009, 2012, Instituto Nacional Electoral, Ciudad de México, 2018.
[7] Sobre el concepto de sociedad civil y las críticas que se le hacen desde el gobierno, sugiero revisar César Morles Oyarvide. “La sociedad civil fifí: una defensa del término”, Nexos, 26 de noviembre de 2018.
[8] Alberto Fernández. “Los Kirchner frente a frente”, Nexos, 1 de diciembre de 2018.