Un hombre que hace uso de tantos disfraces y niega la relación entre su persona y los múltiples nombres que la ocultan, aspira por fuerza a vivir en una celda, situada, de ser posible, en mitad del desierto.
Sergio Pitol
Agitado, crucé el lobby del club Takana hacia el salón donde vería a Máscara Blanca. Había un aire fuera de lo común, un olor de tragedia, el rojo de los muros estaba muy apagado y exhalaba un aire de misterio. Había tres chicas apostadas en la barra, esperando clientes, sostenían sus copas con cara de secretarias en su última hora, y me brindaron esas miradas provocadoras inseparables del desprecio. Sonreí y pasé de largo. Al cruzar las cortinas del salón, me senté en una de las sillas y puse el paquete sobre la mesa como me lo habían indicado, con mis manos a la vista; luego, traté de calmarme, respiré hondo, no quería que Máscara Blanca notara mi nerviosismo. La imagen de Jun me pasó por la cabeza, sabía que terminando aquel asunto podría abrazar su cuerpo; si bien no estaba seguro de llegar al amor por ella, una cosa era cierta, en aquel momento la necesitaba, ¡la necesitaba más que a nadie en el mundo!
Después de unos minutos, entró Máscara Blanca, lucía un vestido rojo, entallado, brillante… A pesar de traer un cenicero, el guante de su mano izquierda estaba salpicado de cenizas, su larga y fina pipa despedía un hilillo de humo que serpenteaba hacia el techo. Tomó asiento frente a mí y noté que su máscara tenía pintada una lágrima negra. Era muy elegante.
—Llegas tarde, Máscara Negra, espero que al menos la máscara esté en buen estado —dijo en tono por demás tranquilo y me pidió que hiciera mis manos a un lado del paquete, después, lo trajo hacia sí y comenzó a romper la envoltura.
Su sensualidad había llamado mi atención al punto de imaginarme sus rasgos tras la máscara. Adivinaba la belleza y la maldad fusionadas en su rostro, ¡una mujer con rasgos de mantis religiosa! Mas sólo podía ver brillar las vetas color carmín de sus labios cuando alzaba la cara para fumar de su pipa y la luz de neón bañaba su figura.
—Sabía que vendrías, la cantidad que te ha ofrecido el señor Shinoda no es nada desdeñable, aunque debes saber que hubiera estado dispuesto a pagar mucho más por esta máscara. Es algo invaluable para él, lleva mucho tiempo tras ella, se ha convertido en su obsesión; por eso cuando mandaste la foto de la máscara, no dudó ni un instante en contestar —dijo y sus manos terminaron de abrir el paquete.
No pude evitar mirar sus ojos, sorprendida, miraba fijamente la máscara como si fuera el tesoro más grande del mundo. La pipa quedó en el cenicero, gastando tabaco inútilmente mientras sus manos comenzaron a acariciarla con la lascivia propia de las llenas.
—¡Es verdaderamente magnífica! —aseveró Máscara Blanca—. Ahora comprendo por qué el señor Shinoda se ha esforzado tanto en recuperarla. Ni siquiera yo, que soy experta en máscaras orientales, he visto nada parecido, ¡una verdadera obra maestra! Es tal y como me la había descrito el señor Shinoda, su belleza es comparable con el poder de la eternidad —dijo con voz placentera y nuestras miradas se cruzaron en silencio—. Pero no todo es tan sencillo, no todo debe ser tan sencillo, antes de darte lo acordado, haremos algunas pruebas para asegurar su autenticidad —terminó e hizo pasar a uno de sus hombres a recoger la máscara.
Todo mi interior tembló de miedo, lo único que quería era tomar los diamantes y largarme de ahí lo antes posible. Me imaginé siendo partido por un sable yakuza, con mi cabeza despidiendo chorros de sangre y mis manos tiesas de muerte; sin embargo, me mantuve firme ante la mirada de mi interlocutora, era en esos momentos donde tenía que demostrar lo buen actor que era. La miré fijamente a los ojos. ¿Cómo diablos me había metido en aquel lío?

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Mientras calentaba la cuchara con ayuda de un encendedor, Ichiwa cantaba una canción de Akeboshi: reflection of fear makes shadows of nothing... Su voz era por demás desagradable, pero más que eso me molestaba que estuviera tan contento, seguramente había salido con una de sus tantas chicas de juego, eso lo ponía muy de buenas y cantaba canciones o imitaba a personajes de los manga con caras por demás exageradas.
—Amárrate —ordenó señalándome la liga que descansaba sobre la colchoneta.
En aquellos momentos me sentía muy torpe, el tedio me invadía, quizá el fracaso se había apoderado también de mis sentidos. Me limité a poner mi mano sobre la liga, y no hice nada. Mi mirada estaba cansada, podía imaginarme perfectamente aquella cara de enfermo que dibujaban mis facciones.
—¡Amárrate, carajo! —gritó mientras llenaba la jeringa de heroína.
No hice nada; Ichiwa me dio un zape con fuerza que me ladeó un poco sobre el almohadón en que descansaba. No me sobé, ni siquiera hice nada para vengarme, dejé que el dolor punzara en mi cabeza y electrizara mis cabellos. Ichiwa me miraba atónito, como si estuviese viendo a un ser de otro mundo, y empezó a sonreír con esa boca tan delgada que tiene.
—¡Qué tipo tan raro eres, Hikaru! —carcajeó con la jeringa en el aire. Algunas gotas brillaron en la punta y después escurrieron como segundos de una clepsidra fatal.
Hice una mueca irónica que pareció agradar a Ichiwa. Mi mente no paraba de reproducir aquella imagen: los Pokémon Killers pateando mi cabeza…

Contemplé el mar con las manos en los bolsillos. A lo lejos, tres mujeres gigantes salían como islas de las olas y se elevaban en las alturas; todas tenían cabellera verde y palmeras en la cabeza, las bellas siluetas de sus cuerpos ensangrentados se elevaban y crecían hasta eclipsar el sol. Cada una tenía entre sus manos un corazón que latía con fuerza y que lloraba lágrimas de sangre. Sabía que todas eran Jun; sin embargo, las caras portaban distintas máscaras: la primera de ironía, recordé su indiferencia; la segunda de placer, juego preferido de su alma; y la tercera de odio, el que nunca dejó salir de su pecho. Todo consistía en adivinar detrás de cuál estaba su verdadero rostro, ¿cuál era el sentimiento que de ella emanaba por mí? No lo sabía. La seguí con la mirada mientras las gotas de sangre teñían y agitaban el mar. Una sonrisa de espantapájaros apareció en mi rostro cosida por la fuerza, y tuve por fin la dolorosa certeza de que amaba a esa mujer.
—¿Qué le dirás a tu yo cuando lo encuentres? —preguntó Ichiwa desde la cama.
—No digas estupideces, ¿de dónde has sacado esa idea? —le respondí con más indiferencia que hartazgo. Siempre era lo mismo.
—De ahí, mira —dijo señalando con el control inalámbrico hacia la TV.
