PlayingKafka

Por Ronaldo González Valdés

A Jean Turpy que no tiene una rata Josefina, pero sí una gata cantora Josefita.

A propósito del centenario de su muerte, han corrido ríos de tinta sobre Kafka (lo cual en estos tiempos es una metáfora de la metáfora: nunca, que yo sepa, se ha visto un río de tinta, y menos ahora que uno siente —si es que en verdad lo ha sentido— no el pavor de la página en blanco, sino el pavor de la pantalla en blanco). Yo sólo llegué, por lo pronto, a este fragmentario con el cual lanzo al ruedo dos o tres ideas sobre la interpretación infinita del escritor y su escritura, algunas citas curiosas de su diario y su correspondencia y algunas noticias recientes sobre su incorporación a la cultura convencional de nuestro tiempo. En tal sentido, únicamente espero que estos fragmentos sean lo contrario del teatro de sombras en que se ha escenificado alguna hermenéutica kafkiana desde hace tiempo.

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“Pero, ¿por qué está usted ahí sentado?” “¿Adónde voy a ir?”, responde Kafka en la escena imaginada y escrita en su diario el 30 de junio de 1914. ¿Adónde iba a ir Kafka, sentado afuera de la tienda cerrada de su padre, cuando se sabía tan sujeto al incomprensible mundo? ¿Adónde iba a ir cuando había escrito ya “La condena” y “El fogonero”, con sus personajes obedeciendo al impulso, no por convencional menos irracional, del mundo que, como decía un autor que lo había impresionado vivamente un poco antes, “no tiene corazón y sería locura guardarle rencor por eso” (ese autor era Friedrich Nietzsche).

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A propósito del lanzamiento del viedojuego PlayingKafka, en mayo pasado, estoy tentado a pensar que no pocas cosas del centenario de la muerte del escritor checo están cruzando ya la frontera hacia lo mainstream, pero en dicho nivel, por cuestiones generacionales, soy incapaz de juzgar. Por lo pronto, espero que no sea este el remache del estereotipo de lo kafkiano (laberintos burocráticos desafiantes que, uy, hay que superar diestramente).

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El «otro proceso» de Kafka, es para Canetti el que corre por debajo de la creación (¿el “entusiasmo” griego que es estar poseído por un daimon encarnado en mujer?), inspirado por ese detonador que fue la relación con Felice Bauer. Muy distinto es el «otro proceso» en Kundera: aquel al que sometieron al autor los críticos en su pesquisa por la culpabilidad de Josef K., el personaje de la novela El proceso.

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Según Reiner Stach, contra lo que ordinariamente se cree (y contra lo que él mismo anotaba en sus diarios y su correspondencia), para Kafka, el empleo era algo más que un obstáculo para la escritura. En sus escritos y trajines laborales, encontró también un surtidor de experiencias para la literatura. En sus alegatos hechos para el Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo del Reino de Bohemia, señalaba las circunstancias de las transas empresariales: aparentemente desinteresado por la culpa, la inducía en el ánimo de los patrones. Sí, tal y como lo sigue haciendo su literatura con sus lectores hasta el día de hoy.

(Reiner Stach, Kafka. Los primeros años. Los años de las decisiones (I), Acantilado, Barcelona, p. 1087).

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-Estamos en Praga, ¿quieres que te llevemos algo?

-No, gracias. No leo checo ni alemán.

Ellos de regreso…

(Fotografía de suvenires adquiridos en la Casa Kafka de Praga y obsequiados al autor de este fragmentario).

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Empecinados en hallar un sistema en Kafka. A diferencia de la ciencia, es en la identificación con el estereotipo donde los sistemas ganan las batallas en literatura.

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Qué bien que, en parte, lo que impulsa al poeta, al artista, al pensamiento desinteresado de alguna ciencia y al interesado de alguna política, sea un exacerbado sentido de trascendencia. El caso extremo es el del Enoch Soames de Max Beerbohm y su obsesión fáustica por conocer lo que el futuro deparaba a su obra literaria. Lo tuvo el tímido y taciturno Amiel al dejar a buen recaudo su monumental Diario. Y sí, muy probablemente lo tuvo Kafka al encomendar a Max Brod —el amigo menos propenso a hacerlo— la destrucción de sus manuscritos. Bendito sentido de trascendencia.

