En amplias regiones de México, el crimen organizado regula la vida económica, social y política. Impone tributos informales mediante el cobro de derecho de piso, cuotas y extorsiones; dicta las normas de convivencia y actúa como mediador entre los diversos niveles y actores de la actividad económica. Su influencia se extiende a los procesos electorales: impone o veta candidaturas, financia campañas, manipula la movilización del voto y recurre a la violencia política. Con total impunidad, asesina y desaparece personas, al tiempo que recluta a los jóvenes —aprovechando su precariedad o coaccionándolos mediante engaños y amenazas—. Además, sostiene negocios con agentes económicos formales, autoridades estatales y miembros de la clase política
Todo esto ha llevado a varios analistas a sugerir que México es un Estado fallido, un narcoestado o que el Estado mexicano no controla varias regiones de su territorio, ya que el crimen organizado gobierna efectivamente esas áreas. La premisa de estos análisis es que el Estado mexicano es —o debería ser— un bloque monolítico y sólido, y por tanto si otros actores le disputan el poder en varias partes de su territorio, entonces el Estado en su totalidad falló, al “perder” su “batalla” contra el crimen organizado. De manera consciente o inconsciente, estos análisis toman como modelo una simplificación del ideario de Max Weber que postula que un Estado funcional es aquel que ejerce el monopolio de la violencia legítima y el control efectivo sobre su territorio y su población. Por supuesto, Weber tiene mucho que enseñarnos sobre el Estado, aunque no es el único referente posible.
Sin embargo, lecturas simplificadas o erradas de Weber dieron pie al surgimiento de la desafortunada categoría Estado fallido, muy presente en el debate público mexicano. El término se popularizó en los años noventa, especialmente tras el derrocamiento del régimen Siad Barre y la guerra civil en Somalia, el cual trajo enormes consecuencias negativas en términos humanitarios y políticos para ese país y para sus vecinos africanos. Desde entonces, diversos estudios académicos, reportes de instituciones internacionales y notas de prensa le han colocado a Somalia la etiqueta de Estado fallido. Así, esta categoría se pensó, desde Occidente, específicamente para África.

Poco después, a mediados de los años noventa, académicos y centros pensamiento de Estados Unidos y Europa tomaron el modelo somalí y adoptaron la categoría de Estado fallido para analizar a distintos países de América Latina, Asia y, sobre todo, África. A partir de este paradigma, académicos reconocidos como Robert Rotberg, en su influyente trabajo State Failure and State Weakness in a Time of Terror (2003), establecieron una tipología rígida, distinguiendo entre Estados fuertes, débiles, fallidos y colapsados, basándose en sus capacidades para proveer bienes públicos, controlar poblaciones y territorios, y ejercer el monopolio de la violencia. Estas tipologías permearon el discurso público y la toma de decisiones políticas en buena parte del mundo, y México no ha sido la excepción.
Hay, sin embargo, aproximaciones teóricas, históricas y sociológicas que son más fructíferas para pensar los problemas del Estado mexicano, las cuales se alejan del modelo weberiano y de la dicotomía Estado funcional/Estado fallido. Varias de estas perspectivas provienen del contexto africano. Una de las más influyentes es la del sociólogo Jean-François Bayart, quien en L’État en Afrique: La Politique du Ventre (1989) sostiene que el Estado africano no debe entenderse como una entidad estática ni monolítica, sino como una formación dinámica, en constante transformación y profundamente porosa. El Estado se construye colectiva y continuamente a través de intrincadas redes sociales y políticas caracterizadas por la “asimilación mutua” de diversas élites regionales. Esta asimilación mutua garantiza, a un tiempo, la subsistencia del Estado nacional, el dominio local de esas élites y la integración de los países africanos en la economía mundial. Las élites de distintas regiones necesitan al Estado para conservar y ejercer su poder en sus respectivas áreas de influencia y para acceder a los mercados internacionales, mientras que el Estado necesita el apoyo de esas élites para preservar su legitimidad y garantizar la unidad nacional.
En este sistema, los intermediarios y la corrupción desempeñan un papel crucial en el sostenimiento de la hegemonía de las élites, en la incorporación de individuos de distintos estratos sociales a las redes de influencia de las élites, en la sobrevivencia del Estado nacional y en la integración de África a los mercados globales. Bayart sostiene que este arreglo da lugar a una gestión patrimonial del Estado por parte de las élites, lo cual ayuda a explicar la alta desigualdad de África. Las élites aprovechan las instituciones públicas para avanzar los objetivos de sus respectivos grupos y acumular riqueza, al tiempo que amplían sus redes clientelares para garantizar cierto grado de estabilidad e incorporar a más individuos a sus espacios de poder e influencia.