Al acercarme, contemplé un fondo psicodélico: a la izquierda sonreía un gran monstruo con sus dientes de cocodrilo: triangulares y superpuestos, su enorme cuerpo de balón flotaba en los aires y sus rasgos faciales estaban planos. De lado contrario y alrededor de unos edificios que se movían como gelatinas, volaban pequeños seres de colores fosforescentes. Pero lo más importante era que dos peleadores, uno con pantalón negro y el otro con rojo, pero idénticos los dos, disputaban una contienda. A eso se refería Ichiwa, que al parecer controlaba al peleador de rojo, su nivel de sangre era el más bajo.
—No lo entiendo, deberías dejar de jugar videojuegos, Ichiwa, temo que eso esté afectando tu cerebro, además, ¿no crees que ya estás algo grande para esas cosas? —dije.
—Lo que pasa es que te crees intelectual, pero la verdad no comprendes nada. Mira, escucha esto, seguro cambiarás de opinión. El arte de Japón es una elíptica a través del tiempo —comenzó, poniendo en pausa la consola y dibujando una figura geométrica en el aire—, es decir, el arte actual de Japón tiene una relación muy estrecha con el antiguo, puesto que es el resultado de su evolución. Una cultura que puede tacharse de conservadora es también el mejor ejemplo en el mundo de una evolución perfecta. Los kamis o espíritus invisibles de nuestra mitología son los mismos que atraviesan la pantalla con sus luminarias, ¿los ves? El anime está basado en la filosofía e historias populares. Y como este hay varios ejemplos: ¿acaso Yukio Mishima no tuvo como libro de cabecera y obra capital el Hagakure o código samurái? El arte moderno del superflat está basado en la cultura otaku, el ukiyo-e, y en toda esa mierda de la posguerra, el arte conceptual…
—Sí, ya párale, ya entendí —corté en seco. Sin embargo, estaba sorprendido. La mente de Ichiwa, que yo creía destrozada por el hentai y las artes marciales, era a veces capaz de reverberaciones casi perfectas.
—¿Qué le dirás, entonces? Imagina un día que fueras caminando así sin más y te vieras a ti mismo caminando a unos pasos de ti, ¿no sería lógico que tus miradas se cruzaran?
—Sí, supongo —dije y me quedé pensando—. Pues la verdad no sé qué me diría —expresé—. Creo que sería algo así como: “tú, hijo de puta, has estado cogiendo con mi novia todo el tiempo, ¿acaso no sabías de mi existencia?”, y me le iría a los golpes sin pensármelo mucho —reímos, la más mínima estupidez provocaba una erupción de carcajadas. Éramos unos imbéciles. Después pregunté si realmente había leído a Yukio Mishima.
—No, nunca —fue su respuesta.

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Reímos con más ganas mientras quedábamos aplastados en la cama como calcomanías plegables. El peleador de pantalón rojo cayó en la lona, yo llegué a las carcajadas pero la risa de Ichiwa cesó y su cara se puso como un tomate verde.
Una máscara de teatro noh es una obra de arte. Eso me lo dijo mi abuelo hace mucho tiempo y no fue sino hasta que asistí a una representación de noh de demonios cuando me acordé de ello. El shite o personaje principal portaba una máscara parecida a la que me había regalado mi abuelo: una máscara cuyas facciones estaban exageradas e imitaban el movimiento de las olas, la talla de la madera era casi perfecta, había un color negro remarcando las comisuras de la boca y los párpados, en la frente una cabellera blanca nacía para cubrir la nuca. El personaje principal era un demonio fugitivo y no se sabía si la música acompañaba su ansia o viceversa. En ese momento me di cuenta del verdadero valor de mi máscara y la estupidez de venderla por unos cuantos yenes.
En el teatro noh, los gestos de una máscara sin movimiento los da la cantidad de luz y sombra, pero también la danza y la música tienen que ser perfectos. El espectador tiene que descubrir el sentir del personaje sin mirar los rasgos del actor ni escuchar su voz. Una mirada hacia el escenario con luna puede significar melancolía o tristeza; un tropel de pasos en derredor, puede significar huida o venganza; pasos hacia delante y máscara llena de luz acompañados de acordes de cuerdas pueden significar contemplación de cerezos o fusión con los ríos, a veces también embriaguez; una máscara cabizbaja significa derrota…
Tuve ganas de recuperar mi máscara. Sabía en dónde estaba y también sabía quién la tenía. Mi abuelo me la había heredado cuando aún era un niño, antes de que empezara el odio hacia mi padre. En esa época triste, me ponía la máscara de demonio para que nadie me viera llorar y daba vueltas por las calles sin rumbo. Podía decirse que esa máscara estaba hecha conforme a los rasgos de mi cara; más aún, era portadora de mi sufrimiento. Comprendí que era mía y no podía pertenecer a nadie más.
Al finalizar la obra, corrí a los camerinos de los actores para hacerme de la máscara de demonio a cualquier costo, la idea que tenía en mente era brillante, ganaría dinero fácil y recuperaría mi verdadera máscara.

Los Pokémon Killers no eran exactamente yakuzas, pero se esforzaban en imitarlos. Sus pechos y brazos estaban tatuados con la orden del dragón y algunos tenían dientes de oro. Entre ellos había chicas que manejaban muy bien las armas, lo supe porque en la persecución me topé con una de ellas y casi me mata.
Máscara Blanca había dicho que los yakuzas que estaban esperando en la puerta no me reconocerían si portaba su máscara, pero nunca menciono nada de los Pokémon Killers. Seguramente al saber que la máscara del paquete era falsa los echó en mi contra. No pudieron ser más obvios, desde que cruzamos miradas sabía que me estaban buscando, iban a rodear todas las puertas de entrada y esperarme tranquilamente. Lo único que me causaba problemas era dudar acerca de sus intenciones, ¿les había ordenado matarme?
En aquellos momentos me pasaron varias cosas por la cabeza, recuerdo que pensaba en las posibilidades de escape: 1. Huir hacia una de las puertas de salida y quitarme de encima a los dos o tres chicos que seguramente custodiaban cada puerta. 2. Remontar en el elevador para ganar tiempo y buscar una forma de salir del edificio. 3. Camuflarme con la máscara que guardaba bajo mi chaqueta, o mejor aún, ensayar un escape sin máscara. Cualquiera que fuera mi decisión tenía que actuar rápido, cada vez era más evidente que los Pokémon Killers daban vueltas alrededor de mí y también cada vez más cerca.
Regresé al elevador cuando supe que no les importaba todo el público que había en la primera planta del edificio para lograr su propósito. Dos de ellos caminaban hacia mí. Ahora creo que fue la mejor opción, puesto que intentar escapar por una de las puertas principales era por demás estúpido y cambiarme de máscara delante de todas las cámaras no serviría de nada. Las puertas metálicas se cerraron antes de que mis perseguidores pudieran detenerme, monté hacia uno de los pisos al azar, el número 46. Máscara Blanca se encontraba en el piso 34 por lo que mantuve el botón de cerrar apretado. Los segundos eran violentos, el sudor cubría mi frente. Bajé del elevador con la máscara puesta y sin pensarlo tomé dirección a la izquierda. En el fondo divisé un restaurante con vista a los rascacielos de Tokio. Atravesé las puertas, había música de jazz, flores en todas las mesas, y los comensales se concentraban en la panorámica del cristal. Irónicamente, me di tiempo de admirar el paisaje, la torre de Tokio lucía en todo su esplendor.
