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La (in)justicia imaginaria

Por Alonso Vázquez Moyers

Una de las preguntas centrales para la Sociología es la que surge del concepto de “cooperación”: ¿por qué tenemos por legítimo un cierto orden y obedecemos normas (sean sociales o jurídicas) más allá de la sanción?

En nuestra vida cotidiana, nos movemos en varios órdenes sociales que nos disponen a comportarnos de una manera determinada y que, en la mayoría de los casos, damos por sentado que existen. En otras palabras, sabemos cómo comportarnos, cómo interactuar, a quién reconocerle autoridad (moral, jurídica, intelectual) y de qué manera están organizadas ciertas formas de ser y hacer. Esto hace posible el funcionamiento de estructuras sociales como el flujo del tránsito, la obediencia más o menos predecible a ciertas reglas, el reproche a quien no lo haga, etcétera. Cualquier teoría sociológica, sea micro o macro, parte con proposiciones que intentan responder lo anterior. 

Pero el vínculo social que nos une como comunidad política y nos dispone a obedecer determinadas formas sociales no tiene una existencia material, sino que está constituido por lo que Corneluis Castoriadis denomina “imaginarios sociales”. 1 Estos se forman a partir de estructuras históricas, prácticas sociales, ritos, narrativas y disputas políticas que se transforman en ideas que posteriormente impactan en cómo percibimos el entorno y actuamos dentro de él. Un orden social es legítimo porque creemos que así lo es, y nuestra práctica lo reproduce.

Sin embargo, su aceptación no es automática. Por eso se construyen, no necesariamente de manera deliberada, formas e instituciones que fundan y refuerzan los vínculos sociales que hacen posible la existencia de un determinado orden.

El presente ensayo es parte de una investigación en curso, por lo que presento algunos de los apuntes, argumentos principales y puntos de partida. En primer lugar, argumento que el conflicto que enmarca la reforma judicial está mediado por imaginarios sociales divergentes. Posteriormente, trato de dilucidar las posiciones que conforman los imaginarios respecto a la democracia, el derecho y sus operadores. Para ello, establezco que el primer imaginario en contienda es el de la democracia y, el segundo, el derecho, particularmente la dimensión jurisdiccional.

La fantasía de la democracia como las reglas del juego

Para que un determinado orden sea posible, hay un vínculo imaginario que nos constituye dentro de las distintas esferas en que interactuamos. Para quitarle un poco de abstracción a la idea, partamos de lo general. 

Lo que nos constituye como mexicanos no es sino una serie de elaboraciones mitológicas, narrativas, estructuras históricas y prácticas simbólicas que le dan materialidad a la idea de la mexicanidad. Somos mexicanos porque nos identificamos con prácticas sociales y culturales y porque imaginamos que somos parte de un colectivo con una historia, pasado y presente que va más o menos en una dirección. 

Así, son los mitos, prácticas y elementos culturales comunes los que proporcionan una representación de quienes somos, cómo debemos comportarnos en determinados espacios, qué debemos sancionar como debido e indebido y por qué. 

Nada de ello tiene una existencia material en el sentido más estricto. En cambio, existe porque creemos que está ahí y porque tiene una realidad simbólica. La constitución del poder y quienes lo ejercen necesariamente está atravesada por esa dimensión imaginaria, simbolizada por edificios, normas, autoridades. Todas ellas forman una representación del orden, de su necesidad y estructuras históricas que le dan materialidad a la legitimidad.

Así, la legitimidad es una práctica social simbolizada en una norma y algunos ritos, aunque tiene muchas más dimensiones, incluso emocionales. Las formas simbólicas para constituir la legitimidad y, por ende, darle sentido al vínculo imaginario que nos lleva a obedecer una norma y a quienes se encargan de hacerla cumplir son variadas; una de ellas es la democracia. 

Al tratarse de una idea, así como de una manera de llevarla a cabo, ha habido a lo largo de la historia varias maneras de constituir su importancia y vincularnos a través de ella. Entonces, la democracia juega un papel fundacional en los órdenes sociales contemporáneos, porque sirve de vínculo imaginario y es el fundamento simbólico del ejercicio del poder legítimo. Pero los imaginarios no son estáticos ni únicos; se disputan y modifican porque son parte de la esfera política, que siempre necesita legitimarse.

La democracia contemporánea se construyó a partir de un imaginario social-procedimental.2 Esta idea, donde la democracia funciona a partir de reglas claras e instituciones que no hacen sino asegurarse de que se cumplan, configuró el quehacer institucional, jurídico y político de los últimos años. Supone, por supuesto, un funcionamiento específico de las instituciones por lo que fundó algunas y, en cierta medida, configuró las preexistentes, entre las que está el quehacer jurídico.

