Brevísima e incompleta historia de la militarización y la ley 

Por Alonso Vázquez Moyers

Cuando estaba por terminar mi trabajo doctoral en Flacso, varios profesores me comentaron con cierto pesar, que mi tesis no explicaba casi nada, si es que algo. Mi intención nunca fue explicar, me defendía. Porque primero había que ver si entendíamos. Aclaro lo anterior porque en las líneas siguientes habrá algunas conjeturas y sí, ciertas explicaciones que entrelazan lo sociológico y lo jurídico para al final, hacernos preguntas. Solo eso. 

Nos ahogamos en el mar de respuestas que han tratado de darse sobre el fenómeno de la delincuencia y la violencia en México. Aún así, hay varios trabajos que valen la pena y, afortunadamente, no llevan a la misma dirección. El problema es que nuestros tomadores de decisiones, comenzando por los presidentes de la República de toda la “transición democrática”, permeados (y claro, constreñidos) por las necesidades de los Estados Unidos, por el discurso de la securitización y por los propios miembros del Ejército, nunca se han dado la tarea de entender qué pasa. No hay una sola violencia ni delincuencia, y, por lo tanto, no hay una manera de construir orden social deseable.

Cuando llegó a la presidencia López Obrador, parecía haberse abierto una pequeña ventana para cambiar de ideas y de formas. Para pasar de la lógica de los balazos a la pacificación. El eslogan, tan motivo de burlas, era acertado: abrazos no balazos suponía abrir una senda que sacara de nuestra mente, medios de comunicación y -especialmente- política pública de seguridad, al combate directo, enfrentamientos y ocupación militar. 

Nada de eso pasó. En cambio, y como consecuencia de la cercanía entre las dos fechas emblemáticas de contraposición entre las Fuerzas Armadas y la ciudadanía mexicana -me refiero, perdonando la obviedad, a Ayotzinapa y Tlatelolco-, las declaraciones y acciones del presidente de la República lo colocan inequívocamente del lado de los militares. 

Con contundencia, con pocos matices, abusando del desconocimiento de la historia de la que dice ser experto, ayer afirmó que, en la mayoría de los errores (sic) cometidos por las fuerzas armadas, había detrás órdenes de civiles. 

Es probable que el presidente o no tenga asesores o no los escuche. Pero alguien tendría que haberle recordado Tlatlaya, Tanhuato, Palmarito, los asesinatos a dos jóvenes del Tecnológico de Monterrey. Y de cada una, la alteración de la escena del crimen. O, yéndonos más lejos, el asesinato y violación de Ernestina Ascencio en la sierra de Zongolica. 

En principio, el presidente tendría razón. Es él el comandante de las Fuerzas Armadas. Y él, al menos públicamente, que ya es algo, jamás ha ordenado a los militares abatir a nadie, ni ha llamado cucarachas a los presuntos delincuentes. Su empeño en defender a los militares también pasa por él. Desde luego, hay más que eso. Identifico, en esta defensa sin cortapisas, dos elementos.

Primero, que va contra el discurso que todavía antes él mismo había elaborado en torno al actuar de las Fuerzas Armadas en el combate a la delincuencia organizada. Y segundo, que ya no estamos hablando nada más de tareas de seguridad. El poder militar ha alcanzado ámbitos que Calderón sólo pudo fantasear. Pero los porqués no son lógicos, ni provienen de la racionalidad instrumental. Vayamos por partes.

En los últimos días del turbulento 2006 encontramos el origen de muchas de las perturbaciones que nos aquejan hasta el día de hoy. Felipe Calderón había tomado posesión días atrás. Su discurso, rendido en el Auditorio Nacional -hecho que acentuaba el carácter anormal que se vivía- enfatizó la necesidad de combatir al crimen organizado. Reiteró la necesidad de emprender una lucha que “costaría vidas”. La reiteración sobre las muertes, casi necesarias (como en la guerra), no sería gratuita.

El 7 de diciembre siguiente, se lanzó el primer operativo conjunto en la entidad de nacimiento del presidente. Siguieron otros operativos, incrementó dramáticamente el número de homicidios y la historia que se ha contado de muchas maneras distintas en reportajes, libros y artículos; algunos buenos, la mayoría malos; muchos éxitos de ventas. Pero ese es otro tema.