Seguí mi camino hacia las puertas de madera que conducían a la cocina, los olores de Asia se confundían en el aire. Ahí no había cámaras, en dado caso que Máscara Blanca y los suyos me estuvieran siguiendo la pista, no podían ver nada en aquella cocina. Busqué un lugar para esconderme; sin embargo, todos los que trabajaban ahí notaron mi presencia y me empezaron a preguntar qué hacía ahí, si sabía que estaba prohibido el paso y cosas por el estilo. No hice caso, los aparté con un cuchillo que descansaba en las planchas de metal. Seguí al fondo hasta llegar a un cuarto de servicio donde se guardaba todo el material. Me quité la máscara de color blanco y la tiré al suelo, tomé una bata que colgaba de los muros y la cambié por mi chamarra, no sin antes guardarme la máscara de demonio y el cuchillo. Eché un vistazo a los diamantes en la faltriquera del pantalón y salí presto sin preocuparme de otra cosa. Se escucharon gritos de mujeres en la entrada, los Pokémon Killers hacían su aparición.
Los de la cocina empezaron a alborotarse y yo traté de escapar lo más tranquilo posible; cuando esos hijos de puta entraron, todo el mundo se echó al suelo. Eran unos adolescentes con camisas abiertas y sables en sus manos. Me buscaban con la mirada, al parecer no me reconocían sin la máscara, desgraciadamente, una chica que lloraba de miedo me señaló con el dedo. En un instante, la miré fijamente a los ojos dejándola perpleja (pocas personas podían desafiar mi mirada). Y ya perdido, eché a correr a todo lo que pude logrando salir ileso de ahí; sin embargo, un tropel de pasos estaba tras de mí. Corrí como un loco, mi pensamiento estaba suspendido en la nada, corría, mis movimientos seguían el camino del viento. Bajé las escaleras a un paso que ahora me parece increíble y nunca supe cuantos pisos gané así. Recuerdo bien que en uno de ellos me detuve en seco, una joven vestida de colegiala balanceaba su kusarigama y estaba presta a utilizarla. La cadena daba vueltas alrededor de su cuello y a la segunda vuelta la bola de hierro del extremo del arma salió disparada hacia mí. Intenté esquivarla pero la velocidad del arma era más rápida que mis reflejos, salí herido del brazo izquierdo y perdí el equilibrio. Ella recogió la bola de hierro inmediatamente y se apresuró a preparar un nuevo ataque. Sentí un miedo terrible de abandonar este mundo. No quiero morir, es lo único que repetía en aquel instante de desesperación.

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Me incorporé y sucedió lo increíble. Al segundo ataque dirigido exactamente contra mi vientre brinqué por encima del arma y contra ella, derrumbando así a la chica. El cuchillo que había tomado en la cocina seguía en mi posesión, lo apreté con mi mano derecha y lo hundí en sus ojos. Fue sorprendente, aquella imagen aún sigue en mi cabeza: mi mano frente a mí sujetando con fuerza el cuchillo, el cuchillo enterrado hasta la mitad en el ojo derecho de la chica, la chica con un gesto deforme y gotas de sangre, y un silencio absurdo taladrando mis oídos. Nunca pensé en matar a una persona, nunca me había planteado una cuestión de ese tipo; sin embargo, no sentí la menor pena ni el menor asco. Yo no pensaba, el cuchillo no pensaba y la chica tampoco pensaba, aquello era algo parecido al vacío.
Casi me olvidaba de mis perseguidores, pero cobré conciencia del peligro cuando volví a escuchar sus pasos. La vida en aquellos instantes era un copo de nieve en el desierto. La distancia que me separaba de aquellos tipos no era más grande que tres metros; sin embargo, la velocidad y la coordinación de mi cuerpo eran inmejorables, mi cerebro era un circuito eléctrico cuyos cables chispeantes soportaban continuas descargas de adrenalina. Cada vez ganaba más distancia, no detenía el paso, y cuando los sentí algo lejos busqué el elevador. La eternidad parecía medida en minutos, golpeé varias veces los muros como si con ello acelerara el ritmo de las máquinas. Pero no pasaba nada. Para mi sorpresa, el elevador llegó sin que mis perseguidores lograran verme, quizás habían seguido bajando por las escaleras. Bajé hasta el tercer piso del estacionamiento, no sabía qué dirección tomar y aquel botón me agradó.
Las luces del estacionamiento estaban iluminadas, los carros apilados y relucientes, muchos de lujo. Era aquí que la zona roja del Roppongi exhibía su majestuosidad. Crucé la línea de carros hacia la salida, mis pasos seguían siendo firmes, rebasé algunos vehículos y monté por un camino en espiral dos pisos. Vi la noche frente a mí, estaba a unos cuantos metros de la libertad cuando de pronto los Pokémon Killers me cerraron el paso. Regresé mi andar y me di cuenta de que estaba rodeado, a mis espaldas había más de ellos, y ningún camino. Sonrisas con miradas de desprecio se erigían como símbolo de mi caída.
¿Qué hacer cuando el monstruo de la muerte te tiene bajo sus garras? Cantar, eso hice yo, y comencé mi canción en aquel centro del mundo que también era el infierno: Sweet world it´s over, dream time it´s over, another story comes and goes… Imprimí una emoción trágica a la canción haciendo ademanes con las manos y por un momento pareció funcionar, las risas cesaron y hubo caras de estupefacción. Todo fue en el intervalo de un instante, después una risa explotó en carcajada, el peso de una kusarigama me derribó al suelo y sentí un dolor agudo en todo el cuerpo. Los Pokémon Killers se acercaban a mí, no se me ocurrió otra cosa que abrazar la máscara junto a mí cuerpo con la intención de llevarla al rostro. Las patadas empezaron a llover sobre mi espalda.

La máscara es el símbolo más representativo de la humanidad. La más antigua de la que se tiene registro se remonta al año 9000 a.C. y fue encontrada en Palestina. Aunque rudimentaria y simple cumplía las mismas funciones que algunas de las máscaras más modernas. La máscara no se define por el objeto en sí, sino por su función. Hay funciones rituales como las máscaras del África que servían de conexión al mundo de los dioses y eran una forma de reencarnar a sus muertos. Había también funciones para imitar a la naturaleza, como en algunas culturas de México donde el portador de un yelmo de jaguar tenía los atributos del jaguar. De cualquier forma, el individuo que porta una máscara ya no es el mismo, se convierte en otro y a la vez ese otro es su nuevo yo. Los pueblos inuit de Groenlandia arraigaron esta idea al punto de que las expresiones en las máscaras eran exageradas para hacer notar el sentimiento en su máximo grado y no hubiera duda alguna de lo que se quería representar, así pues las máscaras inuit tienen una sonrisa de oreja a oreja, cuando no una boca deformada y ondulante al igual que la nariz, con ojos enteramente abiertos y asimétricos o bien cerrados pero rodeados de arrugas y con dientes filosos y agresivos.