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Lo hacía como broma, pero en realidad Kafka compartía con Felice Bauer los asombros que este tipo de anuncios («Exposición de Productos y Anuncios Comerciales», abril de 1913) le provocaban.

(Reiner Stach, Kafka. Op. Cit., 2016, p. 1079).

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Sigue intrigándome el final de “Ante la ley”, la parábola kafkiana. Inscrita en el relato de El proceso, creo, adquiere un sentido más claro: Josef K. escucha la parábola en la iglesia. Poco después aceptará ser ejecutado como castigo por una acusación que nunca comprendió. Cuando Kafka escribe en algún cuaderno que, a diferencia del personaje de El desaparecido, Josef K. es culpable, se refiere acaso (¡hay tantas lecturas de Kafka!) al pecado de la alienación. La entrega a algo que no se entiende. George Steiner dice eso de Abraham en su cuento “Un fragmento de conversación”, cuando se le ordena matar a su hijo. Y lo traslada en sus ensayos al pueblo judío (el Pueblo del Libro, de la Palabra). Marx invertirá esa lectura en la visión de una emancipación que parte del reconocimiento de esa conciencia. Un reconocimiento que, ciertamente, no le es dable imaginar a Kafka.

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El interpretado dice: “Interprete quien quiera, interprete como quiera. Aunque no estaría mal que me leyeran y ya.” El interpretado es el artista del hambre de Kafka, ese que sólo quería que apreciaran su terco languidecer.

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Siendo joven de izquierdas, leí, en ese orden, La metamorfosis y El proceso. Más que el asombro que provocó la conversión de Samsa en García Márquez, me pasmó la entrega de Josef K. a un mecanismo impersonal. Eso es, pensaba yo con las palabras recién aprendidas, la alienación. No cualquier alienación, sospechaba desde entonces: ¿a qué llamaremos “alienación” en Kafka? ¿Se puede hablar de alienación en los dos K.? ¿Se puede hablar de alienación en el K. literato de Roberto Calasso y el K. literario de Franz Kafka?

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Ahora que conozco más de la vida de Kafka, me tienta la idea de la «reforma vital» que tanto le atrajo en su juventud. Pero ya mis huesos se relajaron, todas mis austeridades son forzadas, diríase obligatorias. Y entonces no tiene chiste el asunto, no hay reformismo en lo obligado. Too late for me.

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Hay un asteroide (el 3412), descubierto en enero de 1983, al que Donald James Rudy y Randolph L. Kirk nombraron «Kafka». Recorre una órbita excéntrica al sol, como ahora nosotros recorremos la órbita de otro ser del mismo apellido, éste sublunar, que murió en 1924.

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¿Pervivirá la ofimática? Sí. ¿Pervivirán las oficinas? la respuesta es más complicada. Quizá las oficinas terminarán (están terminando ya) en nuestras casas y la ofimática aplique ahí, en la que dejará de ser la crisálida hogareña. La burocracia, como el poder, no tiene lugar. Lo supieron Rosemann en América, K. en El castillo y Josef K. en su Proceso.

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Felice (Bauer) bailaba tangos…

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Y Kafka creía que el tango venía de México. Entonces seguía escribiendo la novela (finalmente inconclusa) El desaparecido (que Max Brod bautizó como América). Había estudiado mucho sobre la América estadounidense, no sobre la que baja del Río Bravo. No llegó a ese otro misterio.

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Septiembre de 1915. Kafka en su diario: Rossmann (personaje de El desaparecido) es inocente, mientras que Josef K. (protagonista de El proceso) es culpable. Uno es desterrado por su familia, escala una cumbre y cae estrepitosamente. Otro es un funcionario bancario convencional y rutinario. Los dos viven la caída, pero ¿a uno le ocurre y otro la comete? En caso de ser así, ¿por qué Josef K. habría cometido su caída? No por la incomprensible causa que se le siguió, sino por su literal entrega a ella. ¿Hay ahí una clave?