Nunca estuvo clara la legalidad de los operativos militares que ordenó Calderón. Lo mismo servían para detener o abatir presuntos traficantes, desarmar policías municipales, detener vehículos sospechosos (sucedió que militares mataron a familias por no detenerse), por nombrar algunos. Dado que la base legal era endeble, el margen de discrecionalidad era muy amplio. Sin embargo, la retórica del cumplimiento a la ley, la amenaza al Estado y la necesidad de hacer algo para enfrentar al enemigo, redefinió los contornos del discurso jurídico. 

La base legal para ordenar los operativos militares provenía dos fuentes. La primera, una jurisprudencia de la Suprema Corte de la Justicia de la Nación del año 2000 que hacía una interpretación del artículo 129 constitucional. La segunda, la fracción VI del artículo 89 constitucional, que había sido reformado en 2004, conjuntamente al artículo 73, también de la Constitución. El énfasis de tal reforma era la seguridad interior. Es importante tener en cuenta desde ahorita esa reforma, porque muchos años después, sería la base para la defensa, impugnación e inconstitucionalidad de la Ley de Seguridad Interior. No me adelanto. 

Sedena

Es dudoso que una jurisprudencia de la Corte, con una integración específica (comentario malicioso: el proyecto lo elaboró Mariano Azuela Güitrón), respecto a hechos particulares, faculte a un presidente para ordenar operativos para que las fuerzas armadas realicen toda una serie de tareas. Nunca quedó claro si, por ejemplo, los operativos de captura (muchos de los cuales terminaban en balaceras y abatimientos), se hacían en cumplimiento a una orden de aprehensión. 

El PAN trató de impulsar desde 2009, una Ley de Seguridad Interior. El 23 de abril de ese año, Felipe Calderón presentó una iniciativa que proponía modificar diversos artículos de la Ley de Seguridad Nacional y establecer un procedimiento para declarar afectaciones a la seguridad interior. En comisiones del Senado, se hicieron cambios que dejaron insatisfechos a mandos militares, por lo que la ley se quedó en la cámara de diputados. 

Pero la ley o más propiamente el derecho, no se limita a los códigos sustantivos y procesales, es también una idea sobre el Estado y sus relaciones con los individuos. En otras palabras, tiene una dimensión discursiva (y por lo tanto simbólica), del que las leyes son parte. 

El uso de militares para combatir al narcotráfico (una definición problemática para las leyes) dista de ser una novedad en el país. Desde la década de los cuarenta por lo menos, se utilizaban a los militares para erradicar plantíos. De la lectura de la “Historia Narcótica” de Froylán Enciso, se advierte cómo la utilización de los militares, como en los tiempos calderonistas (y en algún sentido también durante el sexenio de Peña Nieto, pero de eso me ocuparé en otro texto), cumplía una función dentro del discurso legal, aunque no estuviera sujeta a controles jurídicos. Los militares servían para “hacer valer la ley”, ¿Qué significa eso?

El Estado mexicano post revolucionario, era un estado débil. Por un lado, por su incapacidad para generar recursos y, por otro lado, por su incapacidad para hacer valer la ley -ambas incapacidades, vale la pena acotar, subsisten-. La fuerza que se le atribuye al régimen revolucionario -comenta Fernando Escalante-, era la fuerza de la clase política, no del Estado.

Esto suponía que el cumplimiento de la ley estaba sujeto a controles débiles, a poca capacidad burocrática para procesar expedientes, policías mal equipados y mal pagados. Por un lado, el discurso de la ley servía para reprimir, encarcelar o desaparecer. Y, en la dimensión moral, para construir en la esfera pública, algunos males y sus soluciones lógicas. La criminalización del comercio de ciertos fármacos supuso que los hasta entonces comerciantes y usuarios, se convirtieran en traficantes y viciosos. Y abrió también, una oportunidad comercial, de la que se aprovecharon algunos comerciantes y políticos. Entonces, al cerrarse esa frontera de legalidad, se abrió un (otro) espacio de negociación entre autoridades y delincuentes, que nunca han estado nítidamente diferenciadas. 

