"Franz Kafka" de Sergio Morchon [email protected] (via Flickr gracias a una licencia Creative Commons BY-NC-ND 2.0)

PlayingKafka II

Por Ronaldo González Valdés

Después de la publicación del primer PlayingKafka en la Revista Presente, he avanzado poco a poco en un fragmentario que pronto aparecerá publicado como un breve opúsculo. Seguramente eso ocurrirá en los primeros meses del próximo año. Será un pequeño texto kafkiano, pero no por lo que ahí quede enunciado (que antes que “kafkiano” será referido, por momentos, a lo que creo es lo kafkiano sin comillas). No estará mal que se publique un año después del centésimo aniversario de la muerte de Kafka, pues no hay algo más antikafkiano que ese sucumbir a la fascinación del número redondo. Una fascinación que responde a una de las convenciones humanas mayores: la cronología.

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«En lo recóndito, todo es ley», escribió Rilke en su sexta carta a un joven poeta. Hasta donde entiendo, lo que quiso decir es que en la soledad todo es acaecer y uno mismo se vuelve acaecer. Kafka hubiera dicho algo distinto: lo recóndito es inefable. Y, como lo supo Josef K., la ley es inefable.

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Nietzsche se quejaba a fines del siglo XIX: «Hasta hoy, todo cuanto ha dado color a la vida carece de historia». Pareciera que ahora, con el estallido de tantos giros historiográficos, tendríamos que decolorarla un poquito. Kafka, lector de Nietzsche en su juventud, hizo otra cosa. Hizo algo que define lo kafkiano. Al decolorar no la historia sino las convenciones del mundo, hizo brotar la desnudez del sinsentido, del absurdo. Hizo en la literatura lo que, contrariamente a la inquietud nietzscheana, hoy tendría que hacer la escritura histórica si no quiere implosionar como resultado de su propia y colorida saturación historiográfica.

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Kafka evitaba el exceso de tropos en su escritura. La suya era, en cierto sentido, una literatura que evitaba la literatura, esa literatura. De similar manera, los relativismos y terminologías historiográficas detonadas por la hiperespecialización de las ciencias sociales desde la segunda mitad del siglo XX tendrían que volver a la experiencia de la historia. Mirar, como la literatura kafkiana, la desnudez del mundo. Una historia que, por un momento, se olvide de la(s) historiografía(s).

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Un absurdo en el «orden» impuesto al individuo, un absurdo en el plegarse del individuo a ese orden, y un absurdo en la trama plagada de cosas fallidas de la burocracia (el funcionamiento del Castillo tiene múltiples fallas). No es lo férreamente burocrático lo que define lo kafkiano.

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Creo que Kafka lo tenía claro: de algún modo, la mayoría somos moralistas en el sentido ordinario de la palabra. Se nos complica más hablar de lo que existe que de lo que debería existir. Por eso, somos más dados a hablar del amor idealizado que de la amistad, difícil e incómoda, que tenemos a nuestro lado. Nuestra contigüidad concreta es compleja, nuestra aspiración abstracta es simple. Se nos complica hablar de lo absurdo que es lo concreto, lo inmediato, lo que damos por obvio…

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Hace poco, en un grupo de lectura, comentamos «La condena». La opinión mayoritaria se orientó a la moraleja del respeto y la obediencia a los padres. No imaginó Kafka que, penetrando el misterio de la alienación, desataría una suerte de ficción de la ficción. Una doble alienación: la alienación del personaje y la alienación del lector que cree haber topado con lo “kafkiano”.

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Hablar de lo kafkiano tendría que suponer algo que va mucho más allá del estereotipo de la burocracia y la opresión sin más. Tendría que ver con los espacios y con la densidad del poder. No con una dialéctica de la servidumbre si no con un ejercicio del poder que fulmina como un rayo y con una obediencia casi mecánica, por cristalizada en su absurda alienación. Aunque se refiere a algunos pasajes de El castillo, Roberto Calasso en su K. abre esta rendija de interpretación de la incomprensible obediencia de Georg Bendemann en “La condena”: “En las relaciones de poder, la tensión no es proporcional a la dimensión de los elementos en juego. Una habitación puede equivaler a un continente. Pero en la habitación las relaciones de poder se manifiestan con carácter más lineal, porque son mínimos los elementos que pueden distraerlos”. En el breve espacio de una habitación, las pequeñas alienaciones personales sucumben fácilmente a las grandes alienaciones sedimentadas a lo largo del tiempo. La de Bendemann es la muerte por mandato del padre, es decir, la muerte debida a una gran alienación.

