- Este cuento fue publicado por primera vez en la antología Feliz N@vidad (2019) como parte del proyecto Contamos la Navidad, iniciativa cultural y de fomento a la lectura sin ánimo de lucro que lleva trece ediciones convirtiendo la literatura en algo imprescindible en esta temporada de fiestas. Este proyecto —considerado por especialistas como el mayor proyecto de literatura navideña de España— es posible gracias a la colaboración altruista de escritores e ilustradores (cerca de 500 a lo largo de los años), así como a los patrocinadores que cada año sufragan la edición de miles de ejemplares que se convierten en un regalo perfecto para esta ocasión[1].
Yo te deseo a ti. Tiene ella ese brillo ligero y artificioso del espumillón, alegría impostada. Le aborda en el pasillo, inmisericorde: “Los chicos ponen un árbol de Navidad y hay que colgar una “bola de deseo” ¡Participemos todos!”. Es una fanática de la empatía. Cómo le gustaría decirle que la desea a ella, su nombre en el círculo de cartulina: Deseo la paz en el mundo, que todos los niños tengan educación y casa, quiero que mi padre se vaya, quiero que me apruebes las matemáticas y que se jubile la de lengua.
Hay algo estremecido, expectante en los últimos días del primer trimestre. Quiero que me toque el Gordo, quiero a ese chico. Deseo el fin de las guerras. Quiero dinero, una moto, un móvil nuevo. Quiero que me den el traslado, aprobar las oposiciones. Quisiera que no existieran las navidades, piensa mientras amontona mentalmente las cartulinas de colores en forma de bola navideña donde colgarán los alumnos sus más intensos anhelos, sus inconfesables deseos: quiero que me dé la nota para entrar en Medicina. Quiero que volvamos a mi país. Quiero hacerlo por primera vez.
Quiero a mi chica solo para mí. Quiero que me cambien de instituto. Quiero que el chulito de la clase deje de meterse conmigo.
A él nadie le pregunta que qué va a hacer. Que si viaja o se queda con la familia. Ni ella, la instigadora, la inquisidora que tiene la irritante costumbre de no permanecer jamás en silencio en presencia de otra persona, se atreve. No tiene a nadie, no quiere sumarse a la cena de nadie, no va a llenar las noches de celebración sirviendo raciones en el Comedor de los Pobres para acallar su mala conciencia. No va a consolarse con el clima cálido de las islas para huir del deseo colectivo de arracimarse en estas fechas tan señaladas. Nadie le felicitará el Año Nuevo. Ni siquiera ella, la de la bola de los deseos, la de las actividades extraescolares donde todo es insoportablemente cercano a este rebaño ensordecedor. Ya sé que nunca vas a las excursiones; sin embargo, ¿podías hacer una excepción, querrías, te importaría, considerarías…? Les gustaría.
Lo duda mucho. A los chicos ya no hay quien los entienda. Cada vez son o más competitivos o más dejados. Siempre incomprensibles. Claro que él ya no intenta, a estas alturas, entender a sus alumnos. Con descifrar su letra, adivinar por dónde van sus cálculos, tiene suficiente. Los márgenes de sus escritos cabalísticos, la Piedra Rosetta de sus cuadernos cada vez exigen un esfuerzo mayor de paleografía. Escriben menos, peor, cada vez se tuerce más el devenir de sus razonamientos. Que me entiendan ellos. Ellos y sus apuntes incompletos, ellos y sus móviles metidos en el estuche para copiar en los exámenes, ellos y su ruido, su falta de educación, su forma de negarse a asimilar cualquier concepto por fácil que se lo presente en esa pizarra, muro de las lamentaciones donde quisiera golpear la cabeza rítmicamente, entonando una salmodia de desesperación. Escribir, no una bola de deseo, sino una petición garabateada en una estrecha tira de papel, convertirla en cilindro estrecho e insertarla en una de las rendijas milenarias del muro de Salomón en Jerusalén.
–Que se jubile el de matemáticas, que es un hijo puta.
