Estoy casi segura que Sofía tenía ocho años cuando Ana, su mamá, la obligó a asistir todos los viernes en la noche a su escuela primaria. Aunque las clases terminaban a las doce treinta del día, su mamá se había hecho amiga de María, la conserje, y en aquellas épocas, cuando se construía una escuela en zonas conflictivas, le asignaban un espacio a una persona para que viviera dentro del colegio y así poder vigilar de manera constante. Por eso, cuando María tenía compromisos personales o sociales, tenía que atenderlos en su casa; dentro del plantel.
María era una persona querida por muchos, pero en especial por las profesoras. Ella se encargaba de preparar los alimentos que degustaba el profesorado los viernes de junta de consejo técnico. Y, de hecho, se cuenta que al quedarle la comida tan sabrosa, la misma directora, Angélica, le dio el permiso directo de vender en la cooperativa del recreo. Eso fue así por muchas generaciones escolares.
Angélica pensaba que María, al vivir dentro de la escuela —y tener el respeto de alumnos, padres de familia y profesores— mantendría la paz y el cuidado de la escuela, pero no. La realidad era muy distinta. Sofía era muy pequeña para entender y saber preguntar el porqué de la presencia de tantos coches en lo que, durante el día, era el patio de deportes. Sin embargo, conforme pasó el tiempo, entendió lo que Ana siempre decía sobre María: “Es una abusada. No estoy muy segura de que la directora sepa que María ocupa la escuela como pensión para coches. No importa que viva aquí, está ocupando las instalaciones de una escuela pública. Ella sabe que está mal, por eso les abre por la calle de atrás”.
Así es, María utilizaba el patio en donde se celebraban los honores a la bandera, los festivales del día de la madre, la entrega de diplomas o los juegos de fucho, como pensión para autos. Y si eso no era suficiente, celebraba todos los viernes —de siete a nueve de la noche— células cristianas.

Una célula cristiana es un pequeño grupo de personas que se reúnen de manera constante para hablar de Cristo: se lee un fragmento de la biblia, se discute al respecto, se cantan algunos versos religiosos y, finalmente, se hace una pequeña convivencia. Sofía, por ser una niña, era siempre “invitada” a leer más de un texto de la biblia. “Los niños siempre son bienvenidos en las células. Venga Sofía lee tú”, decía Elías, el hijo mayor de María.
Elías seguramente andaba cerca de los quince años. Era casi una obviedad, para cualquier adulto que prestara un poco de atención, que Sofía no armaba mayor alboroto al ir a las —muy— incómodas reuniones religiosas porque Elías le parecía extremadamente guapo (y porque la comida que ofrecía María estaba realmente espectacular). Seguro que él sabía que ella lo miraba de manera nerviosa porque cuando la lectura terminaba, y todos estaban conviviendo, Elías se salía a jugar basquetbol sin camisa al patio de la clase de Educación Física.
La escuela de Sofía además de ser una primaria, también la habían convertido en mega estacionamiento, salón de eventos para la “junta de consejo técnico”, extensión de iglesia cristiana, salón de juegos para adolescentes precoces y quien sabe Dios para que otra cosa utilizaban el espacio. En una de esas, era cierto que antes era un panteón o un circo diabólico. Y que en realidad el propósito de las células cristianas era ahuyentar al payaso asesino del baño de los niños y a la bailarina loca del baño de las niñas. ¡Sabrá Dios!
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Para Ana, que Sofía la acompañara a las células los viernes sin falta, era una satisfacción muy grande. Siempre se había dirigido a Sofía diciendo que “todo con valores” o nada. Argumentaba que ante cualquier situación, había que poner a Dios primero y sólo así se podría tener una vida digna y una familia feliz.
Ana no era cristiana, era católica. No obstante, había encontrado calidez en el espacio que María le compartía para hablar de Cristo. Extrañamente, María le recordaba mucho a su madre, Alberta. Ambas eran sonrientes, dicharacheras y muy devotas.
Alberta le había enseñado a Ana, y a sus cinco hermanos, a leer la biblia desde pequeños. Además, los llevaba todas las tardes a la misa de las siete de la noche a la iglesia del barrio. “Mi mamá siempre decía que para leer las santas escrituras no había ni horario ni lugar. ‘Aquí mismo —en el baño— está Dios para escucharte. Y es más, donde haya muchos hablando de él, la oración será más poderosa’”, le platicaba Ana a Sofía.

La abuela de Sofía invertía buena parte de su vida en servir a la iglesia que estaba muy cerca de la casa donde su mamá había crecido. Alberta era tan estricta en mantener un orden religioso en el hogar que, todas las tardes de los días viernes, Ana y sus hermanos escuchaban a su madre impartir el catecismo a los niños de las colonias vecinas.
Nunca se supo si la obsesión de Alberta por el estudio religioso era por gusto o para huir de los golpes que su marido Pánfilo le daba con el pretexto de hacerla mejor ama de casa. A Ana le tocaba esconderse en el ropero para no escuchar los gritos. Y, por esa razón, Ana insistía tanto en que Sofía mantuviera una vida cercana a Dios; para que él le brindara la sabiduría de “no encontrar en la vida a alguien como Pánfilo” —eso mismo le había aconsejado la mamá de Ana a ella y a todos sus hermanos—.
Ana se había esforzado muchísimo en vivir dentro de una familia tradicional y lo logró. Era tan tradicional que el papá de Sofía, Alejandro, casi no estaba en la casa porque salía a trabajar todo el día en la empresa de electrodomésticos en donde se desempeñaba como supervisor del área de logística. Ya llevaba más de diez años trabajando para ellos, y por eso siempre decía que estaba cansado físicamente —aunque Ana aseguraba que estaba cansado desde que lo conoció—.
Así que Sofía ya sabía que, para los fines de semana, el cansancio de Alejandro era tan crónico, que no había poder humano (ni celestial) que lo sacara de la cama para ir al parque o al cine. La situación era tal, que los espacios que su mamá o su papá se inventaban para convivir con Sofía, tenían que ser muy agradecidos por la menor: “Dijo tu papá que podía pasar por nosotras después de la célula, si quieres después vamos por un agua a “La Michoacana” que está en la esquina”, prometía Ana.
A manera de chiste local, Sofía llamaba a los “viernes de rezar y pecar”. A sus papás les hacía mucha gracia, pero ella, más que referirse al helado, pensaba en Elías sin playera jugando con la pelota. Así eran todos los viernes del mes, pues ir a las células ya se había hecho una rutina. Pero, luego de algunas semanas, sólo dejaron de mencionarse en la familia de Sofía, Ana y Alejandro.
Se sabe que María siguió organizando los encuentros religiosos, pero Ana dejó de insistir en asistir. Sofía estaba aliviada con la decisión, pero le causaba intriga conocer el motivo del nerviosismo de su mamá al cuestionarle (todos los viernes) si ahora sí irían a la célula. Incluso, Sofía pensó que dejaron de ir a las reuniones porque habían notado su prematuro deseo sexual, pero no era así.
La verdadera razón se sabría algunos años más tarde; luego de que Sofía, ya estando a la mitad de la secundaria, encontrara en el teléfono de su mamá un intenso intercambio de mensajes sexuales. Alonso, un cristiano persignado que asistía a las células en casa de María, y Ana venían sosteniendo una relación adúltera que empezó en alguno de los primeros “viernes de rezar y pecar”.

Fernanda Carbajal es comunicóloga de formación, periodista de momentos e integrante del Consejo Nacional de la Quesadilla con Queso