Sócrates enamorado: entre la conjetura y la historia 

Por Hugo Garciamarín

En uno de esos videos que recorren los laberintos digitales de TikTok e Instagram, aparece un hombre de mediana edad, de barba entrecana, gafas redondas y una melena descuidada, que lanza con absoluta convicción la siguiente afirmación: «Una mujer de nombre Aspasia fue maestra de Sócrates. Eso no lo dicen sus libros de texto. Y no lo dicen porque años después a los cristianos, a la Iglesia, no les pareció correcto que una mujer enseñara a líderes y filósofos». El video, como era de esperarse, se viralizó. Al fin y al cabo, es difícil resistirse a una revelación de esa magnitud, sobre todo cuando pone en tela de juicio las narrativas «oficiales» y recupera el lugar de una mujer «borrada» de la historia. 

Lo cierto es que muchos estudios no mencionan que Aspasia fue maestra de Sócrates porque no hay fuentes históricas que permitan afirmarlo con certeza. La historia antigua no se caracteriza precisamente por su generosidad con los detalles biográficos y mucho menos con los datos sobre mujeres relacionadas con la política y la filosofía. Aspasia de Mileto fue una figura importante en la Atenas del siglo V a. C.. La conocemos, sí, pero mal. Sabemos de ella gracias a comedias de la época, que la retratan como una hetaira —una mujer culta, pero también una cortesana—, y a través de fuentes posteriores que tienden a alimentar tanto su leyenda como su descrédito. De lo poco que no hay dudas es que tuvo una relación con Pericles, el gran líder de la democracia ateniense, y que fue parte de su círculo político e intelectual. 

Sócrates, por su parte, aparece en la historia como un viejo filósofo, pobre, desalineado, dueño de una inteligencia punzante. Su imagen está construida principalmente por dos discípulos, Platón y Jenofonte, y a través de ellos se ha filtrado esa imagen hacia nosotros. De su juventud sabemos poco y casi nada de sus primeros años de formación. Y ahí es donde entra la conjetura: ¿Pudo Aspasia ser su maestra? ¿Pudo influir en la manera en que Sócrates concebía el diálogo, la retórica, incluso el amor? 

Portrait of Aspasia, bust-length to right, wearing a veil
Stipple and etching on chine collé. © The Trustees of the British Museum.

La suposición encuentra su origen en una figura platónica: Diotima. En El Banquete de Platón, Sócrates narra que todo lo que sabe del amor lo aprendió de una mujer sabia llamada así. La idea de que Diotima es, en realidad, un disfraz literario de Aspasia ha sido sostenida por algunos estudiosos contemporáneos, sobre todo a partir de una lectura simbólica y política del texto.

La conexión es sugerente, pero no concluyente. No hay en Platón una identificación explícita entre Diotima y Aspasia. De hecho, la única mención directa de Aspasia en los diálogos platónicos se encuentra en el Menéxeno, donde Sócrates le atribuye a ella la autoría de un discurso fúnebre pronunciado por Pericles. En Jenofonte, por otro lado, Sócrates alude a Aspasia como una mujer de gran sabiduría para instruir a otras mujeres, pero no mucho más. 

Y es justamente esa ambigüedad la que ha dado pie a múltiples conjeturas, algunas incluso bienintencionadas. Afirmar que Aspasia fue la maestra de Sócrates puede sonar provocador, pero no por ello resulta necesariamente cierto. La Iglesia, sin duda, ha sido responsable de numerosas omisiones, censuras y distorsiones. A esto se suma que diversos textos, escritos en su mayoría por hombres, han retratado a Aspasia desde una mirada profundamente misógina. Con todo, los datos que tenemos hasta el momento no bastan para respaldar con certeza la idea de una maestra oculta tras el filósofo, por más que sostenerlo desagrade a ciertos públicos y reduzca, sin duda, mis posibilidades de volverme viral de lo políticamente correcto en TikTok.

Armand D’angou, Sócrates enamorado. Cómo se hace un filósofo. Barcelona: Ariel, 2020.