No es casualidad que el símbolo teatral por excelencia sean las máscaras, este instrumento permite al actor deshacerse de su yo y entrar de lleno en el personaje. Cada máscara tiene un rasgo que la hace distintiva y es la síntesis de una personalidad repetida a través del tiempo. Y por contradictorio e irónico que parezca una máscara siempre será sincera, pues la expresión siempre es la misma y nunca cambia, el engaño se esconde tras la máscara, pues puede que ambos, máscara y portador, estén en sintonía o pueden diferir en polos opuestos, en cualquier caso el espectador nada sabe (en un primer momento). Por ello los guerreros de todas las épocas han utilizado las máscaras con expresiones agresivas para intimidar o engañar a sus oponentes, pero ¿cuántos no temblaban de miedo ante el peligro de la muerte?
Más interesante es la idea de abandonar el yo y convertirse en un anónimo. Las fiestas de disfraces en Europa y sus carnavales deben la idea a los bacanales realizados en la Antigüedad, ¿no podría suscitar críticas que una emperatriz participara de una orgía delante de todo el mundo? El esconder el yo es algo que muchos hombres han pretendido de diferentes formas; no obstante, al esconderse tras una máscara y portar todos sus atributos no se deshacen de su yo sino que lo afirman aún más, es decir, esconder el yo detrás de algo opuesto o diferente es afirmarse a través de lo que no se es.
El gran defecto de las máscaras es que en la mayoría de los casos los ojos quedan descubiertos, y aprender a mentir con las miradas es algo que logran muy pocos. ¿O tú qué piensas, Hikaru? ¿Soy yo, espejo, el que imita tu furia o eres tú una farsa? Esa máscara que portas con los rasgos de odio pronunciados como olas y un gesto de fuerza pronunciado del mentón a la frente, resulta un engaño si se mira el temor de tus ojos. Abandonar tu personalidad para adueñarte de otra no es tarea fácil, incluso si borraran todos tus recuerdos y te pusieran en otro contexto totalmente distinto; ¿no crees acaso que tu mente llegaría a la misma forma de pensamiento? La destrucción que acompaña tu alma es ineludible; con una máscara no cambiaras la esencia de tu ser. Hay algo en todos los hombres que los hace únicos y no se apartará de nosotros sino con la muerte. Dejar que ese demonio decida tus acciones no es escapar de todo cuanto quieres huir; es convertirse en el demonio y cegarte. ¿Acaso piensas que en verdad puedes convertirte en otro y volver a nacer? ¡Nunca! El pasado del hombre es el hombre.

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Cuando Jun llegó a la cita la noté un poco extraña, muy seria. Habitualmente sonreía al verme y me besaba. Estaba demasiado maquillada y portaba ropa muy elegante, una pañoleta amarilla y aretes rojos. Lo primero que me dijo al verme fue que necesitaba platicar conmigo. Caminamos hacia un parque, yo empecé a contar todo lo sucedido: el robo de la máscara, el trato con el señor Shinoda, la cita con Máscara Blanca… Mis palabras salían como un tropel de pasos sin orden, mezclaba las cosas y evitaba detalles, lo importante era que platicaba con alguien de lo que sólo yo sabía, con alguien que podía comprenderme.
Cuando llegamos al parque nos sentamos frente a una hilera de cerezos, las flores caían melodiosas sobre el suelo y lo pintaban de lila. La abracé y me puse a sollozar en su regazo, me gustaba el olor de su pelo. Además, aquel siempre había sido un buen lugar para llorar.
—Hikaru, ya no podemos seguir juntos —disparó de pronto sus palabras, secas, nítidas y con la fuerza de los mares—, pero podemos seguir siendo amigos si tú quieres…
Aquellas balas que entraron en mis oídos me hicieron caer derrotado sobre una pira. ¿Cuántos golpes de tristeza podía soportar aún mi corazón?
—No es por lo que acabas de decir, lo he pensado mucho y ya no podemos seguir juntos, perdona, no tengo una razón, es sólo que ya no quiero seguir siendo tu novia, pero podemos conservar la amistad… —Jun seguía hablando de eso, pero a mí me preocupaba más el silencio de las cosas. El viento era de una potencia devastadora, los pétalos que caían en remolinos a nuestros pies nos cubrían poco a poco. Me agarré el estómago, sentía malestar en todo el cuerpo, una imagen de gusanos devorando mi podrida alma me traspasó el cerebro, ¿Cuándo acabaría aquel tormento?
—Perdóname, podemos seguir siendo amigos.
—Mierda, ¿no puedes dejar de decir eso? —le grité y me tapé los oídos con las manos. El silencio era insoportable, pero más insoportable era la repetición de sus palabras. Los pétalos llegaban a nuestro pecho.
Me vi de pronto tratando de no ahogarme en aquel mar de flores, sintiendo mi alma destrozada por los gusanos, tratando de escapar de todos, tratando de escapar de Jun pero al mismo tiempo tratando de no perderla. Mis manos sujetaban las sienes; las venas eran víboras tratando de salir de mis manos. Las flores caían. Todo era una repetición de instantes. No sé cuánto tiempo pasó así.
¡Jun!, grité su nombre a la ciudad, pero ella ya no estaba a mi lado. A manotazos salí de aquel mar de pétalos y de aquel parque. Miré en derredor. Nada. Todas las personas parecían iguales, todas tenían rostros azules. Mi situación era absurda, estaba solo en la ciudad más grande del mundo. Caminé hacia la estación de trenes (necesitaba ir hacia alguna parte, necesitaba un lugar para escapar de mí mismo). Miré al cielo, las estrellas que brillaban más allá de los edificios eran la cosa más artificial del mundo, su titilar era una sonrisa de bocas plásticas, una sonrisa de maniquíes. Sentí un asco terrible por la vida, pero me sabía demasiado cobarde para intentar un suicidio, ¿cómo podía terminar con todo eso?, ¿cómo sublimar mi terrible final?, ¿cómo morir y renacer al mismo tiempo?
Al llegar a la estación, crucé la sala de espera. Los increíbles Shinkasen esperaban con paciencia el despeje. En aquellos momentos sabía que cualquiera de los trenes que tomara me llevaría, irremediablemente, al corazón de los infiernos.

