En una vecindad agrietada y con residuos de pintura vieja de la calle Tenochtitlán, en el corazón de Tepito, vivía Doña Cata, una anciana a la que todos miraban con desconfianza porque siempre parecía estar murmurando maldiciones. Decían que dormía de día y que su altar a un extraño macho cabrío estaba repleto de pequeñas fotos de gente que jamás habían visto.
Una tarde, la señora Marta, la casera, la humilló frente a todos. Le gritó “vieja bruja” cuando Doña Cata, bajo una anormal rutina, le aventaba alpiste a las palomas de la tortillería de a un lado. Marta, como si estuviera fuera de sus cabales, le tiró sus macetas por no pagar la renta y la dejó llorando en el patio. Nadie la defendió, pero esa noche la vela negra de su altar se encendió sola.
Al amanecer, cosas raras empezaron a pasar en la vecindad. A Marta le llovía dentro de su cuarto, pero sólo a ella. El agua olía a flores marchitas, su espejo se empañaba y dibujaba figuras inexplicables y todas las ventanas estaban rotas. De nuevo, ningún vecino se metió y, en el lapso de una semana, todos ya se habían mudado. Tenían miedo.
Marta enfermó. No de algo que pudiera nombrarse. Los doctores decían que estaba bien, pero su piel se llenó de grietas, como si se tratara de cemento viejo. Y cuando sintió que la muerte la alcanzaba, fue a rogarle perdón a Doña Cata, pero la encontró muerta dentro del pequeño departamento con el número cuatro. La anciana estaba sentada frente al altar, sonriendo y sosteniendo un puñado de cabellos y una foto de Marta.
Desde entonces, cada vez que alguien humilla o traiciona en esa cuadra de Tenochtitlán, pasa algo. Se apagan las luces, se quiebran los espejos, se escuchan pasos sin sombra. Y siempre, dicen algunos, “huele a flor de muerto”. Doña Cata y Marta ahora comparten el mismo lugar en el más allá.

Fernanda Carbajal es comunicóloga de formación, periodista de momentos e integrante del Consejo Nacional de la Quesadilla con Queso.