Años de peregrinaje

Por Mar Sancho

  • Este cuento fue publicado por primera vez en la antología 21 Campanadas (2017) como parte del proyecto Contamos la Navidad, iniciativa cultural y de fomento a la lectura sin ánimo de lucro que lleva trece ediciones convirtiendo la literatura en algo imprescindible en esta temporada de fiestas. Este proyecto —considerado por especialistas como el mayor proyecto de literatura navideña de España— es posible gracias a la colaboración altruista de escritores e ilustradores, así como a los patrocinadores que cada año sufragan la edición de miles de ejemplares que se convierten en un regalo perfecto para esta ocasión[1].

Contrariamente a lo que muchos creen, las compañías aéreas operan con absoluta normalidad en Nochebuena. Se trata de algo obvio en Air Shanghai o en Bombay Airlines que sucede también en los vuelos operados entre un origen y un destino de tradición cristiana. En estos últimos, tanto el comandante como la tripulación acostumbran a encontrarse de un humor pésimo, con toda probabilidad obligados por una organización injusta de horarios que no se ve compensada con el cobro de horas extraordinarias. En cuanto a los pasajeros de estos vuelos en Nochebuena, son variopintos. Podría pensarse que el reducido precio del pasaje en los trayectos que incluyen la hora de la cena es un azucarado aliciente para cubrir asientos, pero no sucede así. Por una parte, en esta tipología de vuelos se encuentra fácilmente a aquellos que no adquirieron el billete a tiempo y, para la visita navideña a la familia, se ven relegados a viajar en el horario que todos los que compraron antes que ellos despreciaron. Es decir, los despistados y los desorganizados cuyo carácter habitual se ve agriado durante el vuelo si bien en menor medida que el de la tripulación. Por otra parte, en torno a un tercio del pasaje lo ocupan los detractores de la Navidad. Viajan en Nochebuena para demostrar, a sí mismos en unos casos y a sus allegados en otros, que estas señaladas fechas les son indiferentes. Un porcentaje menor lo ocupan los fieles de otras religiones para quienes el vuelo discurriría con absoluta normalidad si no fuese por el talante negativo de la tripulación. Probablemente, y desconociendo las circunstancias, no volverán a elegir esa compañía aérea para sus viajes futuros. Por último, se hallan aquellos reubicados de un vuelo anterior que felizmente les habría permitido llegar a casa a la hora de la cena y que, sin embargo, tras haberlo perdido a causa de un súbito embotellamiento de tráfico o de un overbooking, viajan mascullando durante horas con la que es, sin duda, la peor de las actitudes de todos los seres vivos que viajan en la aeronave. No desvelaré por qué yo el pasado año viajaba en uno de estos vuelos. A aquellos que me conocen les será sencillo desentrañarlo. Con todo ello, el pasajero que el azar nos sitúe en el asiento contiguo también puede ser variopinto. Al hecho de responder a alguna de las categorías anteriormente reseñadas, se le suman las circunstancias habituales de personalidad, el número de veces que nos obliga a levantarnos del asiento para pasar o su empeño por entablar conversaciones sobre temáticas también ampliamente variadas. Mi compañero de viaje la Nochebuena pasada fue el gordo Casanova. Esta fue la denominación con que se presentó estrechándome la mano antes de abrocharse el cinturón de seguridad, dejando traslucir sin equívocos que era del arquetipo hablador. Por ello, abrí el libro más grueso que llevaba, en un gesto tan sencillo como rotundo que acostumbra a tener una alta efectividad disuasoria. Sin embargo, con el gordo Casanova no funcionó. Su afán conversador contaba con una única virtud, era de aquellos que en ningún momento preguntan al interlocutor por su vida y circunstancias sino que se circunscriben a relatarse a sí mismos. Me habló de su ocupación actual, de sus sueños de juventud, de su asombrosa visión de las fiestas navideñas y, cuando principiaba a enumerar los propósitos que acumulaba para el año nuevo, me coloqué los auriculares de música en los oídos. Sonaron entonces los Años de Peregrinaje de Franz Liszt y, por primera vez en el vuelo, me sentí suspendida sobre el océano, guardada cálida y veloz en una carcasa metálica con alas. Poco después, sirvieron la cena. Al contrario de lo que algunos suelen pensar, las compañías aéreas no sirven una cena especial en Nochebuena. El gordo Casanova eligió la pasta y yo el pollo. Al terminar, se le ocurrió que brindásemos con las tazas de té y, tras guardarse mis auriculares en la bolsa de su asiento, me contó varias historias que podrían ser objeto de otros cuentos navideños. Unas horas después, cuando ya había terminado de proyectarse la película y había atravesado el pasillo tres veces el carrito de mercancías libres de impuestos, el gordo Casanova elevó la tapa de la ventanilla que hasta entonces había permanecido cerrada. Todo se veía negro a excepción del punto ambarino y brillante de una estrella. La señaló con el dedo y, por primera vez en el viaje, guardó silencio. Poco después tarareó torpemente un villancico, presionó el botón que tiene una silueta de azafata y, cuando una asistente de vuelo malhumorada llegó, se levantó para abrazarla y desearle una feliz Navidad. Ella se quedó impasible primero, pero pronto su boca trazó algo parecido a una sonrisa. Este gesto inesperado alentó al gordo Casanova a hacer lo mismo con el resto de la tripulación y, más tarde, con la totalidad del pasaje. Una inesperada euforia se fue contagiando por las filas de asientos hasta que, tras las cortinillas que separan la primera clase, perdí al gordo de vista. Pensé que regresaría a su sitio antes de aterrizar y continuaría hablándome desmedidamente, pero no lo hizo. Tampoco lo vi al descender del avión, ni en el control de pasaportes ni en la recogida de equipajes. Cuando salí del aeropuerto hacía un calor inesperado. Miré en la fila de los taxis y, sin embargo, no había rastro suyo allí ni en el resto de los corredores de salida. Comenzaba a amarillear el amanecer y el cielo estaba liso como si fuese de papel. Solo se veía una estrella, la misma que había apuntado el gordo Casanova, esplendorosa y tan nítida que no pude dejar de contemplarla hasta que, ya completamente de día, llegué a la puerta de mi hotel.

Pixabay

[1] Para más información sobre el proyecto: https://contamoslanavidad.wordpress.com/

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