Entrar a la casa del director Masaki no representó problema alguno. Los muros de su casa no son muy altos, además de ser un barrio poco concurrido. Caí en un pequeño jardín de arena; unas rocas eran todo el adorno alrededor de las flores. Me escondí cautelosamente debajo de la ventana principal y esperé algunos minutos tratando de escuchar algo, bien para echar a correr, bien para entrar en la casa. No pasó nada, intenté abrir la puerta principal con ayuda de unas ganzúas, la cerradura era por demás difícil, me di cuenta que abrir esa puerta era imposible con aquel instrumento y mi poca experiencia, quedaba el recurso de romper la ventana, pero temía que el ruido alertara a los vecinos. Rodeé la casa y topé con una puerta de servicio. Intenté de nuevo, con ayuda de las ganzúas, y la puerta cedió sin problemas. Cerré y busqué la sala donde habíamos hecho el trato el director y yo. La casa era de estilo occidental; no obstante, tenía desniveles en todos los salones y el piso era de duela. La disposición de los muebles había cambiado, pero el armario con todas las cosas teatrales seguía en el mismo lugar; supuse que ahí estaría la máscara. Boteé la cerradura del mueble con mis instrumentos. La máscara se encontraba en primer plano. Sonreí. Saqué el estuche que la contenía, lo revisé y lo coloqué sobre la mesa de centro. Después, me senté en el sofá y me puse a mirar el televisor tranquilamente.
Hubiera podido salir de ahí inmediatamente, ya tenía lo que quería, pero en un momento me pasó por la cabeza que eso sería como si no hubiese pasado nada, es decir, el director Masaki lamentaría la pérdida de la máscara pero después todo seguiría igual en su mugrosa vida. No, eso no era posible. Tenía que saber que no me iba a quedar con las manos cruzadas, tenía que saber que el hecho de haberme quitado la máscara era un acto que tenía que pagar y, lo más importante, tenía que saber que había sido yo el ladrón.
Odiaba al director. En la época que hicimos el trato, no tenía ninguna idea acerca del valor de mi máscara, tanto económico como sentimental, y él se aprovechó de eso para robarme. Después me echó a patadas de la compañía argumentando mi falta de talento. Imbécil. Con el dinero que me dio ni siquiera pude comprarme una motocicleta.
En unas cuantas horas se escuchó el clic de las puertas del zaguán automáticas que cedían lentamente. Desde las escaleras que daban al segundo piso pude ver al director Masaki sobre el volante. Del lado del copiloto, había una chica de pelo largo y negro, muy joven. Pensé que podía ser su hija, así que subí a la segunda planta para esconderme. En la compañía de teatro nunca oí nada acerca de la familia del director Masaki, de cualquier forma, sólo quería hacerle daño a él.
Entraron y no pasó mucho tiempo antes de darme cuenta que la chica era una prostituta. La conversación versaba sobre sexo y era demasiado estúpida. Pusieron un disco de jazz. Para huir unos minutos, caminé por la segunda planta para ver que encontraba. Entré en una de las habitaciones, parecía un viejo desván. El director guardaba ahí todo tipo de porquerías: vestuarios, posters, maquillaje… En el suelo encontré una cámara instantánea. Empecé a fotografiar la habitación, era un poco absurdo estar ahí fotografiando todo, pero las imágenes a blanco y negro me gustaban, eran instantes que estarían ligados al acto de mi venganza.
Salí con la cámara; abajo el director ofrecía algo de beber a la chica. Descendí tratando de no hacer ruido, y cuando estuve en buena posición tomé una fotografía.
—Hikaru, ¿qué haces aquí? —dijo el director con voz nerviosa cuando notó mi presencia, no se podía decir si estaba molesto o tenía miedo.
—He venido por mi máscara —respondí—. Esa máscara fue herencia de mi abuelo, cuando me la dio me dijo que cuando tuviera problemas la máscara me protegería. Y ahora estoy en problemas: me he quedado sin trabajo porque usted me echó a patadas de la compañía, mi novia se está alejando de mí, y no se me ocurre otra cosa mejor que mi máscara… Es lo único que me queda en estos momentos, ¿comprende?
—Eso no es verdad, tu falta de talento fue la culpable de tu despido. Además, te pagué la máscara en lo convenido.
—¡Una miseria! Usted mejor que nadie sabe el verdadero valor de esa máscara, el señor Shinoda estaría seguramente interesado en ella y pagaría mil veces más que usted. ¿Qué pensaría usted si le dijera que ahora trabajo para los yakuzas?
—¡Largo de mi casa! Esto es absurdo —gritó y me señalándome la puerta con el dedo.
Bajé los dos escalones que me faltaban para desafiar su mirada. Ahora sabía que el miedo invadía los ojos del director, agarraba con fuerza una botella de coñac. Seguí caminando hacia él.
—Detente o te aviento la botella en la cara, ¿quieres la máscara, no es así? ¡Llévatela! —gritó alzando la botella de coñac al aire.
—Sí lo haré, pero primero quiero humillarle, señor Masaki.
Al oír esto descargó la botella sobre mí, pero era un movimiento tan esperado que fue fácil detener el golpe. La botella salió disparada al suelo y se estrelló partiéndose en mil pedazos. La chica dejó escapar un gritó y se fue a esconder tras los sillones de la sala. Entonces, descargué sobre el director un puñetazo que lo hizo caer de bruces sobre la duela; después le propiné una patada en el mentón.
—Es un placer humillar a las personas, ¿no lo cree así? —dije con una mueca de burla—. El placer es lo único que puede sustentar la estupidez humana, de otra manera, usted y yo no estaríamos aquí.
El director Masaki empezó a gatear en dirección contraria. Era bastante gracioso, parecía un felino asustado. Tomé la cámara instantánea y le saqué una foto; luego fui hacia él y le di una patada en el trasero. Saqué otra foto. Las iba regando tras sus pasos y me pareció buena idea continuar. A cada golpe, una foto. Aquello era algo parecido a una obra de arte contemporáneo, una representación y suma de instantes, la continuación de una tortura a través de fotografías. La música hacía de aquel instante un momento realmente inolvidable. La sangre escurría por la nariz del director y su cara de torturado me proporcionaba un goce indescriptible. Había un cierto parecido con mi padre, razón de más para continuar.
Cuando menos lo esperaba la puerta se abrió de golpe y la chica salió corriendo. Me había olvidado de ella por completo. La seguí y la alcancé intentando abrir el zaguán, le di una bofetada y la traje de regreso. La aventé junto al director y tomé otra foto que arrojé en medio de ellos. Al ver el llanto de la chica me di cuenta que ya no tenía caso ir más lejos, primero porque ella nada tenía que ver en el asunto y después porque el director Masaki estaba lo suficientemente golpeado como para considerar mi venganza consumada. Me encaminé por la máscara y antes de votar la cámara instantánea saqué la última foto: una foto de mi máscara y la guardé conmigo. Salí de ahí advirtiéndoles que no se atrevieran a hacer nada.
Ya en la calle, me puse la máscara para recordar un poco la época de mi infancia, donde los gatos pagaban con su vida las palizas de mi padre. Vagaba por el barrio con la máscara puesta escondiéndome de todos. Recuerdo que no tenía el deseo de ser una mala persona; sin embargo, cuando veía un gato la máscara se apoderaba de mis sentidos y ya no sabía más. Después aparecían en mi mente recuerdos de los gatos muertos y mi soledad se hacía más aguda aún. Toda mi vida me he sentido solo, quizá eso no cambiará nunca. La música seguía sonando en mi cabeza mientras recordaba todo esto, un jazz suave y a la vez frenético.

