“Cicerón no sólo ofrece una definición jurídica del Estado… Ius e Iustitia son inseparables: esto significa que, así como las leyes injustas no son leyes, el Estado sin justicia no es Estado.”
Alessandro Passerin D’Entreves
Tras la ola de fotos y videos del torso desnudo de Rosa María, fallecida por linchamiento bajo sospecha de secuestrar y victimar a la niña Camila en Taxco, Guerrero, durante el jueves santo de 2024, el círculo rojo intelectual de la Ciudad de México quedó pasmado ante la crueldad de la gente de a pie cuando hace justicia por propia mano. Mientras la jurista Ana Laura Magaloni apuntaba en el programa La Hora de Opinar que “la sociedad mexicana es sumamente violenta”, el analista Javier Tello ensayaba un relato de nuestra cultura: “cuando hay impunidad, en la mente de las personas va separándose la idea de justicia de la idea de la ley.”1
Aunque ley y justicia son cosas distintas para el análisis, sabemos que están íntimamente vinculadas cuando apelamos al estado de derecho para resolver una disputa antes que a la fuerza bruta. Pero si, por partida doble, tanto la ley como la autoridad encargada de aplicarla están corrompidas o desprestigiadas, entonces sociedad y Estado abandonan la gramática del derecho recíproco, la ius de Cicerón, para empezar a hablar el idioma del ajusticiamiento, el rencor y la venganza.
Así, surge el círculo vicioso observado por Tello en la doble atrocidad en Taxco: “la gente siente que no hay ley, y que si se va a hacer justicia, no será mediante la ley, sino haciendo justicia por propia mano.”2
Los casos de Camila y Ana Rosa en esas fatídicas horas denuncian crudamente que en México la deuda de las instancias jurídicas hacia las víctimas, habidas y por haber, parte de un desprestigio generalizado. Sí, el vínculo entre ley y justicia se fracturó en nuestro país, pero hay algo más detrás: mientras que a nivel de calle, esquina y banqueta la violencia se volvió la única institución de justicia que nos abre sus traicioneras puertas sin discriminar pobreza o riqueza, las puertas cerradas a nivel de instituciones exhiben a un Estado distanciado de la sociedad que originariamente le confirió autoridad.
Viendo la dislocación entre ley y justicia a través del distanciamiento entre gente a ras de tierra y poder constituido, se comprende la iniciativa de reforma constitucional al Poder Judicial propuesta por Andrés Manuel López Obrador para votar jueces, magistrados y ministros de jurisdicción federal. Hablamos de un recurso práctico ante una problemática en apariencia abstracta: recuperar el vínculo extraviado entre ley y justicia disminuyendo la brecha entre sociedad y Estado por medio de la ampliación del derecho al sufragio.
Aunque en emisiones posteriores de La Hora de Opinar se suele menospreciar al voto popular (diciendo que se trata de una medida “simbólica” o “de legitimidad” que no resuelve aquello que más bien se relaciona con competencias legales, conocimiento especializado y meritocracia) el alegato de Tello sobre Taxco, al mencionar la palabra “impunidad”, nos demuestra que el recurso a la justicia por propia mano es la terrible normalización de un vacío de poder o ausencia de autoridad. Quizás el círculo rojo sigue sin entender, por un lado, que la impunidad no es cuestión de ilegalidad sino de injusticia; y por el otro, que una reforma de justicia, como el asunto político entre sociedad y Estado que es —la Iustitia de Cicerón—, involucra directamente a un Poder Judicial cuyo mandato constitucional desde 1917 es letra muerta para la vasta mayoría de las personas en la república mexicana.
Presumiendo también su formación legal y su meritocracia al elogiar “los más de 30 años de carrera judicial”, los ministros Laynez Potisek y González Alcantará Carrancá, así como la ministra presidenta Norma Piña de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), en su participación en Cámara de Diputados el 27 de junio pasado, desestimaron la propuesta del Ejecutivo sobre votar por quienes nos juzgan tal y como ya votamos por quienes nos gobiernan. En sus discursos, la Constitución brilló por su ausencia. No dimensionan su responsabilidad política como representantes del pleno de un poder constituido. En otras palabras, no juzgan necesaria una reforma constitucional y que bastaría por tanto con modificaciones legales o reglamentarias. Más que una Corte de Justicia, parecieran haberse formado en la idea menos comprometida de una Corte de Ley.