En Sócrates enamorado. Cómo se hace un filósofo (Ariel, 2020), Armand D’Angour se propone la tarea audaz de iluminar los años perdidos del Sócrates, aquellos que la tradición ha dejado sumidos en la penumbra del mito o la indiferencia. Frente a la figura tradicional del filósofo viejo —el que dialoga con una ironía filosa, descalzo por las calles de Atenas, provocador, feo, sabio y condenado a muerte—, D’Angour pretende resolver varias preguntas interesantes: ¿Qué sabemos del joven Sócrates? ¿Tuvo amores? ¿Ambiciones? ¿Relaciones que marcaron su pensamiento? ¿Aspasia fue su maestra?

El libro es, ante todo, de divulgación: claro, entretenido, con un tono narrativo amable y una estructura ágil que permite al lector sin formación especializada seguir con interés las hipótesis que el autor desarrolla. Por momentos, Sócrates enamorado parece una versión extendida de apuntes de clase, acaso escritos con el ritmo que se adquiere al explicar una y otra vez la misma pregunta frente a generaciones distintas de estudiantes en Oxford.

D’Angour, no obstante, no cumple su objetivo cabalmente, y las razones de ello están explícitas en la introducción de su libro: simplemente no hay fuentes suficientes para explicar totalmente la vida del joven Sócrates, incluyendo su relación con Aspasia. Lo que queda, entonces, son intuiciones, reconstrucciones a partir de contextos, asociaciones posibles entre personajes históricos que coexistieron en tiempo y espacio, pero de los que no hay certeza sobre el tipo de vínculo que establecieron.  

Quizá el mayor acierto del libro reside en mostrarnos que, aunque Sócrates no provenía de una familia rica, se vinculó con la élite. Su origen podría situarse en lo que hoy llamaríamos una clase media ateniense; su padre, cantero (labraba piedras), su madre, partera. No era noble, pero tampoco marginal. Esa condición le permitió moverse —gracias a su inteligencia, formación y carisma— en los círculos altos de la sociedad. D’Angour reconstruye con habilidad sus vínculos con figuras como Alcibíades, el joven bello e impetuoso al que Platón presenta como discípulo y objeto de deseo de Sócrates; con Arquelao, el filósofo físico que pudo haberle enseñado una visión racional del mundo; con Anaxágoras, el sabio de mirada cosmológica que introdujo la noción de nous (mente) en la filosofía griega. En ese contexto, es plausible pensar que Sócrates haya tenido contacto con Aspasia, quien vivía rodeada de esos intelectuales y de los políticos más influyentes de su tiempo. 

No obstante, de esa plausibilidad a la afirmación de una cercanía hay un trecho considerable, y D’Angour lo cruza sin mayor cuidado. A partir de la cercanía entre Sócrates y el entorno de Pericles, infiere relaciones, afectos, incluso encuentros decisivos entre el joven filósofo y Aspasia. Pero el texto, aunque sugerente, no consigue sostener esas afirmaciones con pruebas documentales. Lo que ofrece es más una ficción argumentativa que una demostración histórica. Y eso no necesariamente invalida el ejercicio, pues en la historia de las ideas, también hay espacio para la imaginación razonada. Pero sí exige que el lector distinga con claridad entre lo que se sabe y lo que se intuye

Un ejemplo del salto sin cuidado entre la historia y la conjetura es la interpretación amorosa que hace del vínculo entre Sócrates y Alcibíades, de quien fuera maestro. En Grecia era común que entre maestro y discípulo se estableciera una relación afectiva que incluía intimidad física. No se trataba de una relación puramente sexual ni de una relación igualitaria: era un vínculo estructurado por roles pedagógicos, sociales y eróticos. El maestro —mayor, sabio, activo— podía encontrar placer en el cuerpo del discípulo —joven, bello, pasivo—, y el discípulo, a su vez, correspondía al afecto y la enseñanza con un tipo de gratitud corporal que no implicaba la penetración, sino prácticas como el intercrural, es decir, la fricción entre los muslos. Cuando la relación pedagógica terminaba, el vínculo físico también debía concluir; si persistía, ya no era visto socialmente como algo noble, sino como una degeneración de la paideía (enseñanza). Por eso mismo, cuando entre Alejandro Magno y Hefestión se mantuvo un vínculo amoroso en la adultez, la relación fue vista con recelo. 