El poder judicial, aunque habrá que decir más propiamente “los poderes judiciales”  (ya me detendré en porqué es importante la precisión), no son creaciones ad hoc del orden social de la transición, pero definitivamente este influyó en su estructuración, aunque también fue influido por el derecho. Y es que el derecho es productor y producto de lo social: lo constituye, recrea y legitima. 

En la idea sobre la que se constituyó el orden social de la democracia procedimental, los procedimientos bastan para dotar de legitimidad a los acuerdos políticos y al ejercicio del poder. Las personas y los liderazgos políticos dejaron de tener relevancia. Desde luego, la realidad hizo pedazos esta fantasía, pero es otro asunto. Por su parte, el derecho, y de manera más específica la función judicial, descansa en la misma premisa, aunque no necesariamente es una derivación de ese orden político del que sí forma parte, como ya dije. 

La principal función del derecho y el imaginario sobre el que se constituye es la imparcialidad. La persona juzgadora no debería tener una influencia respecto al objeto de una controversia judicial. Desde luego, esto es un poco más complicado, porque siempre habrá una dimensión apreciativa, valores y escuelas a las que se adscriba un juez. En sus sentencias se reflejarán marcos teóricos, metodologías, epistemologías y elaboraciones morales. Pero la idea es que siempre tendrán un respaldo jurídico ajeno a cualquier influencia que no sea el derecho como discurso y sistema de normas. 

Aclaro para evitar equívocos: sostengo que esa es la manera en que se configura el imaginario de la persona juzgadora, no que se trate de la realidad absoluta del derecho. En mi premisa, no habría tal cosa como una realidad extrínseca a los procesos sociales y actores que la producen. Así, no sostengo que la función judicial sea siempre objetiva ni ajena a lo social, sino que la mayoría de las personas juzgadoras así lo perciben porque así se ha configurado el imaginario del quehacer jurídico y judicial.

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La fantasía del estado de derecho: el poder de la palabra judicial

Es bastante famoso el diálogo entre Alicia y Humpty Dumpty:

—Cuando yo uso una palabra —dice Humpty Dumpty en tono bastante despectivo—, esa palabra significa exactamente lo que yo decidí que signifique… Ni más ni menos.

—La cuestión —responde Alicia— es saber si usted puede hacer que una palabra signifique un montón de cosas diferentes. 

—La cuestión —replica Humpty Dumpty— es saber quién manda. Eso es todo.  

El poder de las personas juzgadoras es justamente el poder de determinar no sólo qué significa  un enunciado jurídico, sino también cuáles son sus alcances y por qué una norma, un enunciado, debe aplicarse en un sentido determinado en un caso específico. 

No es cualquier cosa. Bien puede suponer que una persona pierda su libertad, por ejemplo, o redefinir el estatus de ciudadana de una persona nacida en el extranjero, cambiar el estado civil de dos individuos o limitar el ejercicio del poder punitivo. 

El derecho es el mundo en donde se disputan los significados y son las personas juzgadoras quienes tienen el poder de la palabra (de ahí viene la idea de jurisdicción: decir el derecho). Dictar una sentencia es constituir el mundo dentro de una serie de posibilidades. Dos, al menos, si hablamos de una contienda de derecho, un litigio. En una relación mediada por el derecho, el juez decide, tiene la última palabra. 

No es un mandato divino, ni un poder absoluto. Es extensa la bibliografía sobre el papel que deben jugar las personas juzgadoras a la hora de decidir controversias, que, simplificando, va de la idea de los jueces como la boca de la ley (Montesquieu) a los jueces activistas, que con sus resoluciones no sólo “crean” el derecho y con ello la realidad social, sino que incluso pueden decidir si una determinada norma es inconstitucional y, por lo tanto, sacarla del ordenamiento jurídico. Básicamente ese es el poder de las personas juzgadoras. Y las preguntas que surgen son: ¿de dónde procede?, ¿cuál es su fundamento y por qué éste es legítimo?

Desde el mundo jurídico, no hay discusión: la legitimidad de las personas juzgadoras viene tanto de la forma en que son nombrados, como del contenido de sus resoluciones. No es infrecuente escuchar a una persona juzgadora decir: hablo a través de mis sentencias. Casi con esas palabras exactas expresó el día 27 de junio el ministro Laynez Potisek y confesó un mea culpa.

