La exageración, el catastrofismo y esa vanidad exhibida por nuestras élites académicas e intelectuales durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador de nuevo trascendió, cuando Sergio Aguayo generó controversia tras su frustrado nombramiento como consejero del Centro de Investigación y Docencia Económica (CIDE), una influyente escuela pública donde se forman periodistas, burócratas de alto nivel e investigadores que, paradójicamente, es desconocida por el México de a pie.
Profesor del Colegio de México con más de 15 años opinando en el extinto programa Primer Plano de Canal Once, Aguayo vivió los años entre 2018 y 2024 sumergido en la hipérbole y la extravagancia: no contento con alimentar la narrativa de la dictadura comparando a López Obrador con Gustavo Díaz Ordaz, durante la pandemia COVID él llegó a sostener que por decisión oficial las personas adultas mayores tenían reservado el “corredor de la muerte.” “Para los viejos no hay ventiladores”, publicó en X.

Mal haríamos, sin embargo, haciendo escarnio de intelectuales y académicos quienes subestimaron a López Obrador, (y quienes han ido perdiendo espacios en empresas como Televisa y también en los medios públicos, ya con la presidenta Claudia Sheinbaum), festejando el reemplazo de “viejos” intelectuales por intelectuales “jóvenes”. Bien haríamos, entonces, en señalar dos características de la clase intelectual per se, observadas por Thomas Hobbes y Karl Marx: primera, que la clase intelectual es un aparato de Estado, igual que la burocracia o el ejército; segunda, que a diferencia de la burocracia y el ejército, la clase intelectual es aún más vulnerable al feo vicio de la vanidad.
Fue en su brillante ensayo La Ideología Alemana, donde Marx criticó y reformó el idealismo de Hegel respecto al Estado: “aquí no se baja del cielo a la tierra, sino se va de la tierra al cielo juzgando al hombre, no por lo que este dice o imagina de sí mismo… sino partiendo de su forma de actuar y de su proceso de vida real.” Párrafos abajo, analiza la posición de la clase política y de la clase intelectual dentro de la sociedad civil con base en la división del trabajo. Así como existe una división entre clases trabajadoras y clases dominantes (según quien sufre la acción del Estado y quien la dirige), así también en el seno mismo de la clase dominante hay división entre trabajo físico e intelectual. Los ideólogos de la clase dominante, decreta Marx, “hacen del crear la ilusión de esta clase acerca de sí misma su rama de alimentación fundamental.”
Ante esta visión realista de sociedades divididas entre gobernantes y gobernados, Marx desmiente toda fantasía que el intelectual se hace de sí mismo como observador distante del proceso político. Cuando Aguayo, en un exabrupto, le dijo al periodista Julio Hernández López Astillero, “yo no he recibido un centavo de ningún pinche gobierno: López Obrador castró al CIDE” lo que escuchamos en realidad es un argumento ideológico, pues toda clase hegemónica recibe recursos que el Estado extrae de la esfera del trabajo. De modo que, siguiendo La Ideología Alemana, el intelectual/académico, al justificar su propio privilegio (es decir, sin realizar trabajo materialmente productivo), acaba por convertirse en un maquillista de las relaciones de dominación. Es decir que expresa el sentimiento de vanidad que una clase, grupo o facción siente a expensas del resto de las clases sociales.
Aunque Marx también vio el rol nefasto que la vanidad desempeña en la política, sosteniendo que “quienes controlan la producción espiritual someten las ideas de quienes carecen de medios para producir espiritualmente”, el gran pionero en criticar la vanidad fue Thomas Hobbes en su clásico Leviathan. Para el filósofo inglés, la vanidad es una expresión de la gente en un estado de naturaleza “brutal, solitaria, desagradable y fugaz, donde todos son enemigos de todos”; por lo que el poder de Estado, Leviatán, surge para reinar y “cuadrar” a los soberbios. Considerado el precursor moderno de la política y el derecho, Hobbes concibió un poder exterminador de privilegios e instaurador de la igualdad.
“… Una gran vanagloria”, escribe Hobbes acerca de la vanidad, “es la pasión que comúnmente se llama orgullo y alta estimación de sí mismo: el orgullo lanza al hombre a la violencia y su exceso es la locura.” Imponiendo el derecho con todo el poder del Estado mediante coerción y mano dura, sin embargo, el Leviatán hobbesiano acaba recrudeciendo la violencia del estado natural, ahora en el estado civil. Así, nuevamente la mirada de Marx penetra donde la de Hobbes permanece en la superficie: en una sociedad donde unos mandan y otros obedecen, aquello que aparenta ser mérito intelectual, académico, artístico o científico en el fondo se compone de relaciones orgánicas al interior del Estado definido como aparato de fuerza.
Finalmente, el dramático caso Aguayo representa a toda una élite académica e intelectual cuya desconexión con las realidades del México de a pie les llevó al error garrafal de menospreciar la astucia del expresidente López Obrador. En el prefacio a la Crítica de la Economía Política, Marx nos decía que un álgido debate intelectual demuestra el choque entre relación política y fuerza productiva, pero quizá comprendamos con más sencillez la tragedia de la intelectualidad orgánica a partir del vicio de la vanidad. Y es que, como sostenía en sus mañaneras ese viejo lobo de mar, muy al estilo de Hobbes: la vanidad a los inteligentes los vuelve tontos y a los tontos los vuelve locos.

César Martínez (@cesar19_87) es maestro en relaciones internacionales por la Universidad de Bristol y en literatura de Estados Unidos por la Universidad de Exeter.