El templo azul celeste

Por Hugo Garciamarín

Eduardo Galeano escribió que la ciudad “desaparece” los días en que hay futbol. Es entonces cuando el pueblo le da la espalda a los muros, las calles y las reglas que lo contienen, y, como diría Elías Canetti, se vuelca sobre sí mismo durante noventa minutos o más. El lugar en donde se realiza esta introspección colectiva es el estadio, el templo, “en donde se puede ver en carne y hueso a los ángeles, batiéndose en duelo contra los demonios en turno”.

En la colonia Nochebuena, en la Alcaldía Benito Juárez, de la Ciudad de México, hay un templo al que se le conoce coloquialmente como Estadio Azul. Es un edificio viejo, descuidado por sus dueños, que apenas y cumple con las normas de protección civil, y tiene un reloj que no marca más allá del minuto cuarenta y cinco, así como una pantalla nueva, improvisada el torneo anterior, para ver las repeticiones y las alineaciones de los equipos. Pese a ello, es un gran lugar para disfrutar del futbol, pues preserva la esencia de aquellos tiempos en donde los estadios se hacían para la gente y no para las televisoras y patrocinadores.

Modesto C. Rolland fue el ingeniero civil encargado de la construcción del entonces llamado Estadio Olímpico de la Ciudad de los Deportes y de la Plaza de Toros. Fue un ferviente partidario de Venustiano Carranza, crítico de Emiliano Zapata y detractor de Francisco Villa, que promovió el desarrollo urbano y la modernización del país. Inició la construcción de ambos recintos con el apoyo del empresario Neguib Simón, bajo un ideal urbano que caracterizó a varios optimistas del México postrevolucionario, que nunca se realizó cabalmente y que sólo se manifestó en algunos proyectos como la mencionada Ciudad de los Deportes y la Unidad Independencia: la utopía de una capital ordenada a partir de ofertas culturales y deportivas, que se aglutinaran bajo la seguridad social.

Por falta de recursos económicos y de interés político, el proyecto no se amplió a la cancha de tenis, a la alberca, a la pista de atletismo, al frontón y a otros espacios deportivos, como estaba pensado en un inicio, y finalmente se quedó nada más en el Estadio Azul y la Plaza de Toros, recintos que después contemplaron como la ciudad creció y pobló sus alrededores. Así, el futbol y los toros se convirtieron en el centro de una colonia en donde en tiempos remotos sólo se erigía la Compañía la Ladrillera de la Nochebuena que provocó un gran socavón que después se convirtió en el Parque Hundido.

Vista aérea del Estadio Azul. Foto Juan Manuel Villaseñor. Vía Flickr.

Hoy día, cuando hay partidos, las calles cerca del inmueble se llenan de puestos ambulantes de comida e indumentaria deportiva. La entrada al graderío es relativamente sencilla, pues inmediatamente después de pasar dos filtros de seguridad, la afición puede encontrar sus asientos o comprar una cerveza. El recinto está construido hacia abajo, hundido, así que desde cualquier lugar se ve bien todo lo que ocurre en la cancha. Pero, sobre todo, desde cualquier parte se puede ver, escuchar y sentir al otro: a diferencia de otros estadios, la división entre los pudientes y los que apenas y alcanzan una entrada en general es mínima, y desde que quitaron las mallas —salvo por el lugar en donde se ubica la porra del equipo local— la visibilidad del campo y el encuentro de la comunidad son todavía mejores. 

Por años, ese encuentro comunitario era más bien una penitencia para los seguidores del Cruz Azul, equipo que más se ha identificado con el inmueble. Para sus aficionados, acudir al templo cada quince días era una muestra de fe en todo el sentido cristiano: iban a sufrir, a sentir tensión y frustración, y hasta llorar, todo con la esperanza de que en algún momento el uno y el todo se encontraran para alcanzar la felicidad. Alguna vez, un jugador mercenario, de esos que abundan hoy día, que sólo tiene devoción por el dinero, abandonó al club a mitad de la temporada regular asegurando que la felicidad del pueblo celeste no estaba en el campeonato. ¿Qué puede saber él si sólo valora los billetes y desconoce lo que es olvidar todos los problemas y abrazar eufóricamente a un desconocido con el que sólo une la alegría que provocan los representantes de un pueblo detrás de la pelota?