Desde el imaginario jurídico, el derecho aparece como un sistema cuyo contenido, definiciones y objetivos se encuentra fundamentalmente en las leyes y resoluciones judiciales. Es la visión que aprendemos en las facultades de derecho, donde, entre otras cosas, definimos qué son los problemas jurídicos y cómo se resuelven. Sobra decir que las clases de sociología, historia y ciencia política pasan prácticamente de largo. 

Es, justamente, parte fundamental de la formación jurídica. El derecho, como cualquier disciplina, se aprende tanto en las aulas como en las interacciones, sean académicas o profesionales. En esta última esfera, aprendemos prácticas específicas que sirven para adquirir y posteriormente dominar el saber jurídico que, para desgracia de abogados, jueces y funcionarios del poder judicial, aparente e ilusoriamente está separado de lo social. Es decir, que acontece por fuera y más allá del mundo natural. El derecho se encuentra en los expedientes, la doctrina, el discurso jurídico y los salones de clase.

La fantasía de la justicia popular

En la antípoda, se encuentra la democracia popular, que reconfiguró la idea que hasta hace poco tuvimos de la democracia (la democracia procedimental de la transición).3 Este es el imaginario sobre el derecho y el poder judicial que más me interesa. Primero, porque está detrás de la legitimación de la reforma judicial. Segundo, porque es más difícil de discernir, en tanto que no está configurado por quienes participan directamente en el quehacer judicial, pero han resentido sus efectos o imaginado cómo funciona, a qué intereses obedece y cómo opera. 

La conformación de este imaginario obedece a factores que van más allá del entramado judicial entendido como racionalización y especialización. En todo caso, la disposición de los tribunales, su funcionamiento y formas, son vistos como laberintos ad hoc para legitimar un orden social injusto. Así este imaginario obedece a otras estructuras históricas y experiencias que se condensan en el lugar común: “la sed de justicia”.

Este imaginario no requiere de un entendimiento cabal de la forma en que opera el poder judicial; incluso, prescinde de éste. A continuación, describo en líneas generales de qué estructuras de significado se conforma y sugiero algunas de las actitudes sociales que lo caracterizan y, después, señalo algunos defectos, limitaciones y conclusiones.

La dimensión imaginaria de la justicia popular se ha conformado por la idea general de la “sed de justicia” que dibuja, aunque sea de manera imprecisa, los malestares más importantes de un país desigual, cuyos sectores menos favorecidos experimentan en su vida cotidiana diversas clases de injusticias, que van del maltrato en las ventanillas de las oficinas públicas al acoso en plazas comerciales, la criminalización en las campañas contra la delincuencia e incluso en los medios de comunicación masiva. 

La fundada percepción del trato diferenciado en determinados espacios, así como su interacción con autoridades y otros actores sociales que los colocan en una posición sistemáticamente subordinada, los lleva a asumir una actitud de desconfianza hacia las autoridades, da lo mismo si son policías, fiscales, funcionarios o jueces. Las injusticias propias del sistema social los han constituido como parte de un orden social y por fuera de otros; es la idea de los privilegiados y los desfavorecidos.

Así, para quienes ocupan este espacio social desfavorecido, la justicia puede “ni siquiera existir”. Su experiencia, por el contrario, está marcada por la indiferencia y el abuso.

Pero la fantasía de la democracia popular no está solamente constituida por personas desfavorecidas. Hay también quienes, ocupando alguna posición más o menos privilegiada (profesionistas, personas con educación universitaria e incluso funcionarios públicos), reivindican un imaginario similar. Desde luego, no necesariamente por los mismos motivos. Y el problema no es tanto la percepción de injusticia, que sin duda existe, sino el señalamiento de sus responsables. 

En la encuesta levantada por Morena para conocer las opiniones sobre el Poder Judicial, más del 70 por ciento respondió que percibe corrupción en este.4 Sin embargo, de la pregunta no podemos inferir que tengan o hayan tenido un conocimiento directo de la corrupción. En cambio, ese “saber” proviene de lo que la o el encuestado “sabe o ha escuchado”. 

De esto, podemos intuir que su imaginario proviene de predisposiciones, prejuicios, escándalos mediáticos y la sensación compartida, que incluso va mucho más allá de México, de que la justicia es un entramado de laberintos donde sólo resultan favorecidos por ella quienes pueden comprarla. 

El modelo democrático de la transición imaginó cómo lograr que esto no fuera así (entre otras cosas, su propósito sí fue lograr mejores sistemas de justicia). No me ocupo aquí de decir qué falló y por qué, pero lo cierto es que fue una de tantas promesas incumplidas de la democracia. 