Contrario al fetichismo legal prevaleciente en la Suprema Corte, hablar de poderes constituidos cuando mencionamos al Legislativo, Ejecutivo y Judicial es hablar de instituciones cuya soberanía para legislar, ejecutar y juzgar no proviene de una norma jurídica, sino de un pacto de poder que la Nación, la comunidad, el pueblo, la multitud o la sociedad co-instituye en la Constitución Política. El aforismo de Cicerón rezaba que las instituciones políticas tienen autoridad en virtud del poder del Pueblo. Poniendo así el derecho público como vínculo entre sociedad y Estado a disposición de la primera, ese nexo entre el poder constituyente y su poder constituido. El finado filósofo Enrique Dussel explicaba en uno de sus últimos tratados que la Constitución, aparte de estipular la estructura jurídica del Estado, justifica su objeto como sistema fundamental de derechos de las personas por el solo hecho de ser personas:
La calidad de la totalidad del sistema, cuando funciona éticamente, se lo denomina Estado de Derecho. La legalidad del accionar del sistema del derecho se funda hoy por su parte en un sistema de legitimación que llamamos democracia… [L]a ética, como ninguna otra dimensión o determinación política, constituye la esencia del Poder judicial, del sistema del derecho y de la aplicación de la ley. Si la corrupción toca igualmente al Poder judicial toda la comunidad se hunde en un estado de impunidad donde el justo y honesto es ridiculizado por el que no cumple los principios éticos ni la ley: el criminal, el burócrata corrupto, las bandas de asesinos, las mafias de la droga, rigen la vida pública. El pueblo queda indefenso ante la violencia de los sin ley, y reinando la inseguridad, el caos, el desorden crece la miseria y la destrucción; es decir, es la muerte anticipada de la comunidad corrompida.3
Lo fascinante de este párrafo de Dussel al examinar la corrupción del Poder Judicial es que él no pretende elaborar un concepto metafísico de la justicia y de la ley, sino que explica esta corrupción a partir del mismo fenómeno visible para Tello en la inhumanidad de aquel jueves santo: la impunidad, definida como derecho inaplicado por falta de ética y de autoridad. Dicho de otra manera, la evaluación del Judicial no precisa verdades absolutas, sino que basta con partir de un objeto de jurisdicción tergiversada como un principio constitucional omitido, un reglamento interpretado parcialmente o un formalismo procedimental usado como táctica dilatoria.
De lo anterior se desprende que una cosa es separar correctamente la idea de la ley de la idea de la justicia para evaluar al Poder Judicial; y otra muy distinta es separar la ley de la justicia para no evaluar: para complicar intencionalmente el objeto de este poder constituido a ojos del público y hacerlo parecer como materia exclusiva de legalistas.
La decepcionante ponencia hecha en el Congreso por aquellos ministros opuestos al voto popular, sin haber ofrecido alguna noción de teoría constitucional o filosofía jurídica, nos obliga a recuperar el discurso del ministro en retiro José Ramón Cossío Díaz, cuya postura opuesta a esta iniciativa es pública, basado en su particular interpretación del jurista austriaco Hans Kelsen, para quien el derecho como campo autónomo está separado de la política. Apoyado en esta noción kelseniana para declarar que “los jueces no hacemos justicia, nosotros realizamos jurisdicción”, Cossío Díaz proyecta una función del Poder Judicial que no podría ser más contraria al constitucionalismo de Kelsen: la de que “la justicia constitucional”, sostiene el exministro, “tiene por función retener la democracia en su apoderamiento de los órganos de Estado”.4 Así, él omite el rol asignado por Kelsen al Legislativo como asiento formal de la deliberación democrática, y otorga al Judicial facultades políticas absolutas: Cossío convierte el derecho en doctrina legal o ideología para juridificar la política, lo cual en Kelsen implica corromper la legalidad constitucional, pues entonces la autoridad en jurisdicción pierde su autonomía en política.
Se trata de un abuso del equilibrio de poderes que retrata el modus operandi de la SCJN con sus cuestionables juicios de inconstitucionalidad desde 2018, pese a que ahora sabemos que varios de los actuales ministros no se articulan con la elocuencia y erudición de Cossío Díaz.
