Nota sobre lenguaje, poesía y conocimiento

Por Ronaldo González

Que el lenguaje diga al mundo tal cual (que literalmente lo aprehenda o tenga el cometido, tampoco muy modesto, de desbrozar el camino a su conocimiento objetivo) ha sido, por lo menos desde el Platón de El Cratilo, una vieja pretensión humana. De aquella antigüedad clásica a nuestros días, ha corrido mucha agua bajo los puentes, pero el venerable asunto de la relación entre lenguaje y conocimiento no ha perdido un ápice de interés. No voy a hacer largo el cuento, pues el arco, y me refiero sólo a la tradición occidental, es dilatadísimo e imposible de recorrer en unas cuantas líneas (con sus estaciones en Parménides, Platón, la sofística y luego Aristóteles, pasando por la escolástica, Locke y la primera lingüística, hasta el relativismo antropológico de Sapir-Whorf, las investigaciones de Vigotsky y Luria, el positivismo lógico, Heidegger, los dos Wittgenstein, hasta Austin, Searle, Chomsky y George Steiner, entre tantos otros y otras, como Concepción Company en nuestros lares).

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Con todo, algo está claro en estos días (algo que va a contrapelo de las ideas dominantes hasta la primera mitad del siglo XX): los lenguajes naturales, el lenguaje literario y el propio lenguaje filosófico (o, con más precisión, algún lenguaje filosófico más en la línea hermenéutica que en la explicativa) se han resistido a ser examinados desde su subordinación a la autoridad de los lenguajes formales de la ciencia. Todavía más, Heidegger afirmó que “la ciencia no piensa”; no lo hace, en efecto, en el sentido literario o filosófico en que puede hablarse, decía George Steiner, de una poesía del pensamiento, de una música del pensamiento, de un pensamiento que, como escribía Valéry, “debería bailarse”.

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Separación de la Luz y las Tinieblas
Pietro Facchetti, (Obra copiada de: Francesco Salviati). Museo del Prado.

La ciencia, y las filosofías analíticas que se proponen como metaciencias o llegan a declararse ciencias ellas mismas, han contribuido, sin duda, a explorar los confines de los lenguajes formales, pero, en el caso de las disciplinas empíricas o fácticas, no han dejado de recurrir a metáforas para nombrar las relaciones y fenómenos del mundo: desde los “humores” hipocráticos; denominaciones como “atracción”, “resistencia”, “corriente eléctrica”, “agujeros negros” o “enanas blancas”, en la física y la astronomía; y, desde luego, en la actualidad, vocablos tan en boga en las ciencias computacionales y de la comunicación, como “nativos” o “migrantes digitales”, para sólo señalar algunas.

Igualmente, en el lenguaje ordinario y en la literatura son muy frecuentes los términos de la ciencia que dejan de serlo para volverse tropos, es decir, representaciones figuradas sin más: la “evolución” no es tal en las artes, como las “revoluciones” políticas no se parecen a las de los planetas, o el “juicio de la historia” o las “identidades” sociales tienen poco o nada que ver con la lógica o el álgebra (para no ir muy lejos, acabo de leer un libro de poesía, de Iván Rocha, llamado Nosología imaginaria: “nosología”, una disciplina médica que se hace cargo de clasificar y dar cuenta de las enfermedades).

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El caso de la poesía es todavía más singular, porque el suyo es un lenguaje que no busca apropiarse del mundo, ni siquiera de su experiencia —al modo de la idea del tiempo en Bergson—, sino de intentar comunicarlo o hacer comunión con él, esto es, crear sentido, hacer al mundo significativo más allá de lo que es en sí mismo (con todo y que, como escribía Nietzsche, el mundo no tenga corazón). En su Poética, Aristóteles insistía en que lo que otorga carácter de poema a un texto no es su forma (su “metro”), sino su capacidad de provocar, desde la ficción, la imitación y la catarsis, un estado de ánimo, una reacción y hasta una conducta en el espectador (ahora en el lector o el oyente). Por eso, para él, en la poesía entraban la tragedia, la fábula y la comedia. Y hay que decir que esto ocurrió dos siglos después de que Safo escribiera, en la isla de Lesbos, la primera obra lírica en Occidente; ya no la poesía épica, sino la efusión del espíritu en su intimidad, en su relación con el amor, la naturaleza, y sí, la muerte. Como sea, hay en el Estagirita una definida alusión a un propiciar el sentido, a la búsqueda o, mejor, al encuentro con el sentido.

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Como suele ocurrir en la historia de la creación y la crítica literaria, esto lo tenía claro, mucho antes de que Aristóteles se ocupara de discutirlo, la poeta de Lesbos en el siglo VI antes de nuestra era:

Dulce manzana que se ruboriza
prendida en lo más alto de la rama
donde tal vez la mano la descuida,
o no la olvida, no, que no la alcanza.

