Debido a mi temperamento de lector, tengo la avidez de compartir la fascinación que me despiertan ciertos libros y autores. La decadencia de las familias como espejo del natural deterioro de la vida en Los Buddenbrook, de Thomas Mann, o en La marcha Radetzky, de Joseph Roth, me parecería un buen tema de conversación. Con la lectura de Victoria,de Knut Hamsun, de El Museo de la Inocencia, de Orhan Pamuk, o de El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez, me he vuelto un coleccionista de notas sobre el enamoramiento que me encantaría compartir con quienes también han sucumbido al hechizo del amor.
Y sin embargo:
Ese temperamento de lector sociable y de conversación afable desaparece cuando descubro un libro fascinante de algún escritor que me parece desconocido entre mis conocidos. Entonces me vuelvo un lector egoísta. Tengo la impresión de que la lectura de ese nuevo autor me pertenece, que su descubrimiento fue gracias a mis dotes de escudriñador insaciable de nuevas lecturas y que por eso no lo debo compartir con nadie. Fui presa de estas sensaciones la primera vez que leí a Emmanuel Carrère y a Juan Gabriel Vásquez, a Herta Müller y a Alice Munro, a Imre Kertész y a Chinua Achebe, y, desde luego, cuando descubrí a Javier Marías, quien no sólo activó mi egoísmo literario, sino que cambió mi concepción de la literatura.
La primera vez que leí al español Javier Marías era todavía lo que ahora llamo un lector ingenuo. Lo que buscaba en la literatura eran las posturas políticas de los autores o sus opiniones acerca de temas sociales que suscitan controversia. Sólo me parecía un buen libro aquel que contenía una enseñanza, una moraleja. Un escritor me parecía interesante si su biografía contaba con pasajes sobresalientes, así fuese por honorables o por indecorosos. Con esta ingenuidad literaria penetré en la obra del israelí Amos Oz con el único fin de conocer sus opiniones sobre el conflicto israelí-palestino, o con morbo literario comencé a conseguir los libros del noruego Knut Hamsun por sus simpatías con el nazismo.
Imbuido de esa ingenuidad literaria tardé en llegar a los libros de Javier Marías, pues, por la lectura de algunas de sus columnas semanales en El País, me parecía un tipo de derechas o al menos de ideas conservadoras. Cuán equivocado estaba: ese supuesto conservadurismo más bien era la nostalgia por otras épocas. Porque eso sí, Javier Marías era un hombre desencantado y disgustado con su tiempo, que no era tanto el suyo como el mío o el nuestro, un tiempo que le resultaba poco inteligente e inmerso en idioteces y por eso, como él mismo reconocía, daba la impresión de ser un “cascarrabias”, un “enfadado con el mundo”. Y cuánta razón llevaba en eso de que asistimos a una época menos inteligente e incluso hasta pueril. Porque es poco inteligente, como fue mi caso, privarse de una inmensa obra literaria sólo por la imagen que se tiene del autor. En literatura una gran obra es aquella que logra desmarcarse del escritor y Marías lo logró con creces.
Sumergido en mi ingenuidad literaria y después de una minuciosa revisión de las contraportadas, la primera novela que leí de Marías fue Así empieza lo malo porque me pareció “la más política”. Vaya sorpresa me llevé. La Guerra Civil y los años de la Transición española sólo eran el escenario que daba paso a los verdaderos protagonistas de la novela: las reflexiones sobre la culpa y la verdad, sobre la memoria y el pasado. De esta lectura no recuerdo alguna postura política de Marías sobre la historia de su país, en cambio tengo muy presente la idea del narrador de que no tiene sentido salir de la mentira cuando ésta ya se confunde con la propia vida porque: “desmiente todo lo habido, o lo invalida, uno tiene que volverse a contar lo vivido, o negárselo”. Y es que en las novelas de Javier Marías la digresión es igual o más importante que la acción.
Marías es el último gran historiador de la intimidad humana y su obra es un almanaque de emociones. En sus novelas uno tiene la sensación de que ocurre poco, pero en realidad pasa todo. Para el novelista madrileño contar historias no es narrar las peripecias de una serie de personajes, sino contar lo que les sucede en la intimidad, escrutar en sus secretos. Su prosa es digresiva y pausada es su lectura. Al leerlo, o al menos así me ocurre, uno se detiene a menudo y dice para sí mismo: eso ya me ha pasado y lo he pensado y lo he sentido. Uno no aprende en sus novelas, sino que se reconoce en ellas. Qué enamorado, por ejemplo, no se ha sentido la sobra, no el preferido sino el disponible, y aun así, como evoca la narradora de Los enamoramientos, uno termina por convencerse “de nuestros azarosos enamoramientos, y son muchos los que creen ver la mano del destino en lo que no es más que una rifa de pueblo cuando ya agoniza el verano”.
Salvo con Berta Isla y Tomás Nevinson que llevan tatuado el nombre en la portada, con las novelas de Javier Marías me ocurre que no recuerdo el nombre de los personajes —me vienen a la mente sólo Eduardo Muriel y María Dolz—. No es casual. Marías, que solía reflexionar sobre su oficio, escribía en Los enamoramientos que lo interesante de las ficciones “son las posibilidades e ideas que nos inoculan y traen a través de sus casos imaginarios”. No sabría decir de qué tratan Corazón tan blanco, Mañana en la batalla piensa en mí o Tu rostro mañana ni podría nombrar a más de dos de sus personajes, pero después de leerlas me he vuelto cauteloso con las palabras, lo mismo con las que de mi boca salen como con las que a mis oídos llegan. En el fondo, estas tres novelas son un tratado sobre por qué se debería desconfiar de los dichos, pues “nadie puede prever sus consecuencias últimas” (Tu rostro mañana), “porque pese a ser las palabras tantas y tan baratas, tan insignificantes, pocos son los capaces de no hacerles caso” (Corazón tan blanco) y al final “el mundo depende de sus relatores” (Mañana en la batalla piensa en mí).
Además de abundar en digresiones, la literatura de Marías es cortés. No esconde sus influencias y sus libros se erigen sobre los de otros escritores (Shakespeare, Homero, Balzac), lo mismo contemporáneos que de antaño. Su uso de la cita es elegante y se confunde con su propia prosa. También es una literatura de ritornelo: pareciera que repite sus temas, pero como un sabueso sólo vuelve a ellos para acecharlos de otra manera y nunca los agota. Sumado a la verdad y la mentira, a la desconfianza y las palabras, al pasado y la culpa, otro de los grandes temas de Marías era la insignificancia humana, del individuo en particular: para el mundo todos somos prescindibles, reemplazables, “nada se para porque uno desaparezca” (Los enamoramientos). “Sabemos que se nos sustituye siempre”, escribía en Tu rostro mañana, “en todas las ocasiones y en todas las circunstancias y en cualquier desempeño, en el amor, la amistad, en el empleo y en la influencia, en la dominación, y en el odio que también acaba de cansarse de nosotros”. Y yo sólo me pregunto: ¿Quién suplirá a Javier Marías en la literatura en nuestra lengua, quién heredará su trono en el Reino de Redonda?