El de matemáticas se pregunta cómo ha llegado su vida a ser esta sucesión de periodos lectivos, este goteo de apenas cincuenta minutos en los que se esfuerza frente a dos paredes en un intento vano de resolver la ecuación de lo inasible: en una amontona los cálculos, las funciones, las fórmulas, la poética exacta de su visión del mundo; en la otra se esfuerza por distinguir los rostros que están sin estar y que, sorpresivamente se vuelven hacia él y le agreden de un mordisco certero con una reclamación, tan agresiva e inesperada como el ataque de una mariposa.
–Por lo menos van a aprender a usar el subjuntivo.
La de lengua tiene un humor sobrio. Es un espejo donde mirarse pero la evita porque no quiere aliados, no quiere un reflejo de su propio cansancio. Sin embargo siempre está pendiente de sus réplicas feroces contra los cambios de la legislación educativa, de su descarnada visión de las verdades ahí, en la forzada intimidad de la sala de profesores. El subjuntivo es el modo verbal del deseo, al menos aprenderán a usarlo porque ellos solo saben decir “lo quiero todo y lo quiero ya”. A él los curas de su colegio le enseñaron el modo subjuntivo con una cantinela que ahora repite mientras atraviesa los pasillos llenos: quiera Dios que yo ame.
–Aquí el único modo verbal que sirve es el imperativo. Y el vicio de exigir.
Él pediría algo que no sabe definir. Tiene un deseo difuso hacia la hacedora de actividades lúdico-festivas que no entiende porque le chirría su tono siempre animoso, dispuesto a la fiesta compartida con quienes no quiere compartir nada. Porque le agota, le enerva, y sin embargo… Yo te deseo a ti, pondría en su bola. A ti y no a esta mujer cercana, a la que escucho con gusto y con la que comparto tantas cosas.
–Quiera Dios que esto acabe cuanto antes.
Mientras tanto, los apremios se suceden, hojarasca inútil de la burocracia docente. El calendario se precipita hacia el final de diciembre con un eco de lotería cantada y de supermercados llenos ya desde octubre de dulces navideños. Él no quiere sumarse al coro sempiterno de la queja que se eleva cada vez que se juntan dos o más profesores. No quiere un café compartido. No quiere saludar más allá de un educado cabeceo. No quiere sentir esta atmósfera de fiesta tensa, expectante.
–Cuelga tu deseo en el árbol.
Me colgaría yo si pudiera. El calendario lectivo empieza en septiembre, no en enero. Sumido en la inacabable sucesión de arabescos de tiza se pregunta cuántos kilómetros de tarima ha recorrido a lo largo de su vida laboral mientras recorre la geometría del desastre que no guarda ya ese orden que apenas recuerda.
–Pueden sentarse.
Cuando entraba, los alumnos, prietas las filas, se levantaban al unísono y se volvían a sentar, marcialidad perfecta. El silencio recorría las cabezas inclinadas, la maquinaria del razonamiento perfectamente engrasada. Solo al fondo de la clase presentía la distracción, mirada perdida, boli mordido. El alumno que optará por el griego para huir de la ecuación que ahora escribe en la pizarra: no sé qué deseo.
Deseo no desear nada, mirar mi vida que fluye a despecho de Heráclito. No deseo más que no desear. Ni el sonido de su voz, ni la seguridad de la sucesión de los números naturales. Es el temario que no cesa, lo que no cambia, las verdades repetidas, la certeza de las ciencias exactas. No hacer mudanza en las costumbres, no variar el tono de la melodía constante del paso de las estaciones, los periodos lectivos, los trimestres, los cursos, los trienios, los sexenios, la vida.
Quiere recordar cuándo se convirtió todo en una sucesión de soledades. Quiere saber cuándo se convirtieron sus tardes en preparación para esa mañana de cálculos, de huidas en las que no le persigue nadie, de esperas desesperanzadas.
Yo solo deseo silencio, se impone la de lengua a la alegre instigadora. ¿Y tú?, le pregunta, partícula revoltosa, inasequible al desaliento, segura de sus dones. ¿Yo? Yo voy a empezar a desearla a ella.
[1] Para más información sobre el proyecto: https://contamoslanavidad.wordpress.com/