Comenzaron formalmente las campañas para elegir a las personas que integrarán al nuevo poder judicial federal. Y de la mano con las ideas que he desarrollado en las entregas anteriores, el asunto merece un comentario.
El contenido de la ley, aunque sobre todo su aplicación, son un espacio de disputa constante. Es vieja la discusión sobre el contenido político de la ley y de si los enunciados jurídicos son reflejo de los intereses de los grupos en el poder, pero, al menos en la tradición mexicana, discutimos poco la labor jurisdiccional como una manifestación discursiva del poder. En ese sentido, las personas juzgadoras serían igualmente agentes para la constitución y reproducción del orden social.
La discusión tampoco es particularmente nueva y hay manifestaciones que van de la caricatura ridícula a la crítica social aguda, pasando por la academia. Lisa Hilbink[1], por ejemplo, estudió como en Chile los jueces formados y preparados en democracia no tuvieron demasiado problema en adaptarse al sistema pinochetista, pero conservaron en cambio ciertas formas autoritarias en la transición.
Si bien es cierto que el derecho puede servir como instrumento para transformar ciertas estructuras sociales, en la mayoría de los casos tiende a preservar el statu quo. Esto se debe, en gran medida, a la conformación del propio sistema jurídico: quiénes lo integran, en qué espacios interactúan, con quiénes se vinculan y desde qué perspectiva construyen su visión de sociedad. Se trata de una problemática de larga data; basta recordar que, en la Roma republicana, la revuelta que dio origen a la figura de los tribunos de la plebe ya contenía el reclamo popular contra jueces pertenecientes y ligados a las élites sociales.

Algo semejante pasó en la revolución francesa. La ciudadanía desconfiaba de los juzgadores, más bien afines al orden monárquico, motivo por el cual, decidieron sujetarlos a la ley y no darles mayor poder para constituir el orden social. En todo caso, la tradición liberal norteamericana se opuso a esta visión, porque en el centro de sus desconfianzas estaba más el poder político formalmente constituido y las masas. Es así que la judicatura se convirtió, para esta tradición, en un dique que al mismo tiempo debía contener el mismo deseo irrefrenable de poder de unos y otros.
En el México contemporáneo, el relato de la transición presentó a los jueces del régimen priista como otro de los tantos apéndices del presidente. Por eso y por la formación propia de quienes diseñaron la transición, uno de los ejes fue construir un verdadero equilibrio de poderes. Sin embargo, resulta igualmente problemático afirmar que el poder judicial estaba sometido al ejecutivo como pensar que la transición logró darle plena independencia.
Es cierto: con la transición, el poder judicial federal -especialmente- adquirió mayor relevancia y los instrumentos de control constitucional, sobre todo, alcanzaron para molestar a más de un poderoso en más de una ocasión; incluido el presidente de la República. No creo que se pueda afirmar que esa haya sido la regla, porque en general la ideología jurídica observó una tendencia hacia la protección de derechos (e intereses) individuales, muchas veces en detrimento de colectivos. En general podemos decir que todo el sistema de la transición, jueces incluidos, apuntaba en la misma dirección. Dicho de otra forma: eran todos músicos de la misma orquesta. Por eso, a pesar de algunas desavenencias, la relación no era ríspida; o no más de lo debido. Vaya, había fotos y eventos, sonrisas, nombramientos, negociaciones y patadas bajo la mesa, amagos, destituciones, declaraciones, acuerdos y desencuentros. Y no sólo en la transición porque todo eso hubo también en el autoritarismo electoral del PRI.
Eso sí, la transición, estableció un sistema de cooperación bastante funcional que permitió a los actores políticos interactuar sin necesidad de deslegitimar -o al menos no demasiado- el quehacer de uno y otro. Como la idea era hacer valer el estado de derecho, la disputa necesariamente tenía que terminar en tribunales, a pesar de algunas declaraciones, forcejeos o amenazas, como las hubo.

Hago un paréntesis para aclarar que me refiero sólo a una dimensión del actuar del poder judicial federal que es su interacción con el poder ejecutivo. Es claro que hay y ha habido otros poderes, igualmente evidentes y sin tantos controles que tienden a generar influencias, pero me concentro en los poderes formales constituidos para seguir el hilo de la crítica al relato del consenso liberal, del que es parte de nuestro relato de la transición. Habrá tiempo de elaborar más esto porque el diseño institucional de la transición se basaba en los controles formales al poder político en sentido estricto.
La cuestión pues es que en la disputa por el poder judicial hay una disputa por definir quiénes pueden -y hasta donde- decir el derecho; es decir, determinar su contenido legítimo y vinculante. No se trata únicamente de la discusión teórica sobre si es la Constitución el parámetro a partir del cual se debe sujetar el resto del contenido de la ley ni cuál es en todo caso el contenido de la Constitución, sino de reordenar la estructura encargada de definir todo el sistema jurídico.
Y aunque muchas y muchos de los integrantes actuales están compitiendo por los espacios, lo hacen desde las nuevas reglas y la nueva narrativa. Al mismo tiempo, ese reacomodo ha permitido que las voces que anteriormente ocupaban un lugar importante dentro del derecho, fuera dentro o fuera de la judicatura, pierdan peso o relevancia. Es, repito, un reordenamiento completo del campo jurídico.
La importancia de los cambios es más bien relativa. Es probable que quienes estudiamos los temas socio jurídicos sobreestimemos el papel del derecho en la sociedad; a final de cuentas, a pesar de la gigantesca carga de trabajo de los tribunales, sólo un porcentaje muy pequeño de personas utilizan los tribunales.
También es claro que no se trata de un cambio aislado, sino de toda la reorganización del Estado, incluyendo la narrativa y los modos de cooperación entre actores políticos. El fracaso de la transición, en alguna medida se explica por la imposibilidad de mantener los consensos que hacían de lado las ideologías y el conflicto. Pero no se ve un consenso en el horizonte.
Las condiciones actuales harían pensar -al menos a quienes son parte de la hegemonía política- que no son necesarios, mientras se mantenga el bloque de poder. El problema es que los acuerdos que lo sostienen son precarios y también inmorales. Por ahora sirve bastante que esté Trump porque a falta de consensos sólo sirve el antagonismo. Aún así, urge un nuevo consenso. Y urge también el surgimiento de nuevos actores políticos.

[1] Hilbink, Lisa (2014) Jueces y política en democracia y dictadura. Lecciones desde Chile. Flacso, México.