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¿Crítica anticipada al deconstruccionismo? ¿Qué diría George Steiner? Después de varios años, vuelvo a toparme con la referencia a la carta a Max Brod de noviembre de 1917. Kafka, cuidadoso de la utilización de la obra de Freud, y creador de personajes, reales o ficticios (como ocurrió con su propio padre en su célebre Carta…, dirían Deleuze y Guattari en su Kafka: por una literatura menor), fue más allá de los arquetipos del psicoanálisis: “Al principio las obras psicoanalíticas te matan el hambre en forma asombrosa, pero inmediatamente después te vuelves a encontrar con el hambre de siempre”.

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El problema no es el sinsentido de la vida. Una revisión rápida de cualesquiera de nuestras convenciones cotidianas lo descubre. Quizá sea ese inexplorado sinsentido el que nos permite vivir con eso que llamamos cordura. El sinsentido sería lo contrario de la locura: la normalidad. De ahí la “reforma de la vida” en Kafka. Con la frugalidad, la gimnasia y un cierto olvido de sí, preparar al cuerpo para vivir la normalidad, es decir, el sinsentido. Desde su limbo viajero, Gracchus el cazador dice al alcalde: “Yo no pienso. Sólo sé que estoy aquí y nada más. No puedo hacer otra cosa. Mi barca carece de timón, viaja con el viento que sopla en las regiones inferiores de la muerte”.

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“He llegado a la frontera definitiva ante la cual quizá tenga que volver a estar sentado durante años, para luego volver a comenzar una historia nueva, que volverá a quedar inacaba. Este es el destino que me persigue” (Franz Kafka, Diario, 30 de noviembre de 1914).

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¿Qué nos sigue atrayendo a la lectura de La metamorfosis de Kafka? Algo muy distinto de lo que atrajo a sus primeros lectores, todavía no conscientes de las vidas superfluas, de la conversión de la vida humana en algo desechable. Nosotros, en cambio, nos sabemos escarabajos en potencia.

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Un joven lector-autor de esos años, publicó, de hecho, un texto (lo hizo en 1916, un año después de la publicación de La metamorfosis), llamado «La reconversión de Gregor Samsa», en el cual el personaje literalmente retorna a su encarnadura original. No podía soportar, ese lector-autor, tal vulnerabilidad de la vida humana.

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George Steiner llama al tiempo que va del fin de las guerras napoleónicas hasta la Primera Guerra Mundial —con todo e hipocresía moral burguesa, colonialismo y mortalidad infantil— el «mito del siglo XIX», el «imaginado jardín de la cultura liberal». Un mito al que todavía se le movía la cola en tiempos del joven Kafka, quien fue, por lo mismo, un pesimista certero en sus anticipaciones. A diferencia de Dostoievski, no se trataba para él de sucumbir al nihilismo, sino al absurdo orden del mundo.

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Hay que decirlo con más claridad. El mundo está ordenado, pero es absurdo. De ahí el pesimismo de Dostoievsky y Kafka. Sólo que el primero temía al nihilismo como reacción a ese absurdo, mientras que el segundo penetraba, más bien, en el absurdo mismo.

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En buena medida, la vida diaria es una secuencia de pequeñas alienaciones amontonadas, refractarias a una ordenada, única y gran alienación. Esas alienaciones son el sistema inmunitario de la personalidad. Kafka yendo a nadar mientras da inicio la Primera Guerra Mundial (Diario, 2 de agosto de 1914). Kafka pensando, acaso, en un cierto elogio de las pequeñas alienaciones.

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-¿Qué biografía me recomiendas para entender a Kafka?

-Ninguna. En principio, léelo y ya.

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22 de abril de 2024. Se cumplen 300 años del nacimiento de Kant. Y el 3 de junio, 100 de la muerte de Kafka. Aún con la idea de la autonomía moral, la ley tiene que ser referencia de la conducta individual en Kant. La literatura de Kafka asumirá a la ley como determinación (y acaso alienación en el individuo).

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Una carta cuenta (contaba) pasajes de vida, apreciaciones, y era ella misma una experiencia productora de pasajes, de sentido. Escribir: «Como te dije en mi carta anterior…» no era afirmar un hecho, más que el de haber compartido una experiencia: es decir, se compartía otro hecho producido por la carta misma. Kafka escribía cartas. Uno sólo puede aspirar a ser cartero, como dice George Steiner que dijo Pushkin a propósito de sus traductores.