Lo relevante es preguntarse qué tanto de eso es en realidad culpa de las personas juzgadoras. Y la respuesta es sencilla: prácticamente nada. Si bien, como ya he referido en estas mismas páginas, existe una concepción del derecho que sigue las líneas del programa neoliberal y que, desde luego, ha impactado en la manera en la que los denominados operadores jurídicos piensan el derecho, una reforma judicial democrática tendría que apuntar hacia la mejora en el acceso a la justicia.5 Y, en todo caso, habría que revisar la formación de las personas juzgadoras, sea desde las facultades de derecho, institutos de investigación y escuelas de formación para contrastar visiones de la democracia y, en todo caso, añadirle dimensiones sociales.

No obstante, si, como referí, el objetivo es mejorar el acceso a la justicia, habría que señalar y atender varios problemas que, valga decir, ni siquiera son ejes de la propuesta de reforma.

Por ejemplo, el acceso a los tribunales es problemático y difícil por varias razones: 

1) No hay suficientes abogados que lleven casos socialmente sensibles. El ejercicio del derecho ha sido una industria que busca la ganancia, por lo que llevar casos de poca monta no representa ningún atractivo para la mayoría de los abogados. 

2) Las defensorías de oficio que sí hay, no tienen personal suficiente y, aunado a esto, mucha gente desconoce su existencia. Sin embargo, la defensoría del poder judicial de la federación cuenta con personas altamente capacitadas, hay casos destacados de defensoras de oficio que han logrado resoluciones transformadoras. Cito un par de ejemplos. 

En la justicia electoral, una persona en situación de calle consiguió que el INE expidiera en su favor una credencial para votar que, como sabemos, sirve también para acceder a derechos sociales (trabajo, programas sociales).6 En la justicia administrativa, es muy frecuente que las pensiones asignadas por el ISSSTE sean revisadas por tribunales y que se asignen cantidades mayores a las originalmente establecidas por dicha autoridad. Y son abogados de oficio federales los que han llevado esos casos. 

En lo local, destaca el caso de mi excompañera y exitosa defensora de oficio en Querétaro, Dulce María, que logró una sentencia condenatoria por maltrato animal, luego del envenenamiento de un par de perritos. 

Por otro lado, nuestra cultura jurídica es excesivamente litigiosa, lo que recarga de trabajo a los tribunales, que normalmente están rebasados. 

Además, en este imaginario suelen confundirse los poderes judiciales federal y local, así como conceptos jurídicos que dificultan su entendimiento sobre qué sucede en un litigio. No es infrecuente, por ejemplo, escuchar que los medios refieran que un determinado sujeto (normalmente vinculado a las estructuras de poder) “se amparó” ante el otorgamiento de una suspensión provisional. De la mano está la deslegitimación política cotidiana.

Es fácil echarle la culpa a una jueza por la liberación de un detenido contra el que, por ejemplo, no había orden de aprehensión y reivindicar que se trató de “tecnicismos”. Como la esfera jurídica es percibida como innecesariamente técnica (y en ocasiones lo es), resulta sencillo decir que los tecnicismos son vías para que los juzgadores perpetúen la injusticia. 

Es casi lógico que una narrativa política que coloca el acento en lo popular y una esfera jurídica alejada de lo social y autopercibida como suficiente, produzca reformas como la que nos ocupa. 

La reforma judicial no es sino una “solución” fácil que en realidad genera más problemas de los que resuelve pero que apunta al flanco más débil: la falta (imaginaria) de legitimidad. Así, en el imaginario de la justicia popular poco importa si las personas saben diferenciar una labor de otra, a un poder de otro. Suelen verlo como parte de un mismo andamiaje, donde las prácticas sólo cambian de escala, pero los vicios son los mismos. 

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Para concluir 

La mayoría calificada fue la apuesta desde que inició el proceso electoral, que, en los hechos, ocurrió muchísimo antes de lo que marcaba el calendario del INE. Quizás, el plan para la campaña federal haya comenzado desde la presentación de las mal logradas reformas electorales; una cosa era contar con una candidatura y otra con una narrativa. Una candidatura exitosa necesita de una figura carismática y de una narrativa poderosa para que movilice a la gente y anime, en todo caso, a votar. En ausencia de una, hay que reforzar la otra. Aunque hay ocasiones que, como en 2018, se tienen ambas.

Las reformas constitucional y después legislativa formaban parte de un plan mucho más ambicioso que solamente reformar al Instituto Nacional Electoral. Es posible y hasta probable que el cálculo político de López Obrador se haya anticipado desde entonces a lo que seguiría: el descontento de las élites políticas, académicas y culturales, así como cierta parte de la burocracia, las impugnaciones jurídicas, las declaratorias de inconstitucionalidad (debidamente declaradas, dicho sea de paso), que tendrían como efecto dejar intocadas a las instituciones electorales; en particular al INE. 