—Esta ciudad es cada vez más violenta, escucha esto Hikaru —dijo Ichiwa desde el sofá con un periódico entre las manos—: trece jóvenes de la nombrada banda de los Pokémon Killers fueron asesinados este lunes en el estacionamiento de uno de los rascacielos del Roppongi. Los jóvenes no presentaban ninguna marca de arma blanca ni de bala, la muerte se produjo por golpes de una fuerza brutal. Hay dos testigos, el primero es cliente del club Takana que se disponía a salir del edificio, desde su automóvil lo vio todo, según sus palabras los Pokémon Killers le cerraron el paso a un chico que corría hacia la salida del estacionamiento, lo rodearon y empezaron a golpearlo con todo tipo de armas. En su opinión, el chico no duraría mucho tiempo con vida, de todas formas, apagó el motor del carro y llamó a la policía, sólo les dijo que se apresurarán al lugar de los hechos, el policía a cargo preguntó por los detalles, el testigo quedó mudo: según una descripción posterior el joven que estaba siendo golpeado sufrió una transformación repentina, su cuerpo creció en todas sus partes y su cara tenía rasgos pronunciados y gruesos, muy diferentes a los del chico que corría hacia el exterior, era en definitiva otra persona. Uno de los Pokémon Killers salió disparado hacia uno de los muros y la lucha continuó con la misma violencia, cuando se dieron cuenta de que no podrían con él empezaron a correr en todas direcciones. El miedo le hizo esconder bajo del volante. El policía siguió preguntando acerca de lo que estaba pasando, pero ya no hubo respuesta. Hubo algunos minutos de calma, y el testigo pensó que todo había terminado, pero no, una respiración agitada se acercaba, un golpe sobre el cobre dobló la lámina e hizo temblar el coche, su curiosidad fue más fuerte que el miedo, cuando volteó hacia la ventanilla vio al asesino, y ya no se acuerda de nada más. Cuando llegó la policía el testigo se encontraba desmayado y dada la debilidad de su estado (ocasionada aparentemente sólo por el susto de una mirada) prestó su declaración en un hospital.
El otro testigo fue uno de los integrantes de la banda, después de ver como había salido disparado uno de sus compañeros echó a correr hacia la salida, el monstruo (como lo describe el testigo) le cerró el paso, lo levantó por el cuello y clavó su mirada en él, en un segundo sus miradas se cruzaron con furia, y sin una razón aparente, el monstruo lo dejó libre, después escapó hacia las escaleras del edificio sin preocuparse siquiera de los cuerpos de sus compañeros. A este testigo lo encontró la policía llorando junto al cadáver de una joven que minutos antes había sido asesinada por el monstruo en las escaleras del edificio, tenía un sable en el vientre dispuesto a hacerse el harakiri. Los dos testigos sufren de trastornos psicológicos bastante graves al igual que una empleada del restaurante que vio al asesino a los ojos. Todos, con excepción de la chica, concuerdan en los rasgos del monstruo: piel roja, rasgos de odio, mirada penetrante y colmillos salientes, pero los comensales del restaurante dicen que el chico era japonés sin duda alguna y de piel blanca. La policía cree que los desmayos fueron causados por alguna hipnosis del asesino.
El segundo testigo ha confesado también que la señorita Setsuko Ouchi, mejor conocida como Máscara Blanca en el ambiente nocturno, les ordenó matar al asesino. La señorita Ouchi está vinculada con el señor Shinoda, un importante jefe yakuza, quien invirtió una fuerte cantidad de dinero para la apertura de los clubes nocturnos pertenecientes a la sospechosa que hasta ahora nadie sabe en dónde se encuentra. Los videos que podían ayudar a aclarar este asunto han desaparecido de la caseta de vigilancia del edificio, se cree que la señorita Ouchi se los llevó consigo. Una máscara blanca y una chamarra que portaba el sospechoso fueron encontradas en el cuarto de servicio del restaurante. Aún no identifican al culpable, la policía sigue buscando más pistas… —finalizó Ichiwa la lectura y me miró con ojos inquisitivos—: Y bien ¿qué piensas de todo esto, Hikaru? No eres el único agredido por la mafia.
No contesté, me quedé pensando, aquella noticia me hizo recordar escenas de la persecución. Me había convertido en un asesino y, aunque hasta el momento nadie sabía mi identidad ni mis fechorías, el simple hecho de saberlo yo bastaba para no sentirme del todo bien. Los golpes de los Pokémon Killers me dolían en todo el cuerpo, sobre todo el golpe de kusiragama que me propinó la chica, pero me dolía más la mirada de gato de aquel chico que había dejado escapar.
Pedí a Ichiwa que me inyectara, al día siguiente tenía que estar bien para la cita con Jun. Fue por la cuchara a la cocina, se notaba muy alegre, al parecer no sospechaba nada acerca de lo ocurrido. Yo estaba abatido, sabía que los yakuzas me estarían buscando por toda la ciudad. Era momento de escapar de todo. Me quité los tenis y vacié disimuladamente la mitad de los diamantes en su interior. Ocho.
—Ichiwa, siempre te han gustado mis tenis, ¿verdad? —dije en un impulso repentino—. ¡Te los regalo!

—Cuando en la Gran Guerra los americanos desembarcaron sus tropas en las costas de Iwo Jima —comenzó a narrar Máscara Blanca mientras esperábamos el resultado de las pruebas—, un puñado de nacionalistas se unió al ejército japonés para combatirlos. Entre ellos estaba el señor Shinoda, tu abuelo, y por supuesto la máscara de teatro noh. No la encontraron en los escombros de un teatro imperial arrasado por el fuego, ni en un tesoro de la nobleza como es de suponerse, sino en una gran ánfora funeraria perteneciente a un samurái de alto rango. Su cadáver era una completa momia pero el ajuar funerario era magnifico según las palabras del señor Shinoda: un juego de té en cerámica china, una armadura con placas doradas, katanas con empuñaduras grabadas en flor, y entre todo esto la máscara de teatro noh con una inscripción que advertía el peligro de ser utilizada. El guerrero enterrado ahí había acumulado el ki de todos sus oponentes llegando a un punto en el que prácticamente era invencible, las hojas adjuntas contaban más de trescientos samuráis muertos por su sable. La máscara heredó el poder de este guerrero y el que la portaba sufría una completa trasformación. A los dos amigos les fascinó el misterio que la enmarca, su perfección y su poder. Decidieron entonces probarla contra el enemigo, y como tu abuelo era el más hábil en el manejo de armas fue él quien la portó. Comenzó la batalla como comienzan todas: con la certeza de la muerte. ¿Puedes imaginar a tu abuelo convertido en un demonio rojo corriendo con un sable desnudo hacia las miles de metralletas que disparaban al unísono contra un solo objetivo?, ¿puedes acaso escuchar la ráfaga de balas mientras la lluvia moja la arena? Su espada dividió en dos al universo. Aquello fue una masacre, esa máscara es una máquina de matar: miles de soldados americanos quedaron regados por la costa, con los miembros cortados y los pechos abiertos. En aquel ocaso, tres colores dominaban el firmamento: la arena de la costa se tornó carmesí, el cielo era una flor color violeta, y el mar bañado en su inextinguible azul —al referir esto los ojos de Máscara Blanca brillaron como si estuviese justo en aquel lugar, supongo que pasa lo mismo con el señor Shinoda—. Cuando tu abuelo cobró conciencia de lo que había pasado —continuó—, se volvió loco; no podía soportar la idea de ser un destructor de la humanidad, la imagen de los soldados americanos regados por la costa se sucedía una y otra vez en su cerebro. Decidió, en contra de los propósitos señor Shinoda ,seguir la advertencia del ajuar de esconder la máscara y alejarse para resguardar el secreto. Entonces escapó de la isla dejando a los americanos la victoria. El señor Shinoda fue hecho prisionero por tres años, y la guerra terminó, como ya sabes, con las bombas que cayeron sobre Hiroshima y Nagasaki —concluyó con una sonrisa de satisfacción en los labios.