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¿Por qué Felice Bauer?, se pregunta Reiner Stach. Porque Kafka hizo de ese epistolario con ella un laboratorio de su literatura. Puso —dice Canetti en El otro proceso— esas cartas «al servicio de su escritura».

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«Señorita: Ante el caso muy probable de que no pudiera usted acordarse de mí en lo más mínimo, me presento de nuevo: me llamo Franz Kafka….». Carta a Felice Bauer, 20 de septiembre de 2012.

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Más allá de la formación de quien lee —cosa que está fuera del alcance del escritor—, el primer control (si no el único) de la recepción lectora es el texto mismo. Después de eso, todo es incontrolable para el autor o la autora. Lukacs y Adorno, Canetti y Deleuze y Guattari, Harold Bloom, Borges y George Steiner, leen a sus respectivos kafkas.

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Kafka escribió en 1909 un manual para la prevención de accidentes en máquinas de cepillado de madera, ilustrado con imágenes de manos cortadas: «Una obra maestra de la propaganda», escribe Reiner Stach en su meticulosa biografía.

(Reiner Stach, Op. Cit., p. 708).

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Los de la infancia son hallazgos, los de la edad adulta son producciones. Producir desde el hallazgo, esa tendría que ser la tensión de la escritura: “Deseo decirles, señores (tanto si les interesa oírlo como si no), por qué no he podido nunca convertirme en insecto. Les declaro solemnemente que a menudo he deseado convertirme en insecto, pero nunca pude lograr mi deseo». Esto escribió Dostoievski en Memorias del subsuelo.

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Kafka leía a Dostoievski (que, según el Steiner de Tolstói o Dostoievski, inspiró la idea de la conversión en La Metamorfosis): le interesaba la reforma de la vida antes que la de la sociedad, la autocontención antes que la contención genérica de Dostoievski, y sí, aunque en otro sentido, del propio Tolstói.

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Kafka se graduó de jurista. Paradójicamente, esa experiencia (y la de su labor en el Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo) le descubrió la ley como un a priori: el «salto al vacío», la aceptación de (y hasta la alienación en) lo inexplicado.

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“…no siento necesidad alguna de oír gramófonos, ya el hecho de que se encuentren en el mundo me produce una sensación de amenaza». Carta de Kafka a Felice Bauer, 27 de noviembre de 1912.

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«Si p. ej. —no es más que un simple ejemplo— me duele el estómago, ya no es mi estómago, sino algo que no se diferencia sustancialmente de un individuo extraño que se divierte dándome una paliza». Carta a Max Brod del 12 de marzo de 1910.

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22 de diciembre de 2023. Ayer me pidieron que opinara sobre los tres libros que hay que leer el 2024. Difícil, pero sin duda, por su centenario luctuoso, habrá que leer a Kafka. Acaso El proceso, obra en la que golpean los vientos emanados de las grietas del absurdo que nos es impuesto… y que somos.

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Somos libres de leer la obra de Kafka haciéndole preguntas. Todo dios y toda diosa de la crítica lo ha hecho. Se vale leerlo buscando entender qué es eso que se llama «kafkiano». Pero también puede leerse a Kafka sin más, sabiendo que no somos receptores inertes de la obra. Y ya.

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Hasta en la interpretación religiosa de Kafka hay una herejía. Porque hereje es el pensamiento que pone en duda La Palabra, el que sospecha algo más, el que interpreta infinitamente, el que no se conforma con la estabilización de un sentido. Hay herejía en la interpretación sin fin. Es anticanónico. O mejor (o peor): anticanonizador.

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Hoy llamaron a Kafka a recoger su café en la barra. No llegó a experiencia, mero protocolo. Y de esos protocolos se alimenta alguna literatura.

(Fotografía en un café de Culiacán, Sinaloa, 1 de julio de 2024).


Ronaldo González Valdés. Culiacán, Sinaloa (1960). Sociólogo, historiador y ensayista. Sus últimos dos libros publicados son George Steiner: entrar en sentido (Prensas de la Universidad de Zaragoza, España, 2021) y Culiacán, culiacanes, culiacanazos (Ediciones del Lirio, México, 2023). La Universidad Pedagógica Nacional publicará próximamente su libro Tiempo y perspectiva: El Guacho Félix, misionero secular.

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