Previsto o no, ese resultado sirvió para construir una narrativa que mostraba la imposibilidad de consensuar con la oposición, donde AMLO colocó no sólo a las fuerzas políticas antagónicas, sino a todo actor social y político que no estuviera de acuerdo con las reformas electorales y en general con eso que denominó transformación. Además, sirvió para darle un rostro visible al nuevo adversario político y la posibilidad de construir primero y dirigir después, el descontento. 

Justamente, las reformas obligaron a que todos los actores sociales se posicionaran a favor o en contra y, aparentemente, tomaran partido. Fue así que quienes defienden (defendemos) al Poder Judicial Federal y su labor, pasaban al lado conservador e interesado únicamente en defender sus privilegios. 

Hace muchísimos años, la narrativa apuntaba hacia la mafia del poder, que tenía nombre y apellido, aunque se fue matizando y hasta desdibujando para, al final, caer o reinventarse, esta vez en las instituciones electorales y el Poder Judicial de la Federación, aunque a veces con nombres y rostros concretos. No han sido los únicos adversarios, desde luego. Hay otras caras igualmente visibles, pero acaso inútiles para efectos electorales. Loret de Mola, por ejemplo, no sirve como rival en las urnas. En cambio, reformar al Poder Judicial, restarle poder y quitarle su facultad para declarar normas inconstitucionales, cuestionando su legitimidad democrática (nadie votó por ellos), sí. Las reformas fueron útiles para constituir ya no un lema de campaña, sino un leitmotiv que encaja bien con la idea de élites que le quitan algo al pueblo; en este caso, leyes que (supuestamente) buscaban la transformación del país. 

Como hemos visto, los imaginarios son fundamentales para la constitución de las sociedades y la legitimidad de los órdenes que le dan racionalidad, cohesión y certeza. De tal manera, la constitución del imaginario de la justicia popular apunta a una reconfiguración de los actores judiciales, no a mejorar la justicia. Es decir, busca construir “nuestra justicia”, como la del régimen anterior sería la “de ellos”. Si funciona o no como sistema de justicia, es lo de menos, lo importante es que imaginemos que se trata de “nuestra justicia popular”.


Alonso Vázquez Moyers. Dr. en Investigación en Ciencias Sociales. Flacso-México. Es profesor-investigador de la Escuela Judicial Electoral y profesor de las asignaturas Justicia Electoral y Sociología del Derecho en la Universidad Iberoamericana, campus Ciudad de México. 


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  1.  Cornelius Castoriadis, La institución imaginaria de la sociedad, Tusquets, México, 2013. ↩︎
  2.  Está muy contada la idea de la transición y, aunque poco menos, la de sus arquitectos, así que desde mi punto de vista es prescindible. 
    ↩︎
  3.  Aquí vale la pena una digresión. El orden social de la transición democrática ha mostrado sus debilidades y desde luego, hay quienes lo dan por terminado luego de los resultados electorales de 2024. No obstante, hay quienes sostienen aún que éste es el orden legítimo, por lo que insisten en términos como dictaduras, autoritarismos y regresiones democráticas. Si digo nuestra idea democrática me refiero a los imaginarios construidos en las últimas décadas y que aún orienta las ideas que sobre la democracia y sus instituciones defienden ciertos académicas, opinadores y, no menos importante, personas juzgadoras.  ↩︎
  4.  “Encuesta de Morena arroja que mayoría quiere reforma judicial y elección de ministros por voto popular, dice Sheinbaum”, Animal Político, 17 de junio de 2024, en https://animalpolitico.com/elecciones-2024/presidencia/sheinbaum-encuesta-reforma-poder-judicial(consultado el 4 de julio de 2024). ↩︎
  5.  Alonso Vázquez Moyers, ¿Qué se juega en la elección? El derecho y sus representaciones: entre lo malo y lo peor, Revista Presente, 26 de febrero de 2024, en https://revistapresente.com/presente/que-se-juega-en-la-eleccion-el-derecho-y-sus-representaciones-entre-lo-malo-y-lo-peor/ (consultado el 4 de julio de 2024). ↩︎
  6.  Heriberta Ferrer,  “Una persona sin hogar consigue su credencial para votar, ¿cómo lo hizo?”, El Financiero, 17 de febrero de 2015, en https://www.elfinanciero.com.mx/nacional/una-persona-sin-hogar-consigue-su-credencial-para-votar-como-lo-hizo/ (consultado el 4 de julio de 2024). ↩︎
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