—No creo que haya sido una buena decisión por parte de mi abuelo abandonar tan cobardemente la guerra, sin duda no contribuyó a un final feliz —repliqué, pues no me explicaba el motivo de su sonrisa.
—No lo creo, por mi parte, me alegro sinceramente de que haya sido así, ¿te puedes imaginar en qué país nos hubiésemos convertido de haber ganado la Guerra? Aquel fue sin duda un final perfecto, ¡sublime! —al decir esto vi que salían serpientes blancas detrás de la cabellera de Máscara Blanca mostrándome sus lenguas, me froté los ojos tratando de ahuyentar aquella ilusión.
—Tal vez tenga razón —dije tras reflexionar un momento—, pero entonces ¿por qué siguen tras la máscara?
—Muy sencillo. Por el placer del poder. Aunque queramos que todo siga como hasta ahora, la sensación que da al hombre saberse invencible no es comparable con algún otro sentimiento, el control sobre los otros es lo que define nuestro mundo y hay que buscar siempre la cima. Puedes estar seguro que el señor Shinoda no morirá contento sabiendo que pudo recuperar la máscara y no lo hizo — dijo al tiempo que la ceniza se desprendía de su cigarrillo, sus ojos me miraban con suma curiosidad.
—Había notado esa sensación de poder en mí, pero eso no era el móvil principal de mi alma —argumenté—, sino calmar el dolor. Antes de morir mi abuelo me dio la máscara como regalo y me dijo que la utilizara en situaciones difíciles y cuando estuviese solo. También me dijo que me alejara del Señor Shinoda. Nunca comprendí por qué me lo decía hasta ahora, para ser honesto de haber sabido esta historia no habría vendido la máscara, pero la necesidad de dinero siempre fue más grande que mi lealtad.
—No te culpo de nada, yo en tu lugar hubiese hecho lo mismo, por otro lado esa máscara te puede acarrear muchos problemas, ¿no has matado a nadie, o sí?
—No, al menos no a ningún humano, pero los gatos de mi antiguo barrio sucumbieron ante mis garras. Al ponerme la máscara, ésta se apoderaba de mí, parecía cobrar vida, se adaptaba a los rasgos de mi cara. A decir verdad, hubo una época donde tuve mucho miedo, la idea de ser infeliz era una constante en mi pensamiento. Para olvidar eso, escondí la máscara en un estuché por mucho años, y ahí la he guardado hasta ahora. Mas el sufrimiento ha crecido y está empezando a rasgar mi espíritu, sé que la máscara puede calmar el dolor, pero temó que se apoderé de mí y me convierta en un asesino. Deseo con todas mis fuerzas limpiar mi alma.
Hubo un silencio de esos que cortan el espacio, Máscara Blanca fumó de su pipa y contempló el techo, su mirada iba más allá de todo.
—Te dejaré ir antes de revisar las pruebas, si hubiera un posible engaño mis hombres te buscarían en el mismo infierno —dijo repentinamente mientras se quitaba la máscara con cierta parsimonia. Era una mujer muy bella, pero al contrario de lo que había supuesto, sus rasgos eran muy suaves al punto de rayar lo infantil: cara ovalada, labios delgados y nariz redondeada. Me tendió su máscara junto con la bolsa de diamantes que habíamos acordado. Tuve la osadía de preguntar por qué hacía eso—: porque tú ya no eres más que una sombra de la máscara —respondió—, tu único final y tu única gloria, al igual que tu abuelo y el señor Shinoda, es la muerte.
Estupefacto, tomé la máscara blanca que me ofrecía y la cambié por la máscara negra que yo portaba tratando de que Máscara Blanca no viera mi rostro. Los diamantes los eché en la faltriquera del pantalón. Me levanté y me despedí de ella haciendo una leve inclinación de cabeza.
—Los yakuzas de la entrada no podrán reconocerte si portas mi máscara, te recomiendo que no te la quites, buena suerte —me dijo cuando me disponía a salir como si supiera de antemano que la máscara del paquete era falsa. Salí antes de que aumentara mi confusión. No sé por qué me había ayudado, su respuesta no era del todo sincera, quizá ella también traicionaría al señor Shinoda, quitándome la máscara en otra ocasión para que los yakuzas que custodiaban la entrada de su club no se dieran cuenta y se la vendería después a un precio mucho más elevado. En cualquier caso, era mi vida la que estaba en juego, me convenía pensar que había sido un buen actor y que ella confiaba plenamente en la autenticidad de la máscara.
Corrí a los baños del piso 24 donde había escondido la verdadera máscara y me dispuse a salir. Pensaba que todo había salido bien. En los elevadores ya respiraba cierta calma, las paredes eran espejos y contemplé la negrura de mis ojos. Una voz interior comenzó a hablarme, todo fue silencio por algunos minutos. Me sentí hastiado. Pasaron muchas cosas por mi cabeza hasta que me despertó un timbre llegando a la planta baja. Las puertas del elevador se abrieron.

El hombre es espejo de sí mismo, solo imitando a los demás encuentra su esencia. No hay nadie en el mundo que no esté guiado por las acciones de los otros. La vida del hombre está enmarcada por reglas sociales impuestas, la libertad consiste en darse cuenta de ello y acabar con todo.
Frente a ti hay dos máscaras casi idénticas. Aunque es imposible para la mano del hombre hacer dos objetos iguales, es posible hacer que sean similares. Llevas una semana trabajando en ello; el problema con la máscara falsa es que estaba desgastada de la nariz y la pintura de los costados había perdido el brillo. Por el contrario, la máscara de tu abuelo es perfecta; a pesar de haber pasado siglos, sigue siendo de una belleza excepcional, un objeto que cobra vida al portarlo. También has ligado los bordes de la otra máscara para que se adapten a la medida de la original, has agregado pintura para engrosar un poco la nariz, y has hecho pruebas con diferentes barnices para que brille como la original. Sólo falta que seque y todo estará listo. Podrás enviar la fotografía al señor Shinoda.
