Para Paul Ricœur, reconstruir la totalidad de una vida es imposible; es aceptar la incompletitud, lo inabarcable. ¿Cómo podemos dar cuenta de todo aquello que compone el devenir humano? ¿Es posible aprehender una vida y, no nada más eso, sino también darle un sentido, un propósito? François Dosse lo deja claro: “Escribir la vida sigue siendo una esfera inaccesible”. Desde el presente solo podemos percibir apenas algunas de las tantas cuestiones que determinan a un ser humano, su actuar y su pensar. Incluso, ¿somos nosotros conscientes de todo aquello que nos determina? Extrapolar esta pregunta al pasado, y a otros seres humanos, da cuenta de la complejidad a la que se enfrentan los biógrafos.
La biografía es tan vieja como la historia. La necesidad de contar las vidas de personas, como un ejemplo de lo que se debe -o no se debe- hacer es consustancial al ser humano, o así parece serlo. Por siglos, la historiografía y la biografía siguieron caminos distintos, hasta encontrarse en el siglo XX, tanto que hoy es un subgénero muy socorrido por los historiadores profesionales. A lo largo de su desarrollo, la biografía ha transformado su relación con la verdad y el tiempo, para así ofrecer relatos en los que la vida misma deja de ser el centro de atención, y tratar de apreciar, comprender y explicar un momento histórico.

La vida es inabarcable, su complejidad y su amplitud son inaprehensibles para el biógrafo. Por esta razón es que se pueden realizar decenas de biografías sobre el mismo personaje y todas serán distintas o aportarán luces nuevas sobre algún aspecto. Al enfrentarse a la amplitud de la vida, se puede caer en el riesgo de la “totalización del otro”, como lo menciona Dosse. Creer que una vida puede ser totalizada bajo un mismo sentido, ya sea porque aquello que incide al sujeto, interior o exteriormente, deja poco espacio a la libertad individual, genera que se caiga en simplismos y proposiciones burdas. Esto sucede, especialmente, cuando el biógrafo se enfrenta a personajes sobre los que surge el ansia de posicionarse moral o ideológicamente. Así, Robert Service ve el camino de Iósif Stalin, desde su niñez hasta su edad madura, como el de un inevitable asesino.
Ahora, eso no significa que no se deban encontrar aquellos elementos que dan cohesión y significado a una vida. La unidad en la dirección de la vida del biografiado es una construcción del biógrafo, una ilusión que ayuda a la inteligibilidad de un sujeto y, en última instancia, a la narración. En palabras de Dosse: “Es cierto que esta voluntad de dar sentido, de reflexionar sobre la heterogeneidad y lo contingente de una vida para hacer de ella una unidad significante y coherente, tiene mucho de engaño y de ilusiones”. Aun así, la ilusión es necesaria, pues nos enfrentamos ante el peligro del vértigo frente a lo que compone una vida, y frente a un caos de significados y motivaciones amorfas. Explicar una vida implica, necesariamente, la búsqueda de un sentido en la misma. Pero el sentido debe ser construido y no tomado a priori. Es el mismo sujeto biografiado quien debe brindar las claves de lectura de su propia vida, ya sea a través de su obra o sus acciones, y en un diálogo constante con su entorno y el estado intelectual de su época.
Habiendo sido desterrada durante décadas por la historiografía profesional, los estudios biográficos siguen siendo los preferidos por la gran mayoría de la población. ¿Por qué es eso? Creo que esto tiene que ver con una de las mayores virtudes de la biografía frente a otros subgéneros históricos: es ella quien más se acerca a la experiencia real del devenir del tiempo. La biografía, en su sobreentendida elección de una narración cronológica, brinda al lector una lectura que le permite dimensionar el paso de los años sobre la experiencia de vida de un ser humano. La capacidad de generar empatía por el personaje del que se lee las vuelve atractivas.
Una vez que el historiador decide no ignorar el papel social de la historia, ningún género historiográfico le puede estar vedado. Especialmente cuando la biografía tiene tantos adeptos entre el público general, los estudios históricos profesionales tendrían que lanzarse al ruedo y teorizar y ampliar las investigaciones biográficas. Es una responsabilidad del más alto interés. El desdén del ejercicio biográfico ha ocasionado que este género, caído en el descrédito, sea atendido desde la ficción narrativa. Y, ojo aquí, también creo en la relevancia de la literatura para la construcción de la memoria histórica (recuerdo aquí a Ronaldo González diciéndome que Juan Rulfo había aportado tanto al entendimiento de la Revolución y posrevolución México como cualquier gran obra de la historiografía del tema. Sin embargo, la biografía, al ser ejercida por sujetos ajenos a la profesión histórica, puede convertirse en literatura deformante, antes que esclarecedora de procesos históricos ya de por sí complejos.

Los ingleses y los franceses se convirtieron, desde hace ya bastante tiempo, en los puntales de las biografías sucintas, profesionales y, además, notablemente bien escritas. En ellas, las líneas entre la historia de vida y la historia mundial son indiferenciables; están umbilicalmente unidas. El ser humano es uno con su tiempo, por más que su tiempo le mande al ostracismo. Además, la escritura sobre personajes ya biografiados infinidad de veces no ha restado la capacidad de contar nuevas historias. Pienso, recientemente, en Andrew Roberts sobre Napoleón y Churchill, Ian Kershaw sobre Hitler, Richard J. Evans sobre el historiador Eric Hobsbawm, Julian Jackson con Charles de Gaulle, Andrew Permain sobre Gramsci, Andrea Wulf sobre Humboldt. Todos, para nada sorprendente, son historiadores británicos.
Los estadounidenses, con sus particularidades, son grandes lectores de biografías. Rescato dos aspectos clave en su contexto: la preponderancia de los periodistas en la escritura de obras biográficas, y el papel relevante que juega el Premio Pulitzer de Biografía. Por mencionar algunos ejemplos recientes: Benjamin Moser sobre Susan Sontag, la monumental obra de Beverly Gage sobre J. Edgar Hoover, la famosísima obra de Kai Bird y Martin J. Sherwin sobre Robert J. Oppenheimer (llevada magistralmente al cine por Christopher Nolan), Brenda Maddox sobre científica Rosalind Franklin o Les Payne sobre Malcom X, todos ganadores del Pulitzer.
En México siempre hemos consumido biografías. Desde hace algunos años, además, los historiadores profesionales han adoptado el género para producir obras monumentales a las que, sin duda alguna, se sumarán muchas más en los próximos años. Se me vienen a la mente los trabajos recientes de Ricardo Pérez Montfort sobre Lázaro Cárdenas, el recientemente fallecido Eric Van Young con su monumental biografía de Lucas Alamán, Aurelia Valero Pie con la biografía intelectual de José Gaos en México, Felipe Ávila sobre Álvaro Obregón, y muchas más.
En casi todas las entradas en que he colaborado con Revista Presente he insistido en mi defensa del papel pedagógico de la historia. Esto no en el sentido decimonónico del término, con la función de formar patriotas y nacionalistas, sino más bien en el entendimiento de las deudas históricas que este país ha contraído en su devenir histórico. Creo que la biografía aún está por explotarse más en nuestro país; apostemos por biografiar a nuevos personajes, así como humanizar a aquellos que están en el altar de los intocables. La vida es inabarcable en un texto, pero su sentido puede ser condensado en unas cuantas páginas.

Ricardo Arredondo Yucupicio. Los Mochis, Sinaloa (1997). Historiador y aficionado a las biografías.