La conceptualización del Estado en África como un entramado de redes de élites que se asimilan mutuamente, propuesta por Bayart, es tan influyente y esclarecedora porque confronta las caricaturas y prejuicios sobre la corrupción, los Estados fallidos y la desigualdad en ese continente. En lugar de caer en simplificaciones, Bayart explica las dinámicas complejas de un sistema de economía política que, simultáneamente, permite a las élites conservar sus privilegios y su dominio, deja cierto margen para la movilidad social por medio del aprovechamiento de dichas redes (o al menos, asegura algunos mecanismos de rendición de cuentas de los subalternos frente a las élites), integra a África en los circuitos económicos globales y perpetúa Estados porosos, difusos y flexibles.

Sería un despropósito intentar aplicar a rajatabla en México la aproximación sociológica de Bayart al Estado africano. Sin embargo, sería provechoso adaptar y emplear de forma creativa este marco analítico para pensar en varios problemas del Estado mexicano, que han sido históricos pero constantes —y por tanto estructurales— como la debilidad fiscal y la falta de capacidad de recaudación, el manejo patrimonial de los cargos públicos, el nepotismo, la existencia de cacicazgos regionales, las deficiencias del sistema de justicia (sobre todo a nivel local), la impunidad, el crimen organizado, el clientelismo electoral, la desigualdad social y la disparidad regional. Si seguimos a Bayart, todos estos problemas no nos hablan de un Estado débil o fallido, sino de un tipo de Estado que funciona y se sostiene con mecanismos informales que benefician a las élites.
También en la bibliografía de ciencias sociales sobre África podemos encontrar buenos ejemplos de cómo adaptar y utilizar el marco analítico de Bayart para explorar problemas particulares del Estado, como la corrupción. En A Culture of Corruption (2007), Daniel Jordan Smith utiliza el marco teórico de Bayart para analizar la corrupción en Nigeria. La etnografía de Smith es un estudio de caso esclarecedor para comprender mejor —y al mismo tiempo matizar— la conceptualización del Estado africano propuesta por Bayart, así como el papel de la corrupción en su formación y funcionamiento. Como todo buen libro de ciencias sociales, Smith explica una aparente paradoja: los nigerianos son al mismo tiempo participantes activos, críticos vocales y víctimas de la corrupción. Estas características contradictorias de la corrupción en Nigeria se entienden mejor si se consideran los desafíos propios de un país poscolonial, con fuertes rivalidades regionales, étnicas y religiosas, y con un tejido socioeconómico compuesto por redes de clientelismo y lazos de solidaridad y parentesco, el cual fue integrado al sistema capitalista internacional mediante la producción petrolera.
En conjunto, sostiene Smith, estas dinámicas configuran una combinación particularmente volátil. Diversas formas de corrupción y patrimonialismo operan como mecanismos a través de los cuales el Estado asegura la integración mutua de las élites y mantiene una relación relativamente estable entre éstas y sus clientelas regionales. Al mismo tiempo, muchos ciudadanos nigerianos recurren a prácticas corruptas no por perversión moral, sino porque tales conductas están tan profundamente incrustadas en el entramado institucional y social que resulta inviable sobrevivir al margen de ellas. De manera análoga, quienes acceden a cargos públicos suelen administrar los recursos de forma patrimonial, ya sea para responder a las expectativas de reciprocidad basadas en lazos de parentesco y solidaridad comunitaria, o simplemente para atender las necesidades inmediatas de sus familias.
Sin embargo, el autor sostiene que el problema más urgente en Nigeria no son estas formas ordinarias de corrupción, sino la mutación gradual de la corrupción estatal en el país: las élites han dejado de cumplir con sus obligaciones de parentesco y clientelismo; en su lugar, se están enriqueciendo a través de esquemas de corrupción, lo que amplifica la desigualdad. Esto plantea algunos caminos hacia los cuales dirigir una posible actualización del marco teórico de Bayart. Si las prácticas corruptas que permitían la asimilación mutua de las élites y la participación de sus clientelas en el sistema político-económico están cambiando, ¿cómo afecta esto al funcionamiento del Estado en África? Si la corrupción “tradicional” al mismo tiempo restringía y abría oportunidades de movilidad social, ¿cómo modifican las nuevas formas de corrupción la relación entre los subalternos y las élites?

Otro libro evidentemente influido por las ideas de Bayart responde parcialmente estas preguntas: How to Become a Big Man in Africa, de Wale Adebanwi (2024). En este estudio etnográfico sobre Gani Adams, un importante líder de la comunidad yoruba y del Congreso de los Pueblos Oodua (OPC), Adebanwi explora cómo un actor subalterno puede convertirse en miembro de la élite y, una vez logrado esto, cómo es posible mantener el estatus de élite en Nigeria y, más ampliamente, en África.