Hasta aquí, es claro que juridificar la política usando al Poder Judicial exhibe una intención deliberada de mantener desvinculadas ley y justicia, por un lado, y Estado y sociedad, por el otro. Cuando la ministra presidenta Piña esgrime la retórica de los derechos humanos amenazados por poderes mayoritarios, en realidad habla en términos del autoritarismo moderno. Esto es, restringir el campo del derecho a la esfera privada, clausurando la libertad política o, diciéndolo técnicamente, el derecho de la ciudadanía a crear su propia identidad constitucional.
Es el clásico debate entre el concepto de voluntad general de Rousseau y el de Estado jurídico de Kant:
Partiendo de la concepción del Estado jurídico, Kant debía negar el derecho de resistencia. El Estado de derecho no surge para la defensa de los derechos del hombre, si no para actuar la idea del derecho. El individuo como tal no tiene derechos que hacer valer ante el Estado, ni éste está obligado a dar garantías al individuo, sino libertad exterior, relativa, es libertad del individuo en relación con otros.5
Por “derecho de resistencia” entendemos el derecho de rendición de cuentas, primero; y segundo, de reformar las propias constituciones. Se contrastan las figuras de Rousseau y Kant puesto que ambos trataron el derecho como rasgo primordial del Estado moderno tras el fin del feudalismo o régimen de privilegio unido a la propiedad de la tierra. Sin embargo, mientras que para Rousseau el derecho deriva de un contrato social entre personas de carne y hueso quienes adquieren libertad política en la unión civil, para Kant el derecho deriva del “espíritu y la razón”, por lo que ya no es derecho público, sino derecho privado, “del individuo en relación con otros”. El problema con el Estado jurídico kantiano consiste en ocultar el aspecto político del acto de crear y aplicar leyes: despolitiza a la sociedad sin admitir la resistencia civil, ocasionando el regreso del privilegio disfrazado de legalidad.
El naipe retórico de quienes rechazan votar al Poder Judicial es precisamente negar el derecho a elegir autoridades, objetando que no hay evidencia que demuestre que un juez electo democráticamente sea mejor que uno ascendido “meritocráticamente”. El naipe es, no obstante, una jugada de bluff exigiendo resultados tangibles en la defensa de una vieja fórmula política sin resultados tangibles: la tecnocracia.
Dado que ninguna de las mentes jurídicas opuestas a la reforma propusieron una alternativa en el marco de la Constitución, vale recordar a un magnífico estudioso del Congreso Constituyente de 1823, Jesús Reyes Heroles, quien asentaba que un Poder Judicial republicanizado, constituido independiente de los otros dos poderes por vía de la soberanía popular, es el que a su vez tiene poder de obrar un milagro: “la subordinación del Estado al orden jurídico, el milagro del Estado subordinándose a su criatura.”6
Votar por jueces, magistrados y ministros no es cuestión simbólica o de legitimidad en un país donde las atrocidades contra Camila y Ana Rosa en Taxco retratan el fondo de barbarie al que cae una sociedad cuando el Estado se corrompe. El cómo recuperar el vínculo entre ley y justicia, ius e Iustitia según Cicerón, es primordialmente un debate sobre cuán sólida es la autoridad encargada de prevenir conflictos y remediar nuestras diferencias. Reyes Heroles lo tenía claro: la autoridad más sólida es la que convenimos democráticamente. ¿Puede haber derechos humanos plenos sin el hábito y el ejercicio de la ciudadanía?
César Martínez (@cesar19_87) es maestro en relaciones internacionales por la Universidad de Bristol y en literatura de Estados Unidos por la Universidad de Exeter.
- Javier Tello Díaz, “El Linchamiento en Taxco tras el feminicidio de Camila”, Es la Hora de Opinar, 1 de abril de 2024, en https://www.youtube.com/live/48Ip2BWQL7o?si=iZZu-lYeBncz1Ghn&t=736 (consultado el 28 de junio de 2024). ↩︎
- Idem. ↩︎
- Enrique Dussel, Hacia una nueva Cartilla Ético-Política, Para leer en Libertad, Ciudad de México, 2019, p. 74 ↩︎
- SCJN, “Despedida del ministro José Ramón Cossío Díaz”, 29 de noviembre de 2018, en https://www.youtube.com/watch?v=YEIqVIk8lYQ&t=2910s (consultado 28 de junio de 2024) ↩︎
- Gioele Solari, Formación Histórica y Filosófica del Estado Moderno, Guida, Turín, 2000, p. 120. ↩︎
- Liberalismo Mexicano I: Los orígenes. Fondo de Cultura Económica, México, 1982, p. 239. ↩︎