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Cuando el arte imita a la vida, fracasa. Lo contrario, en cambio, siendo una figuración, es arte en sí mismo. La vida no imita a nada, salvo que la piense el artista. Y entonces se encontrará, en la frontera creativa, con el absurdo alumbrado por las narraciones kafkianas. Esa no es ya imitación de la vida, es la vida despojada de afeites en la literatura.

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Ahora mismo me está pasando con un autor que leo. Y sí, me ocurre frecuentemente con autores que me interesan. Es más, me pasa conmigo mismo, incluso cuando reviso mi diario: creemos conocer a la persona por lo escrito, pero lo vivido, lo realmente experimentado, será siempre un misterio. Lo saben los biógrafos de Kafka. Y no hay más. Ahí hay que dejarlo. Ese misterio son los demás y somos nosotros mismos que, en consecuencia, somos también los demás, incapacitados para el Re-Enactment, incapacitados para revivir la experiencia interior.

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M. de Gornay, creador del término (1745), no advirtió la intangibilidad de la burocracia. Para él, el poder de los funcionarios provocaba «una enfermedad». Tampoco la idea de la racionalidad burocrática en Weber tuvo esos alcances. Los tuvo en Kafka: antes que una trama de prácticas, reglas e instituciones, la burocracia es una disposición autoalienante y alienante sin más. Una ha habitado al Klamm y otra al K. de El castillo.

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El Samsa de La metamorfosis se vuelve insecto al despertar, el simio de “Informe para una academia” se convierte en humano al beber un trago de aguardiente. Una conversión nace del sueño, la otra, de la vigilia desbordada de una borrachera en altamar. Una precipita la exclusión y otra, la fama.

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Algunos de los animales de Kafka, dice Ricardo Piglia en Los diarios de Emilio Renzi, son intelectuales. Aunque hay que decir que, en definitiva, todos son simplemente tropos analógicos de la alienación: chacales alienados en su aculturación, topos en la imposible seguridad de su guarida, ratas en el embeleso de su deficiente arte, insectos a los que se les revela su verdadera alienación humana cuando son ya otra cosa. Con la salvedad, acaso, del mono que en el proceso de su conversión descubre su propia afición a lo humano, es decir, se vuelve intelectual y dicta conferencias acerca, precisamente, de su conversión misma.

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Supongamos que, ciertamente, el mundo era sólido y compacto, pero se fragmentó. Esos fragmentos, sin embargo, siguen siendo sólidos, y ya vueltos pedacería son, ahora, afilados. Todo lo sólido no se desvanece en el aire. Lo sólido nos surca y rasga desde el propio acto de la respiración. De eso va también lo kafkiano.

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Decía Jaspers que hay ideologías, o meras creencias políticas, que propician un «sentimiento de vida incrementado». Una suerte de alienación. No el incremento de una vida realmente vivida, sino una ilusión de «incremento» de la vida y su sentido. En sus momentos más productivos, Kafka lo sintió, pero no en la ideología ni en la política, sino en la minúscula alienación. Por eso pudo reflexionarlo y hacerlo visible para sí mismo. Ese sentimiento navega en las emociones de la masa sometida, y sólo en la soledad se vuelve creación en la escritura.

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Cuando escribía este fragmentario, imaginaba un diálogo:

-¿Estás trabajando?

-Sí, en mi libreta de apuntes.

-Pero estás en twitter.

-Es mi libreta de apuntes.

-Aun en estos días, Kafka hubiera preferido sus libretas.