El marco analítico de Adebanwi es fascinante. Al combinar un extenso estudio etnográfico con un riguroso enfoque teórico gramsciano, el autor va más allá de la rigidez de muchos estudios de los subalternos. Adebanwi ilustra cómo, a finales del siglo XX y principios del XXI, Gani Adams aprovechó el contexto de democratización, el nacionalismo yoruba y las tensiones regionales en Nigeria para elevar su estatus social. Al combinar la habilidad política y la violencia con una retórica de democracia y liberación, Adams fue escalando gradualmente la jerarquía social. Más tarde, reforzó y sostuvo su estatus al adquirir capital educativo y cultural, así como bienes lujosos para exhibir su poder. Más importante aún, construyó una red de relaciones con otros miembros de la élite nigeriana mientras mantenía su base popular regional. Esta estrategia dual le permitió presentarse ante los grupos subalternos como un hombre exitoso (todo un self-made man) y como un miembro comprometido de su comunidad, y al mismo tiempo posicionarse entre las élites como un par de igual estatus.
En suma, Adebanwi arroja luz sobre los procesos de asimilación mutua entre las élites y cómo estos grupos mantienen su hegemonía al permitir cierto grado de flexibilidad y aceptación de nuevos miembros. Al mismo tiempo, Adebanwi introduce un grado de adaptabilidad al marco interpretativo de Bayart, demostrando cómo los actores subalternos pueden navegar estructuras estatales en transformación para crear sus propias oportunidades de movilidad social. No obstante, Adebanwi no es un apologista de la meritocracia. Por el contrario, su estudio revela cómo la corrupción posibilita y limita al mismo tiempo la movilidad social en África.

Y en la economía política de África, como en la de México, el negocio de la violencia es uno de los pocos mecanismos que facilita la movilidad social ascendente. En varios textos, incluido External Mission: The ANC in Exile, 1960–1990 (2012), Stephen Ellis ha analizado la violencia y la criminalidad en la Sudáfrica contemporánea y rastrea sus raíces hasta el Apartheid y la lucha en su contra. El Estado del Apartheid hizo poco esfuerzo por controlar el crimen común en las comunidades urbanas negras y los barrios experimentaron el crecimiento de pandillas más profesionales, violentas y sofisticadas. A finales de la década de 1970, tanto el Congreso Nacional Africano (ANC, el principal grupo de lucha contra el Apartheid, liderado por Mandela) como el Partido Nacional (la fuerza política del Apartheid) reconocieron que estas pandillas podían ser sus aliadas.
De acuerdo con Ellis, el ANC construyó alianzas con grupos criminales para fomentar el desorden social, recaudar fondos mediante actividades delictivas y lanzar operaciones armadas contra el Apartheid. Además, las alianzas del ANC con grupos de narcotraficantes y contrabandistas le ayudaron a obtener información, conocimientos, vehículos y mecanismos para cruzar la frontera de Sudáfrica, entonces estrictamente vigilada por las fuerzas de seguridad del Apartheid. Entretanto, el Partido Nacional entrenó a pandillas para funcionar como grupos de choque y unidades de contrainsurgencia. Según Ellis, cuando el ANC y el Partido Nacional finalmente resolvieron sus diferencias y alcanzaron acuerdos para la transición democrática en los años noventa, las pandillas que habían construido alianzas con ambos bandos regresaron al crimen organizado, pero con mucha mayor capacidad logística, experiencia militar y acceso a las armas. Además, distintos miembros de la clase política del Estado sudafricano post-Apartheid mantuvieron sus nexos económicos con las organizaciones criminales. Esta fuerte vinculación entre la clase política, las élites económicas y los grupos criminales, además de la enorme desigualdad y pobreza, explican el complicado y profundo problema de crimen organizado y violencia que existe en Sudáfrica.