Es la ansiedad de Safo, la poeta que sabe que la memoria no basta y que, por lo mismo, clama por una aprehensión figurada, y más significativa, de lo querido, de aquello para lo que no alcanza el recuerdo.
De ahí la proscripción de la poesía en la sociedad ideal del Platón de La República, porque mengua o, en el extremo, hasta desquicia (como la música órfica) la razón necesaria para el buen ejercicio de la política, la preocupación por los asuntos de la gregariedad, o sea, de la polis. Aunque sí, es ese el mismo Platón que, sin embargo, relata en La apología, cómo Sócrates, antes de morir, prefirió la lírica, el recuerdo del canto del cisne, la remisión al sentimiento, a lo inefable y no al discurso sensato y lógicamente argumentado.

Safo. Miguel Carbonell. Museo del Prado.

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Se sabe que a Heidegger le interesaba la poesía de Paul Celan, así como a Celan le interesaba el “idiolecto” heideggeriano, pero las limitaciones expresivas del filósofo estaban dadas por su renuncia a la teología y a la ética, por la lengua misma de su “idiolecto”. De ahí su silencio, su incapacidad para asumir abiertamente (y hasta para entender a cabalidad) el horror del holocausto nazi. Por eso Celan pudo decir que a Heidegger no lo estrangularon sus opiniones, sino sus omisiones. Sus omisiones éticas, es cierto, pero también poéticas. En su recorrido con Virgilio, Dante decía en Inferno 10:

Puedes pues comprender que cosa muerta
Sea todo nuestro conocimiento desde el momento
En que se cierra la puerta del futuro.

Topamos aquí con la esperanza extraviada de lo trascendente, el desvanecimiento de la esperanza teológica de la salvación. Una esperanza que, sin embargo, será sostenida, gracias a la lengua poética, frente a todo horror, haciéndola brotar, casi se diría literalmente, de las piedras.
Escribe otro poeta en Epitafio para François:

Las dos puertas del mundo
están abiertas:
abiertas por ti
en la doble noche.
Las oímos golpear y golpear
y llevamos lo incierto,
llevamos el verdor a tu siempre.

Hay en la poesía de Celan una puntual respuesta al dictum (o a la mera literalidad prescriptiva) de T. W. Adorno sobre la imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz. Tal y como lo expuso en 1958, en el discurso de recepción del Premio de Literatura de la Ciudad de Bremen: “Sólo una cosa permanecía alcanzable, cercana y segura en medio de todas las pérdidas: el lenguaje. Sí, la lengua —afirmaba Celan—. A pesar de todo, permaneció segura contra la pérdida. Pero tuvo que atravesar su propia falta de respuestas, el silencio aterrador, las mil tinieblas del habla asesina. No me dio palabras para lo que estaba pasando, pero lo atravesó. Lo atravesó y pudo resurgir, ‘enriquecido’ por todo ello”.

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«En lo recóndito, todo es ley», escribió Rilke en su sexta carta a un joven poeta. Hasta donde entiendo, lo que quiso decir es que en la soledad todo es acaecer y uno mismo se vuelve acaecer. Por así decirlo, una “legalidad” diferente de la científica o de la del orden moral o jurídico. ¿Es ese un tipo de conocimiento? Creo que sí. No un conocimiento intelectual, sino, como quería Benedetto Croce en su Estética, un conocimiento intuitivo de un acaecer percibido en un nivel distinto al del mundo físico, natural o al de las convenciones sociales.

Pieter Fris. Orfeo y Eurídice en los Infiernos. Museo del Prado.

Se trata, apunta Croce, de “la unidad no diferenciada de la percepción de lo real y de la simple imagen de lo posible”. No percepción en bruto, sino actividad del espíritu sobre el flujo de las sensaciones, con lo cual estamos ante la expresión artística del acaecer. Y eso ocurre con quien crea (o, más propiamente, re-crea) y con quien se apropia de la obra, o en las palabras del Steiner de Presencias reales: con quien la “ingiere”.

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De manera semejante al clamor fenomenológico husserliano, alguna poesía también podría gritar “¡A las cosas!”. Más allá de la “actitud natural”, de los prejuicios, las convenciones y las grandes palabras, ir a las cosas. Pero, como sucede con la narrativa kafkiana, ese grito no demandaría la construcción de un nuevo andamiaje filosófico para penetrar en la conciencia y, a través de ella, en el mundo. No ir por la realidad, sino por el descubrimiento de la experiencia, incluido el absurdo, y desde ahí seguir en la búsqueda. Lo que ciertamente supone la creación misma del sentido, o, en último término, la no renuncia al sentido aún en la más pesarosa de las circunstancias.

Venus recreándose en la Música. Vecellio di Gregorio Tiziano. Museo del prado.

Ronaldo González Valdés. Culiacán, Sinaloa (1960). Sociólogo, historiador y ensayista. Entre sus últimos libros publicados, George Steiner: entrar en sentido (Prensas de la Universidad de Zaragoza, España, 2021), Culiacán, culiacanes, culiacanazos (Ediciones del Lirio, México, 2023) y Tiempo y perspectiva: El Guacho Félix, misionero secular (Universidad Pedagógica del estado de Sinaloa y Ediciones del Lirio).

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