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Toda lectura del texto (su «recepción»), es una expropiación deseada por el autor. Su obra deja de pertenecerle. Hay sorpresas, gratificaciones y hasta chascos, pero, en literatura, como en otras artes, es el (la) mismo(a) creador(a) quien sabe de su impotencia hermenéutica. Kafka leía los comentarios a sus libros. ¿Eran para él una extensión del “tribunal invisible” al que invocó en su diario de diciembre de 1910? Como apunta en su K. Roberto Calasso: “El ‘tribunal invisible’ se extiende sobre todas las cosas”. Kafka era consciente de eso cuando escribió en aquel cuaderno: “¡Oh, si tú vinieras, tribunal invisible!”. Un tribunal que anidaba, en principio, en sí mismo.

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Kafka sabía (por su experiencia con los jasídistas del sur y los judíos europeos asimilados) que el problema con los extremos identitarios es que no buscan el conocimiento, sino el reconocimiento.

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Antes que realizarse, Kafka estaba en permanente desrealización. Tesis de la indestructibilidad en Bloom:

-¿Te sientes realizado en la vida?

-Sí, pero toda realización me deja insatisfecho. Ahora me estoy desrealizando. Y no es sencillo: duele.

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Fotografía de Franz Kafka de niño (Wikimedia Commons)

En medio de la Gran Guerra y de las posturas más radicales del sionismo, Kafka incitaba a Felice Bauer a apoyar en el Hogar para migrantes judíos orientales en Berlín: «Lo principal son las personas, solamente ellas». (Carta del 11 de septiembre de 1916). El hambre, el frío, la desposesión básica producida por la alienación enorme de la guerra se sustraía a toda alienación: era el sufrimiento humano en bruto, seco, sin más.

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El lector integral tendría que ser como el verdadero pan integral: recoger el grano entero, así sea el de una sola planta. Después está la crítica que refina la harina y casi siempre la mezcla con otras. El primer cultivo es el del autor. Barthes era un gran refinador de harinas y Kafka un gran espigador de granos puros.

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Leo en twitter la pregunta: “¿Te imaginas a Joyce o a Kafka en un club de lectura?”. Me resulta difícil imaginarlos en esa situación. Kafka asistió muy joven a tertulias (siempre permaneció callado) y a sesiones de lectura en voz alta (él mismo leyó, algunas veces emocionado, sus propios textos). Rolaba sus avances con unos cuantos amigos de su círculo cercano.

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El 10 de noviembre de 1915, en una carta, F. Werfel, después de leer La metamorfosis, escribía a Kafka: «…es usted tan puro, nuevo, independiente y logrado, que en realidad habría que tratarle como si ya estuviera muerto y fuera inmortal. Algo así no se siente ante un vivo.»

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Supongo que, casi en todos los casos, hay un período en que uno tiene que escribir (algo así como un imperativo que nos supera, una enfermedad de duración variable). Después de eso se trata de chamba, de asuntos escolares o «académicos» (o sea, como se diría ahora en la academia escolar, suma de puntaje), de mera inercia o intento de darle vuelo al ego. A menos que uno sea como Kafka: de esos espíritus que se enferman y desenferman periódicamente. Y desenfermarse no era, ni mucho menos, sentirse en plenitud de salud. No hay muchos escritores de esos.

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Muy temprano, veo la final de ping pong entre dos jóvenes chinas en los Juegos Olímpicos. Esa pelota golpeada diestramente por las paletas es todo lo contrario de aquellas rebotonas que perturbaban a Blumfeld, el solterón del relato de Kafka.

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Para hacer vivible la vida uno debe de entender que a la resignación le debe seguir la re-signación. Una re-signación en lo privado, sin poses ni rituales de expiación. Kafka lo supo y lo padeció congruentemente, es decir, sin pretensiones catárticas ni salvadoras.

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Es cierto, vivir atrincherado es no vivir. En su biografía de Kafka, dice Reiner Stach: «A quien vive en las trincheras el mundo le parece un sistema de trincheras, que sin duda puede observar con absoluta atención, pero ya no puede realmente vivir en él». La vida como metáfora de la Gran Guerra, esa misma en la que Kafka, contra lo que se cree, intentó infructuosamente enlistarse en más de una ocasión.

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Kafka anticipó la exacerbación del absurdo, pero fue un mal profeta de sí mismo. En un cuaderno de invierno de 1916 o inicios de 1917, en el peor momento de la Gran Guerra, anotó: «Nadie leerá lo que estoy escribiendo».