México se beneficiaría de manera importante con estudios como los de Bayart, Smith, Adebanwi y Ellis, sólo por citar algunos ejemplos notables, que analizan problemas estructurales lejos de posiciones normativas y admitiendo que el Estado no es un bloque monolítico, sino un entramado de redes de relaciones que es poroso y cambiante. Tristemente, esta bibliografía no está traducida al castellano, pero sería muy provechoso que alguna editorial se diera a la tarea de acercar estos materiales a los y las estudiantes de México, pues nos ayudaría a pensar los problemas del país desde otros ángulos para diseñar soluciones novedosas y, posiblemente, más eficientes.Por ejemplo, adaptando la conceptualización del Estado de Bayart a México, imaginemos que el gobierno federal y Morena están en el centro del conjunto de redes que componen al Estado y supongamos que ese nodo central está ligado a varias redes locales de poder compuestas por élites regionales. ¿Quiénes son los intermediarios? Es decir, ¿quiénes unen al gobierno federal y Morena con las regiones? ¿Qué mecanismos utilizan los intermediarios para conectar los distintos nodos de la gran red? ¿Cómo cambian esos mecanismos de acuerdo con las distintas condiciones regionales? ¿Qué ofrece el gobierno federal a los intermediarios y a las élites locales a cambio de que le ayuden a ejercer su poder y mantener su legitimidad? Por otra parte, ¿qué papeles desempeñan Morena y el gobierno federal en esta red? ¿Qué tanto poder tiene cada uno dentro de la gran red, cómo lo reparten y cómo lo aterrizan a las regiones? ¿Y qué papel desempeña el crimen organizado en este conjunto de redes? Son preguntas que valdría la pena reflexionar con la ayuda de una concepción flexible y dinámica del Estado, como la que ofrece Bayart.

Del mismo modo, un estudio similar al de Smith sobre la corrupción en México contribuiría a comprender mejor este fenómeno desde sus dimensiones culturales y de economía política. Sobre todo, nos ayudaría a entender cuáles grupos se benefician de la corrupción, por qué ésta es inherente al funcionamiento del Estado mexicano (al menos en su forma actual) y por qué es tan complicado combatirla, puesto que no se trata de un problema de personas inmorales y manzanas podridas, sino de un mecanismo que conecta a distintos grupos de élites entre sí y con sus clientelas.
Asimismo, un estudio como el Adebanwi adaptado al caso mexicano sería muy esclarecedor para evaluar el surgimiento de élites políticas a nivel local y para entender cómo se negocia, disputa y mantiene el liderazgo político regional. Con aproximaciones de antropología política como la de Adebanwi, entenderíamos mejor cómo surgen, operan y se mantienen vigentes los caciques en el sistema político mexicano. Además, comprenderíamos mejor las limitadas pero verdaderas oportunidades de movilidad social que ofrecen a nivel local tanto el crimen organizado como las redes de clientelismo político-electoral.
Finalmente, Ellis nos brinda una perspectiva histórica sobre la violencia en Sudáfrica que sería fructífero aplicar para el caso mexicano. Puesto que las pandillas eran el brazo armado informal tanto del régimen del Apartheid como de las fuerzas de liberación, el Estado sudafricano post-transición a la democracia construyó una relación simbiótica con los grupos criminales. Por si fuera poco, las pandillas siguieron desempeñando un papel económico fundamental en la era democrática, al brindar protección informal a grupos empresariales, sobre todo de los sectores minero y agroindustrial. Es decir, según Ellis, tanto la economía formal como el mantenimiento de la gobernabilidad regional en Sudáfrica dependen fuertemente de los grupos criminales. Pero al mismo tiempo esos grupos criminales son quienes cometen delitos y producen los enormes niveles de violencia e inseguridad que sufre Sudáfrica. En México, se ha gestado una relación similar entre los grupos criminales, la clase política y las élites económicas. Por eso, pensar la violencia desde la historia y la economía política, como lo hace Ellis, sería muy saludable para el país.
En suma, por su creatividad metodológica, su rigor analítico, su imaginación conceptual y su vocación interdisciplinaria, la literatura de las ciencias sociales sobre África ofrece enfoques renovadores para repensar diversos problemas estructurales del Estado mexicano. Más aún, México comparte con numerosos países africanos muchos más desafíos de los que comúnmente se reconoce. Salvo entre los especialistas en la región, la posición de la mayoría de analistas y periodistas mexicanos respecto a África oscila entre la indiferencia y los prejuicios de subdesarrollo y pobreza. Sin embargo, abundan los vasos comunicantes entre nuestras trayectorias históricas y nuestros dilemas contemporáneos: la violencia persistente, la pobreza estructural, la desigualdad profunda y la integración subordinada al sistema internacional, tanto en el plano económico como en el político.
Por eso, tenemos mucho que aprender de África. A veces, para entender nuestros problemas y pensar en formas de solucionarlos hay que voltear hacia afuera. En este caso, hay que mirar hacia el otro lado del Atlántico.

Jacques Coste es analista político, historiador y autor de Derechos humanos y política en México (Tirant lo Blanch e Instituto Mora, 2022). Cursa un doctorado en historia en la Universidad Estatal de Nueva York en Stony Brook, en donde estudia la transición mexicana a la democracia.