Créditos: Cruz Azul, a través de X.

El Estadio Ciudad de los Deportes se convirtió para el cruzazulino en un lugar al que se iba con la convicción de que en algún momento el sufrimiento compartido se transformaría en felicidad pública; sin filtros, sin vergüenza, momentánea y a la vez eterna, como es la verdadera felicidad. La realidad política de la institución era terrible, el espectáculo en la mayoría de los casos era poco digerible y los futbolistas, aquellos guerreros que debían luchar por el pueblo celeste, no tenían convicciones. Sin embargo, la afición seguía asistiendo religiosamente al templo. Como en toda iglesia, había días más llenos de fieles que otros, pero en los momentos importantes, siempre estuvieron ahí, creyendo que tarde o temprano la alegría llegaría a los túneles y pasillos del inmueble de la Nochebuena.

Lamentablemente, por un momento pareció que esto nunca sería así, pues, por diferencias con los dueños del inmueble, el equipo abandonó su templo sin ganar la liga ahí. El club se mudó al Estadio Azteca, lugar que también fue su antigua casa, en donde finalmente se coronó campeón, se deshizo de la mala suerte y renovó sus esperanzas. Pero, pese a ello, en ese templo prestado nunca se sintió igual el encuentro de los peregrinos celestes, aquellos nómadas que se conocieron en un escenario diferente, de fácil acceso, de herencia postrevolucionaria, cuyas paredes transmitían el dolor, pero también la mística de que la fe y el trabajo todo lo vencen

Cruz Azul regresó hace una temporada a su templo y desde entonces toda la nostalgia, la tristeza y la frustración acumulada en las gradas del estadio se convirtió en arrojo, fuerza, alegría y unidad. En gran medida, desde luego, esto se debe al gran paso del equipo y al espléndido trabajo del director técnico, Martín Anselmi, y del director deportivo, Iván Alonso, quienes le regresaron el futbol y la identidad a un club que los perdió por décadas. Pero la euforia colectiva también es producto de que ese estadio viejo, sin mucho mantenimiento, es de un pueblo, y no de la familia Cosío: es de los niños y niñas que crecieron sufriendo en él, de los adultos que envejecieron llevando a sus familias ahí, de los compañeros que ya se fueron y de aquellos que enfrentan la vida con una playera azul debajo de la ropa cotidiana con el convencimiento de que para vencer hay que saber sufrir y de que al equipo —la familia, los valores y los ideales— nunca se abandonan. 

En una época en donde los grandes estadios tienen nombres de patrocinadores y priorizan el acceso al internet, el consumo de bebidas y alimentos, así como la perfecta visibilidad para la transmisión de las televisoras, el Estadio Azul es un refugio atemporal, es un lugar en donde el encuentro de la gente, más que el de los equipos, es lo más importante. Cada dos semanas una comunidad azul celeste se congrega, abraza su historia y sueña con tiempos mejores, pues los problemas del día a día se desvanecen con el primer silbatazo. Al fin y al cabo, la felicidad también está en reconocer la alegría del otro como propia, en gritar gol al unísono, en sentir que juntos y juntas pueden con todo: con la Federación, con los árbitros y hasta contra ellos mismos.

El Estadio Azul es el templo de los que saben sufrir en comunidad y que la felicidad también se persigue en colectivo. En la colonia Nochebuena, en la Alcaldía Benito Juárez, en la Ciudad de México, se encuentra un estadio en el que cada quince días la ciudad desaparece, y por poco más de noventa minutos, un pueblo se contempla a sí mismo vestido de color azul celeste. 



Hugo Garciamarín (@Hgarciamarin) es Doctor en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM y Director de la Revista Presente

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