“Y me hice débil con los débiles, para ganar a los débiles. Me hice todo para todos, para ganar por lo menos a algunos, a cualquier precio” (1 Cor 9, 22)
Este versículo de la primera carta a los Corintios condensa no sólo, creo yo, el espíritu general del pontificado de Francisco, sino también el que fue durante siglos el modus operandi de la Compañía de Jesús a nivel global. Dos fueron los principios generales que guiaron el accionar de los jesuitas desde la fundación de la orden por san Ignacio de Loyola en 1540: el discernimiento y la acomodación.

Ya en sus Ejercicios Espirituales, Ignacio ofrecía una serie de reglas a todos los cristianos —podríamos decir de una manera “democratizante” a sacerdotes, religiosos y laicos por igual— para reconocer, entender y aceptar la voluntad de Dios y actuar en consecuencia en lo cotidiano. Por otra parte, los jesuitas en su misiones a lo largo de las “cuatro partes del Mundo” se amoldaron a las costumbres, tradiciones, vestimentas y lenguas de los pueblos a quienes buscaron evangelizar. Desde la China confuciana, hasta las selvas americanas, los jesuitas fueron reconocidos por su capacidad de hábil lectura y adaptación a las realidades locales. Podemos, entonces, afirmar que el primer papa jesuita de la historia pudo definitivamente interpretar, tanto dentro como fuera de la Iglesia, las necesidades y “los signos de los tiempos” (Mt. 16:3) y responder activamente, tomando términos de los Ejercicios Espirituales, al llamado de la bandera del compromiso político, social, ecuménico, ecológico, pero, por sobre humano.
El que había sido Arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, debió adaptarse no sólo a los desafíos que el ministerio petrino le ofrecía, sino también a las realidades urgentes de la Iglesia y el Mundo moderno. Por otra parte, muchos balances de estos últimos días gustaron señalar las diferencias, cambios y transformaciones de las posturas políticas entre Jorge y Francisco: su rol más conservador frente a la diócesis porteña contrastó fuertemente con el que buscó ser un papado reformista y abiertamente a favor de diversas minorías y luchas sociales. De la misma manera, en Argentina muchos analistas ubicados a lo largo del arco político coincidieron en destacar la formación o el origen peronista de muchos de sus discursos y praxis —olvidando, por otra parte, la relación directa entre la Doctrina Social de la Iglesia y el peronismo—: Argentina había dado a la Iglesia Católica el primer papa compañero.
Hay que recordar la etimología de este apelativo popular peronista: compañero es, ante todo, aquel con el que se parte y comparte el pan. Frente a un mundo acechado por extremas desigualdades económicas, la amenaza de una Tercera Guerra Mundial “en partes” y el nuevo ascenso de las extremas derechas el jesuita Bergoglio quizás leyó y se acomodó a los signos de los tiempos de la manera más simple posible. Durante estos doce años nos ofreció un Papado que sorprendió a creyentes y no creyentes por igual no debido a sus posturas doctrinales o teológicas, sino por la manera que presentó la necesidad de una “Iglesia pobre para los pobres”, de una Iglesia cercana cuyos pastores —incluido y sobretodo aquel que estaba en la cúspide jerárquica de la institución— partieran y compartieran el pan junto con el Pueblo. Es decir, de una Iglesia compañera de Jesús.

Nicolás Perrone es doctor en Historia (Universidad de Buenos Aires). Especialista en la historia de la Compañía de Jesús en América. Actualmente su línea de investigación está centrada en el regreso y restauración de la orden en Buenos Aires durante el segundo gobierno de Juan Manuel de Rosas.