La lógica de Calderón compartía la dimensión moral de la aplicación de la ley, necesaria para combatir a los “malos”, una categoría en donde caben muchos individuos y grupos sociales, según donde se ponga el acento. Pero, al mismo tiempo, quería marcar distancia de las prácticas del pasado, que, según él, habían hecho germinar a las organizaciones del narcotráfico que ahora, amenazaban la soberanía del país. Sin embargo, le faltaban tres cosas y le sobraba una. No contaba con una burocracia robusta, ni siquiera a nivel federal, que pudiera poner algún orden. No contaba con la legitimidad necesaria para impulsar reformas constitucionales para establecer estados de excepción (suspensiones de garantías); le sobraba (y le sobra) una idea fantasiosa sobre qué significa imponer la ley, y cómo se instrumenta. Ante la ausencia de mecanismos formales, optó por una solución de mano dura y por una corporación donde aparentemente no hay mediaciones entre la orden y su ejecución. Y, desde luego, le faltaba un marco legal. Pero su retórica, curiosamente legalista, ponía en un segundo plano a los procedimientos y a la certeza en aras de la emergencia.

En el sexenio de Peña Nieto, el combate a la delincuencia no tuvo la centralidad mediática del sexenio anterior, no hubo tanto énfasis en el narcotráfico y crimen organizado como amenaza, aunque permanecieron los operativos. Y, con los operativos, permanecieron también los abusos militares y ejecuciones. Destaca Tlatlaya, Palmarito y Tanhuato. 

Paralelamente, tomaron mayor fuerza las autodefensas. La historia política es fascinante, pero voy a prescindir de ella. Hay que indicar solamente que, además de la incorporación de algunos grupos de defensa a las fuerzas del Estado, desde la Secretaría de Gobernación se designó a Alfredo Castillo como comisionado de seguridad en Michoacán. Nuevamente, sin claridad sobre la base legal de la designación. 

A diferencia del sexenio anterior, el gobierno de Peña Nieto pudo impulsar una Ley de Seguridad Interior y aprobarla. En esencia, el concepto suponía una hibridación entre la seguridad nacional y la seguridad pública. La definición de la ley modificaba el significado (no estrictamente jurídico) del territorio nacional. Volveré a esto más adelante.

Según los defensores de la Ley de Segurdiad Interior, la seguridad del país no se militarizaba. Al contrario, implicaba su actuación en auxilio de las autoridades civiles y coordinación entre ellas. Los críticos de la ley, por su parte, consideraban que las facultades que se otorgaba a los militares excedían los límites trazados por los derechos humanos. Lo cierto es que se facultaba a autoridades militares para declarar amenazas a la seguridad interior, que es problemático como concepto.

Aunque la concepción del Estado como territorio soberano es cada vez más difusa producto de la globalización, sí se puede pensar que el ejercicio de la violencia estatal tiene sus límites en la ley (sea nacional o internacional); al mismo tiempo que es la que le faculta para trasgredir la frontera jurídica (que es legal y simbólica) de los individuos. Modificar las formas de ejercicio de esa violencia, a las autoridades competentes y las formas de ejercerla en contra de los sujetos, cambia la forma de concebir al Estado y al territorio nacional. 

Hay una diferencia no menor entre un territorio en estado de guerra y un territorio en tiempos de paz. Una de ellas, justamente, es la forma en que se ejerce la violencia en contra de los individuos. Cuando las fronteras entre la guerra y la paz, delincuente y enemigo, violencia letal y ejercicio legítimo de la violencia (que sólo muy excepcionalmente puede ser letal), colapsan, se altera también la forma de entender a un Estado. El carácter excepcional de las fuerzas armadas se modifica, y el pacto social se reelabora. Un territorio donde impera una forma de interacción entre autoridades y ciudadanos puede modificarse en los hechos y en el derecho, sólo excepcionalmente y por un tiempo definido. Todo se trastocaba con la Ley de Seguridad Interior. 

La Suprema Corte de Justicia de la Nación, resolvió la inconstitucionalidad de la ley. Sin profundizar demasiado en las implicaciones anteriores, consideró que el Congreso carecía de facultades para legislar en materia de seguridad interior. Pero los militares seguían en las calles. Y los abusos también.