Eres un verdadero experto en imitar y fingir. Toda tu vida es una gran mentira. Lo sabes. Tu abuelo no te heredó nada, encontraste la máscara en un baúl y te apropiaste de ella. Murió creyendo que al quemar el baúl se había quemado la máscara, y te enteraste del señor Shinoda no por boca de tu abuelo sino porque es un gran coleccionador de máscaras. El director Masaki te corrió porque ya ni siquiera te presentabas a los ensayos. Tú le vendiste la máscara y fijaste el precio, no había razón para humillarle. Alejaste a Jun con tu egoísmo, inventando mil cosas para no estar con ella. En tu interior, suplicabas que se fuera, no merecías tener ningún cariño. Puedo decirte también que traicionarás la confianza de Ichiwa y lo dejarás solo. Tú fuiste (y esto es lo más importante) el que mató a tu padre y su mirada te ha perseguido todos estos años, ¿no lo recuerdas? Fue una noche que llegó borracho a casa y te propinó una golpiza brutal por no haberle saludado humildemente. El coraje invadió tu ser y ya con la máscara en tus manos sucedió lo inevitable: azotaste su cabeza contra las rocas hasta que la figura de tu padre se desvaneció en la sangre y los huesos. Por eso después salías a matar gatos de la calle, eso calmaba un poco tu dolor, y por eso también te encerrabas en tu cuarto a llorar horas enteras, ¿lo has olvidado? Aunque puedes dominar muchas miradas, no puedes soportar aquellas que te recuerdan ese instante, porque nunca pudiste sostener una mirada a tu padre cuando lo estabas matando. Toda tu vida has sido un asesino y una farsa. Qué mejor máscara que la de un joven actor presa de una violenta infancia. A mí, espejo, no puedes mentirme. Hikaru, yo te diré quién eres: eres el otro, siempre serás el otro, no el que se esconde tras una máscara sino la máscara misma. Eres un asesino.

© The Trustees of the British Museum
Al llegar a la estación de trenes de Tokawa, me encaminé a la salida con paso acelerado. Mi espíritu sufría la agitación de los mares, la confusión de las masas… Llevaba la máscara y la mitad del botín junto conmigo.
Todo parecía normal, pero en el andén que daba al acceso de salida comenzaron a perseguirme dos tipos. Eran yakuzas y sabía perfectamente lo que estaban buscando. Comencé a correr vertiginosamente. Una pistola relumbró en mi visión al voltear de reojo. Tenía que perderme entre la muchedumbre.
En mi huida por entre la gente en zigzag, recordé el puente que da directamente hacia el malecón. Primero había que atravesar las casas de la costa; ahí podría perderlos. Como no se me ocurrió otra cosa mejor, corrí con ese propósito. Sonaron dos disparos en el aire. Si lograba pasar del otro lado del puente, había una posibilidad de escapar puesto que el acantilado es muy profundo y podría perderme entre las rocas.
Llegué al primer conjunto de casas y corrí perpendicularmente a los disparos. Tomé algunos callejones que podían confundir a los yakuzas en aquel pequeño laberinto y busqué la calzada que da directamente al faro. Al vislumbrar la torre corrí con todas mis fuerzas para salvar el pellejo, no quería morir de ese modo. Los perdí de vista y rodeé la costa hasta llegar al acantilado del sur. Me detuve en seco cuando la imagen del mar fue imponente, en ese lugar debió comenzar todo. Es para mí una metáfora del infinito.
Contemplé el mar con las manos en los bolsillos. A lo lejos, tres mujeres gigantes salían como islas de las olas y se elevaban en las alturas; todas tenían cabellera verde y palmeras en la cabeza, las bellas siluetas de sus cuerpos ensangrentados se elevaban y crecían hasta eclipsar el sol. Cada una tenía entre sus manos un corazón que latía con fuerza y que lloraba lágrimas de sangre. Sabía que todas eran Jun; sin embargo, las caras portaban distintas máscaras: la primera de ironía, recordé su indiferencia; la segunda de placer, juego preferido de su alma; y la tercera de odio, el que nunca dejó salir de su pecho. Todo consistía en adivinar detrás de cuál estaba su verdadero rostro, ¿Cuál era el sentimiento que de ella emanaba por mí? No lo sabía. La seguí con la mirada mientras las gotas de sangre teñían y agitaban el mar. Una sonrisa de espantapájaros apareció en mi rostro cosida por la fuerza, y tuve por fin la dolorosa certeza de que amaba a esa mujer.
Sin embargo, no quería pensar en ella todo el tiempo. Quería volver a nacer, dejar todo el pasado y todo el dolor en la huella de mis pasos y aventarme al futuro en una explosión cósmica. Le dije adiós a la imagen maravillosa y eterna de Jun.
Comencé a desnudarme por completo, mientras que corría a lo largo de la costa, regaba mi ropa por la playa, incluso los diamantes quedaron en la arena. Era el momento de mandar todo al carajo. Corría. Cerca del oleaje sentí el primer disparo y caí de bruces con el pecho destrozado; la boca se me llenó de sangre. Me paré inmediatamente, y seguí corriendo con la desesperación lunática que da saberse con un disparo en el pecho. No podía quedarme ahí. Un segundo disparo atravesó mi coxis y me tumbó sobre la arena. Entonces, en medio del dolor, recordé a Ichiwa cuestionándome acerca de mi otro yo y me dije que era verdad. Todo tenía que ser verdad, no tenía otra salida que hacer girar la historia, moldear el mundo a mí modo. Mire al horizonte, me vi a mí mismo corriendo desnudo por la costa, no como un demonio rojo, sino como Hikaru, el asesino, el que rompe los espejos, el que entrega su vida al mar para renacer. Me vi adentrándome en las olas y comenzar a nadar con fuerza hacia el principio del mundo.
—¡Sálvate, Hikaru, vive! —grité con todas mis fuerzas al verme corriendo hacia la profundidad de los mares, dándome yo mismo otra oportunidad. Lamento no haber podido decirme otra cosa. Mi boca escupía sangre y las fuerzas me faltaban.
Lo último que hice fue ponerme la máscara de demonio y quedé tendido en la arena. Era una sensación extraña, entre dolorosa y placentera, como un renacer, como verse rodeado de mar en una soledad perpetua. Nunca antes había vivido tan intensamente la transformación de mi ser. Sentí como mis rasgos empezaban a engrosar poco a poco; mi cuerpo era el cuerpo de un demonio rojo con la boca escurriendo sangre. Pronto, los yakuzas me rodearon con su presencia; tapaban el cielo con sus trajes y sus lentes negros, sus caras se ofuscaban a causa de la luz del sol. Una sonrisa de libertad cruzó mis labios. Después de todo, no había perdido nada, la vida me cobraba lo que ya estaba perdido de antemano; no obstante, sabía que un átomo tiene las mismas posibilidades que el universo, sabía que yo era muchos átomos, sabía que yo era el universo. Lucharía por mi existencia hasta el final. Cerré mis ojos en busca de mi destino: el demonio rojo moría poco a poco con el rumor del oleaje mientras que yo, Hikaru, nadaba con todas mis fuerzas hacia el otro lado del mundo.

Le puedes poner: Guillermo Arroyo Jiménez es economista, actuario y escritor. Autor del volumen de cuentos El libro de las artes (Proyecto Literal, 2016).