La ilusión del voto

Por Alonso Vázquez Moyers

El voto es el rasgo definitivo de la democracia. Como es (casi) imposible que todas las personas estén de acuerdo sobre los temas comunes, la única manera de construir una decisión colectiva es simple aritmética: gana la opción que sume más voluntades individuales. Pero, como cualquier cosa, es un poco más complicado y bastante más problemático que sólo contar.

Primero, porque deben existir condiciones previas. Hay que definir quiénes pueden votar, quienes no y por qué; así como garantizar que la formación de voluntad colectiva tenga las menos inmediaciones indebidas posibles (y hay que definirlas). Pero también, que en ese proceso haya información disponible, un mínimo de deliberación pública y opciones para elegir. Fue Robert Dahl en La Poliarquía quién lo explico mejor. Para que haya elecciones tiene que haber competencia y para que haya competencia deben existir condiciones para competir. Debe existir, pues, una esfera pública donde se discutan y definan los problemas colectivos y sus posibles soluciones. Y deben existir alternativas que reflejen, en alguna medida, las distintas posiciones que puede haber sobre los temas.

Eso quiere decir que, en realidad, el voto sólo es un componente de la democracia: en términos de la ciencia política, es una condición necesaria pero insuficiente para que exista. Como requisito adicional aparece la pluralidad, que también resulta problemática.

People voting in the election for Chancellor of Cambridge University. Wood engraving, 1847. Wellcome Collection. Source: Wellcome Collection.

El consenso de la democracia liberal redujo en su diseño inicial la pluralidad, a opciones partidistas. Así, un sistema político sería democrático en la medida en que asegurara la existencia de al menos dos opciones partidistas que se disputaran el voto de la ciudadanía, en un contexto de deliberación y respeto a libertades políticas mínimas. Sé que no estoy diciendo nada nuevo, porque básicamente se trata de las definiciones mínimas que conforman la bibliografía de cualquier curso de teoría de la democracia. 

Hay dos problemas, al menos, con esta idea de pluralidad. La primera no viene del número de partidos, sino qué tanto se diferencian entre sí realmente. Aunque la cantidad de partidos no es irrelevante. Por diseño, la democracia liberal suele ser desconfiada de la divergencia, que tiende a dificultar la toma de decisiones, por lo que suele preferir los sistemas de bipartidistas o de pluralismo limitado; es decir, entre tres y cinco partidos.

Desde la década de los setenta y más pronunciadamente luego de la caída del Muro de Berlín, el rumbo político de los Estados occidentalizados (ya habrá momento de problematizar el concepto) siguió el paradigma de la democracia liberal, abanderada por los Estados Unidos. Así, los partidos políticos comenzaron a converger: donde antes hubo diferencias programáticas, hubo consenso; donde ideologías, partidos atrapa todo.

No es casualidad, ya desde sus inicios en el siglo XIX, la democracia surge como el correlato del sistema capitalista. No extraña entonces que el lenguaje político del proyecto social y económico de finales del siglo XX se trasladara a la política. Los partidos se volvieron más bien actores racionales que buscaban ganar elecciones ofertando su producto. Por ende, la ciudadanía se asemejaba (según la teoría y el diseño) compradores que, también, buscaban el mayor rendimiento al mejor precio.

Entonces, las opciones políticas se volvieron bastante similares entre sí: en España, el PSOE no tuvo muchos reparos en apoyar los recortes presupuestales que implicaron reducir las pensiones o seguros de desempleo. Aquí y allá los servicios públicos pasaron a manos de particulares bajo la lógica de la competencia: el Estado no tiene incentivos para ofrecer un mejor servicio, a diferencia de los particulares que buscan atraer más clientes si existe un sistema de competencia. En general se trataba de poner en práctica las recomendaciones del Banco Mundial, acceder a créditos del Fondo Monetario Internacional y seguir la receta del Consenso de Washington. En México y en todos lados, los marcos jurídicos supusieron, con el aval de los partidos mayoritarios, flexibilizar las normas ambientales, laborales o fiscales; todo para incentivar la competencia.

Las elecciones relativamente limpias llegaron, y no es casualidad, cuando el modelo social logró afianzarse. O debo decir, siguiendo la tesis de Enrique Montalvo: para que el modelo social se afianzara. No había forma de legitimar la política privatizadora si no pasaba por democratizar la esfera política.

La realidad, no obstante, es que se trataba de una democracia que podía transformar poco, si algo. Las decisiones importantes o estaban fuera del alcance de la política o las formulaban expertos en política pública. El voto era inofensivo; la comunidad política estaba neutralizada.

El consenso, lo sabemos o lo estamos sabiendo, se rompió porque mientras se formaron élites en los sistemas político, académico, burocrático y cultural, las masas se vieron imposibilitadas para mejorar sus condiciones de vida. El espacio entre la sociedad y las élites creció hasta que llegaron algunos líderes a llenarlo. El consenso académico les denomina populistas.

Con una idea nebulosa, problemática y arbitraria de pueblo, algunos de estos líderes han buscado recolocar en la esfera política temas que habían sido reservados para una minoría y señalaron con éxito -y con razón, hay que decirlo- las injusticias del modelo económico. Hasta ahí, casi podríamos concluir de la mano de Ernesto Laclau: el populismo es la verdadera democracia. Y seguirnos de ahí con frases, lemas pegajosos y todo el leguaje de los líderes políticos (sin ninguna responsabilidad para Laclau): sin el pueblo nada; el pueblo pone, el pueblo no se equivoca.

Bajo ese paraguas, cualquier decisión que provenga del pueblo, aparece como legítima. Aparece también como una democracia con sustancia que lejos de decidir por opciones idénticas, reduce la esfera política a favorecer o perjudicar al pueblo, que desde luego, el propio régimen define a discreción qué es y quiénes lo componen. Conocemos bien su eficacia. Y concluyamos con las elecciones judiciales para ejemplificarlo.

Ya he reflexionado en estas páginas sobre la eficacia de colocar al poder judicial en el bando opositor. Sustituir a las personas juzgadoras no pasa por un tema de mejorar el acceso a la justicia sino por sustituir a una burocracia que funcionaba bajo su propia lógica, relativa e ilusoriamente ajena a la política, y, por ende, redefinir los límites entre lo justo y lo injusto de conformidad con las necesidades del régimen. Es curiosa la paradoja: el voto sigue siendo un mecanismo de desmovilización: fuera del régimen y sus necesidades, todos pasamos o por populistas o neoliberales, no parece quedar nada en los márgenes.

Del segundo problema de la pluralidad me ocuparé en el siguiente texto.

The Institut National des Sourds-Muets, Paris: interior showing voters for the National Assembly. Wood engraving, 1871. Wellcome Collection. Source: Wellcome Collection.

Alonso Vázquez Moyers (@alonsomoyers) es doctor en Investigación en Ciencias Sociales por Flacsco-México

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