La urgencia del Presente

Por Revista Presente

El acto de conversar públicamente ha sido, desde siempre, un pilar fundamental de nuestras sociedades. Se dice fácil, pero su mayor hazaña fue dar origen a la modernidad occidental. En ¿Qué es la Ilustración?, Kant, según Foucault, destaca no tanto por lo que escribió, sino por el hecho mismo de haberlo hecho públicamente. Al intentar responder aquella pregunta frente a los ojos de todos, aspiraba a que lo leyeran, lo discutieran, lo criticaran. Ese gesto de exposición y deliberación pública entre individuos privados es, quizá, según el filósofo francés, la acción más emblemáticamente moderna que pueda concebirse.

Por ello, la manera en que se elaboran los argumentos públicos cobra una importancia crucial. Los límites de la esfera pública se trazan mediante la persuasión, la construcción de ideas que transformen tanto el mundo material como el imaginario colectivo. Tal vez Marx entendió esto con claridad —o, quizá, fue simplemente un intelectual fiel a la modernidad— al dedicar su vida a cuestionar, desde el espacio público, las bases filosóficas, económicas y políticas del liberalismo; a manifestar públicamente su opinión. Su reflexión ante los ojos de todos dotó de nombre y sentido a un agravio que flotaba en el aire de su tiempo: el fantasma que recorrió Europa, y que desde entonces atraviesa otras geografías, es la materialización del anhelo por una vida digna para los oprimidos.

Con el tiempo, esta conversación pública se ha democratizado y, con ello, ha cambiado radicalmente. Quienes en antaño maldecían un comentario público desde la comodidad del sillón o la mesa de una cafetería, sin que tuviera eco más allá de ese entorno,  ahora lo hacen desde sus dispositivos móviles, ante una audiencia potencialmente infinita. Incluso, si lo desean, pueden hacerlo de forma anónima. Este acceso generalizado a la opinión pública tiene un enorme valor, ya que la esfera pública se sustenta en el discurso, y la incorporación de voces diversas puede contribuir, en mayor o menor medida, a mejorar la realidad. Sin embargo, esta ampliación del debate ha traído consigo la exaltación del insulto, la ignorancia y la calumnia. El argumento importa cada vez menos; el honor se desprecia, y la verdad es rechazada precisamente porque incomoda. La mentira, como advirtió Arendt, reina gracias a su utilidad: aunque sea ilegítima, siempre encuentra formas de justificarse.

En este contexto, la conversación pública, especialmente en México ha perdido seriedad y sofisticación, y con ello, su capacidad transformadora. Lo que debía ser un espacio plural se ha convertido en una caja de resonancia digital que amplifica a unos pocos mientras excluye a muchos más.

La urgencia de nuestro tiempo radica en crear contenidos que trasciendan al ruido, que ofrezcan perspectivas renovadas sobre la política, las artes, las letras, la filosofía y más. Se trata de construir un espacio de discusión que parta de la “arrogancia” de creer que la forma de argumentar importa, de reivindicar la libertad como esencial y de rechazar el dogmatismo, especialmente en su expresión más burda, que sólo sirve para perpetuar la opresión.

Eso ofrecemos.

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