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Kafka tenía importantes influencias literarias, él mismo las confesaba (como su deuda con Dickens en «El fogonero»); pero la originalidad de su obra reside en la capacidad de observación que desarrolló desde niño. Una observación sin voyeurismo, diríase ingenua o, mejor, cruda. A alguna literatura contemporánea, es cierto, le está faltando eso.

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Domingo 2 de junio de 2024. Como la gente mayor del relato «Un maestro de pueblo» de Kafka, tengo opiniones íntimas y antiguas. Con eso he topado al pensar mi voto muy temprano esta mañana.

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«La Historia Universal es espantosa vista de cerca», escribió Zweig. Acaso nos defendemos, en palabras de Kafka, creyendo percibir, en algún momento, cierto aire napoleónico en nuestra «historia universal privada». Es un poco una caricatura y otro poco una íntima resistencia.

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Habría que explorar la posible relación de la idea de la banalidad del mal, ese apego estricto a la norma y a la autoridad —tan humano y tan inhumano a la vez— en Hannah Arendt, con la alienación en el absurdo, esa que narró Kafka en su obra. Oscuros y terroríficos ambos en su burocrática y convencional normalidad.

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Claves kafkianas. Primero, la frugalidad del programa de reforma de la vida que le permitió acotar el absurdo del mundo. Enseguida, el “otro proceso” con Felice Bauer, que Kafka puso, dice Canetti, “al servicio de su escritura”. Y al final, la tuberculosis, el cero absoluto en el que encuentra “nuevas reservas”, en la interpretación de Reiner Stach.

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“Lo anormal no es lo peor. Normal es, por ejemplo, la guerra mundial”, eso replicaba Kafka a su padre en una cena de fines de año (carta a su hermana Ottla, 30 de diciembre de 1917). Lo absurdo no era su comportamiento. Lo absurdo era el orden del mundo que normalizaba la guerra como algo dado, diríase inevitable, necesario y, lo peor, hasta deseable y “naturalizado” en la alienada navegación emocional no sólo de los políticos sino de buena parte de la población.

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La Nada que se opone al Ser. ¿Es así en el nihilismo? El nihilista de Dostoievski responde al extravío del sentido, a la vida en el subsuelo. En Kafka es distinto, el sinsentido está en la cotidianidad, a ras de tierra: ahí reside no la Nada sino el absurdo, que es, sin duda, una modalidad recurrente del Ser.

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Nuestras minúsculas alienaciones no forman una Gran Alienación Social. En mi lectura de Kafka, sospecho que, por el contrario, esas alienaciones privadas pueden convertirse acaso en las mejores resistencias ante las alienaciones de la política, la burocracia, el consumo…

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Kafka cultivaba sus personales alienaciones. Gracias a eso podía sobrellevar las presiones paterna y familiar, del trabajo burocrático, del amor, de la política sionista, de la tradición jasidista, del mundillo editorial y las de la propia percepción social de la enfermedad. Todas ellas coercitivas, convencionales, desde luego, y no pocas veces absurdas. Alienaciones colectivas.

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Entre las alienaciones “seleccionadas” de Franz Kafka estuvo muy pronto la de la “reforma vital” o “reforma de la vida”. No la doctrina sino la selección de algunas de sus prescripciones programáticas como la frugalidad en el comer y el ejercicio hasta el punto de un cierto autocastigo (la gimnasia con un frío insufrible en su habitación), el dejarse ir con el sentimiento amoroso y acelerar con él al motor creativo.


Ronaldo González Valdés. Culiacán, Sinaloa (1960). Sociólogo, historiador y ensayista. Sus últimos dos libros publicados son George Steiner: entrar en sentido (Prensas de la Universidad de Zaragoza, España, 2021) y Culiacán, culiacanes, culiacanazos (Ediciones del Lirio, México, 2023). Recientemente, la Universidad Pedagógica Nacional publicó su libro Tiempo y perspectiva: El Guacho Félix, misionero secular.


«Franz Kafka» de Sergio Morchon [email protected] (via Flickr gracias a una licencia Creative Commons BY-NC-ND 2.0)

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