Socrates seeking Alcibiades in the house of Aspasia, after a painting by Gérôme (1861; Ackerman 131; Private collection); young man sitting on a couch on a terrace, Aspasia lying on his lap, and Socrates standing beside him and taking his hand. 1870/72
Etching © The Trustees of the British Museum

Que Sócrates enamorado omita esta dimensión —fundamental para comprender la ética y la estética del deseo en la Grecia clásica— es significativo. En lugar de contextualizar, el autor elige proyectar sobre Alcibíades y Sócrates una narrativa de atracción persistente y romántica que desatiende los códigos simbólicos y sociales del momento. El joven discípulo, en los diálogos platónicos, representa una belleza atrayente, pero también una prueba moral para el filósofo, que en El Banquete se jacta de no haber cedido a la tentación. ¿Es esa una confesión literal? ¿Una parábola del autocontrol? ¿Una ironía? Pareciera que el autor toma estas escenas al pie de la letra cuando le conviene, y las reinterpreta con libertad cuando le resultan incómodas.  

En este misma línea, para sostener que Aspasia fue la maestra de Sócrates en temas amorosos y retóricos, el autor recurre, como y mencioné, a la figura de Diotima en El Banquete, y propone que Platón la habría ocultado bajo ese nombre ficticio para no vincular a su maestro con una mujer «de mala reputación» y tampoco con los sofistas. Aun si aceptamos —con toda la conjetura que ello implica— que Aspasia y Sócrates compartieron una intimidad intelectual mayor a la que las fuentes históricas nos permiten afirmar con certeza, no por ello se alteraría el hecho esencial de que el mundo que los rodeaba —especialmente su círculo cercano— estaba profundamente atravesado por las artes de la retórica. En ese escenario, las enseñanzas retóricas podían surgir de cualquier rincón del mismo círculo, y por tanto, no importa tanto quién enseñó a quién, sino que el pensamiento y la palabra eran entonces oficios colectivos, transmitidos en un ambiente donde todos —filósofos, sofistas, políticos, mujeres sabias como Aspasia— eran, al menos por un instante, artesanos del logos.

Más allá de esta acotación, es posible observar que el autor se acerca al pasaje de Diotima intentando descifrar lo que el texto insinúa. Y todo bien hasta aquí. Sin embargo, este ejercicio hermenéutico no es constante ni consistente. Por ejemplo, cuando Platón pone en boca de Sócrates, en la Apología, la existencia de una voz interior —un daimon— que lo acompaña y lo disuade, D’Angour se aparta de toda posibilidad metafórica o literaria, y prefiere ver en esa voz la manifestación de una afección psicológica concreta, quizá patológica. Hay, en su método, una oscilación desconcertante: donde podría haber poesía, ve un diagnóstico; donde hay un posible silencio significativo, encuentra pruebas.

Esta flexibilidad interpretativa debilita el argumento central del libro. No porque carezca de imaginación —la hipótesis de Aspasia como figura fundacional en la formación de Sócrates es sugerente—, sino porque no respeta los límites entre historia, conjetura y ficción. Al alternar entre la lectura alegórica y la lectura literal sin reconocer sus propios desplazamientos, el autor termina por transformar las fuentes en instrumentos de una narrativa deseada más que en vestigios de un pasado complejo. 

Finalmente, tanto el profesor del video viral como Armand D’Angour comparten una misión valiosa: la necesidad de imaginar otras formas de narrar la historia. Ambos, con distintas herramientas y lenguajes, buscan alternativas a las versiones canónicas. Sin embargo, mientras el primero se mueve con la ligereza de quien construye un personaje viral, D’Angour intenta tender un puente entre el dato y el deseo, entre la filología y la conjetura. El problema es que, en su afán por sostener su hipótesis, olvida por momentos que la historia no es una novela, aunque a veces se le parezca. Entre ambos, quizá se dibuja un espejo: el primero «revela» con audacia; el segundo «afirma» con elegancia. Pero ninguno logra decirnos con certeza quién fue Aspasia ni qué papel jugó en la vida de Sócrates. Y, sin embargo, en esa búsqueda inconclusa, ambos nos invitan —y eso no es poca cosa— a mirar de nuevo.

Socrates leading Alcibiades from the arms of Voluptuousness; also with two female figures at r, one reclining on chaise longue. 1791 Graphite © The Trustees of the British Museum

Hugo Garciamarín (@Hgarciamarin) es politólogo y Director de la Revista Presente

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