Andrés Manuel López Obrador no tenía una relación particularmente buena con las fuerzas armadas. Siempre calificó como un error la “guerra contra el narcotráfico” y como masacres muchos operativos instrumentados por la Marina o el Ejército. Su llegada a la presidencia de la República hacía pensar en un inminente regreso a los cuarteles de los cuerpos castrenses y de la Marina. 

Pero ocupar un espacio por un largo tiempo también confiere poder. Poder territorial. Es decir, relaciones políticas, negociaciones con autoridades, con algunas formas de delincuencia, etc. AMLO -esto es una conjetura-, enemistado desde muchos años antes con diversas cúpulas del poder, sabía que no podía tensar más las relaciones con las fuerzas armadas. Así que se reunió con algunos mandos. 

De la reunión salió la propuesta de la Guardia Nacional (aunque ya estaba delineada en su plan de nación, publicada en un libro que salió antes de la campaña presidencial) que desde mi perspectiva lograba dos objetivos. Por un lado, atemperar el desgaste de los cuerpos militares, que, aunque con buena aceptación social general, ya tenían sobre de sí, muchas acusaciones sobre abusos, violaciones a los derechos humanos y ejecuciones. Un nuevo cuerpo militarizado, con un supuesto mando civil y otro nombre, lograría atemperar un poco esa presión. Aunado, claro, a la legitimidad política del nuevo presidente. 

Resultó extraño y decepcionante para muchos colectivos. El discurso sobre pacificación, pertinente, necesario, parecía quedar de lado por necesidades políticas. Nada extraño, tampoco. 

Sedena

La creación de la Guardia Nacional precisaba de una base legal y constitucional. En las primeras redacciones, se decía que mientras este cuerpo civil militarizado (aunque en el discurso se dijera lo opuesto) obtenía una estructura y recursos (humanos, económicos), las fuerzas armadas trabajarían en conjunto y en auxilio. Pero no se establecía una temporalidad, únicamente, “mientras dure la emergencia”. Calderón, vale la pena recordar, nunca estableció un límite temporal para el retiro de las fuerzas armadas. 

La discusión legislativa supuso varias propuestas de redacción, hasta que se añadió el artículo quinto transitorio, donde señalaba un límite de cinco años para que los militares regresaran a los cuarteles. La oposición celebró, lo mismo que los colectivos. Aunado a la Guardia Nacional, se aprobó una Ley Nacional sobre el uso de la Fuerza, a la que vale la pena dedicarle un comentario en otra entrega.

Luego, días después el presidente promulgó un decreto para instrumentar lo aprobado por unanimidad en el quinto transitorio. De un lado, se dijo que perpetuaba la militarización. En cambio, los sectores afines al gobierno declararon que se daba comienzo el fin de la militarización. 

En un principio hubo, a pesar de las continuidades, rupturas en el discurso, la representación del narcotráfico como un peligro y la violencia como solución. Aunque no fue una acción exclusiva del gobierno de López Obrador, porque en operativos similares hubo decisiones parecidas, la fallida primera captura de Ovidio Guzmán parecía sugerir que el gobierno no iba a desperdiciar balas ni sacrificar soldados, civiles ni aterrorizar a una ciudad (y no cualquiera, la capital de Sinaloa) entera por la cabeza de un presunto capo de la droga. Y todo, a pesar del costo político. Algunos analistas, prestos para magnificar cualquier error del gobierno, calificaron a la liberación del hijo del Chapo como la claudicación definitiva del Estado ante el crimen. 

Ya dejó de ser sorpresa la multiplicidad de tareas que por decisión o por presión, el presidente le encarga al Ejército. Lo mismo construyen y administran aeropuertos que distribuyen medicinas, participan en programas sociales a través de los Bancos del Bienestar que continúan, mediante la Guardia Nacional, la estrategia de seguridad. A estas alturas, ya ni siquiera parece probable que haya disminuido el uso de la fuerza letal. A pesar de ello, ahora son errores. Incluyendo los del pasado. 

En la elaboración de López Obrador, los militares siguen órdenes y las cumplen. Es una variante de la banalidad del mal. O, si queremos ser un poco más precisos en los términos jurídicos, una excluyente de responsabilidad por obediencia jerárquica. Pero en medio hay al menos dos cosas. 

Primero, es probable que el presidente desconozca el adiestramiento militar. Sigo en el terreno de la conjetura y hablan (o escriben) los últimos resquicios de simpatía que aún me genera López Obrador (más como figura política que como presidente), pero supongo que el presidente quedaría paralizado si leyera, en el magnífico libro de Daniela Rea y Pablo Ferri, La Tropa, como entrenan los soldados. No es sólo el uso de armas y conocimiento táctico, ni la presión estructural que ejercen sobre los soldados los superiores y demás compañeros de tropa. Es la deshumanización. Uno de los pasajes que más me impresionaron cuenta cómo los soldados son obligados a matar a una perra y a sus cachorros y comerlos.  

Segundo, es evidente para la mayoría que las autoridades militares tienen una cierta autonomía. No es una anormalidad: cualquier institución del Estado, cualquier organización burocrática, es operada por personas que tienen cierta capacidad de decidir, si trabajan, por ejemplo, o si pierden el tiempo en una pausa en el café o juegan solitario en la computadora. Lo mismo que si le dan atención a un trámite o preferencia a otro. 

En el Ejército pasa lo mismo, aunque la idea de obediencia es suprimir lo más posible la autonomía. Más o menos obvio porque es difícil que alguien decida sin más intercambiar balazos en vez de correr a refugiarse. 

Pero en los militares, como en cualquier burocracia hay jerarquías y mandos. Y, habiendo acumulado tanto poder, también cuentan con “fichas” que mover en el tablero. Estoy seguro de que muchas de las concesiones al Ejército no han sido gratuitas ni producto de la voluntad del presidente. Además, independientemente de lo que diga, varias acciones dan cuenta no sólo de esa autonomía, sino de su insubordinación. 

Cuando la periodista Nayeli Roldán evidenció la existencia de espionaje militar sin facultades legales (otra vez en ese terreno), el presidente lo negó hasta que tuvo que responder: es inteligencia, minimizó. 

Por otra parte, el partido en el gobierno ha asumido bastante bien cierto discurso de mano dura. Ya no son necesariamente la delincuencia organizada como la pensaba Calderón; es decir, ya no es el narcotráfico en sus distintos estereotipos; o no nada más. A la condena de la Corte Interamericana de Derechos Humanos le siguió una infausta declaración: es un despropósito, sentenció el entonces secretario de gobernación. 

Salvo por las empresas factureras, los ladrones de combustible, la clase política parasitaria del pasado (la que no está con ellos, desde luego, que cada vez es menos) y algunos otros, no está muy claro qué entiende este gobierno por delincuencia como para pensar en herramientas penales y uso letal de la fuerza. 

Nos quedan preguntas, explicaciones muy buenas para “echarle fuego a la hoguera” y una violencia multiplicada a la que sólo han atinado a tratar de apagar de la misma manera. Para AMLO, el problema desde el inicio era la falta de estrategia. Si fuera futbol, el problema era el planteamiento táctico, que a su decir no había. El problema es que pensó (respetado la metáfora) que llegaba a jugar un partido de futbol y que bastaba ordenar un poco. Sin entender que las causas, lógicas e inercias son muchas más de las que el propio Ejército quiere entender. A ellos, al final, les convienen las inercias, el poder y la influencia porque negocian, aumentan su presencia, capacidad de negociación y presupuesto. La violencia es otro bien qué administrar, un instrumento de regateo y presión. 

Y, en todo caso, se trata de un director técnico que ha tenido que ceder a la presión de otros jugadores que estaban antes, que saben movilizar al equipo, generar simpatías y vender cara su lealtad. No les interesa tenderle la cama al técnico, sino seguir simulando unos y otros que mandan y obedecen. Al final, luego de las derrotas constantes, el técnico sale a dar la cara por el equipo, que dejó todo en la cancha. Lástima que no es futbol, que los goles que presumía Calderón eran vidas, y quién sabe de quién. Y seguimos sin saber pero son niños en Zacatecas, en Lagos de Moreno, mujeres en las fronteras de la ciudad de México, jóvenes en Colima. Tenemos a 7 de las 10 ciudades con más homicidios en el mundo, un estado de Chiapas consumido y el presidente adereza las defensas al Ejército con las críticas al periodismo y su agenda desestabilizadora. Tal vez no tuvo oportunidad de elegir aliados, pero eligió mal de todas maneras. 

Sedena
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