Número 146, Rosas de Mayo

Por Fernanda Carbajal

Hay sueños que se repiten como las grietas en las banquetas de Neza: siempre el mismo lugar, siempre las mismas texturas, la misma pesadilla. El mío empieza en el tercer piso de la casa que fue de mi abuela, en el número 146 de la calle Rosas de Mayo, colonia Evolución, Nezahualcóyotl. No importa cuántas veces piense que he superado esa vivienda: siempre regreso al cuarto del tercer piso con el grito del viento y con la vista al cielo azul. Creo que es un amanecer. Creo que son las doce del día.

El sueño nunca comienza con un recuerdo, sino con un despertar. Me levanto del cuarto de una de mis tías, aunque, como es natural en el mundo onírico, todas las habitaciones se mezclan. Afuera, la estancia que comunica a la bodega, está llena de tiliches y es imposible que uno pueda caminar. La puerta, que siempre tenía que permanecer cerrada porque el perro se salía, está abierta. Algo se salió.

Ella, horrorizada, agarrando el brazo de la figura a su lado. 1893. Litografía con crayón, pincel y salpicado, impresa sobre papel imitación Japón. ©The Trustees of the British Museum.

Bajo al segundo piso. Ahí está la sala, la televisión grande que vibra con las películas en blanco y negro que tanto le gustaban ver a la abuela, los vasos con agua para las plantas (la rutina de la mañana), el sonido de la licuadora sin que nadie la esté usando y un guisado que ya está frío sobre la estufa.

No puedo moverme más allá del primer baño —que parece alguien acaba de usar para bañarse porque está empañado—, y del último cuarto al fondo del pasillo principal, donde alguna vez estuvo la recámara de un habitante muy oscuro. Hay algo que no puedo ver. Lo intuyo. Lo huelo. Lo temo. No tiene cuerpo, pero sí un peso que me hunde el pecho.

Intento avanzar, pero las paredes se acercan como si la casa respirara hondo. Bajo de nuevo, ahora al primer nivel, donde está la entrada principal, y empiezo a notar que no hay nadie en la casa, aunque estoy segura de haber visto a alguien en las escaleras. Ya no puedo subir porque están llenas de cosas; de mercancía nueva para vender. “Voy a subir al cuarto de mis tíos. Quiero saludar a mi tía”, me digo.

No hay nadie. Ya estoy en la sala. Atrás mí, de la sala, una pared de espejos aparece como si siempre hubiera estado ahí. Me detengo. Me observo. Pero no soy yo. Mi boca está llena de dientes sueltos, como si llevara años masticando mi propio miedo. No puedo escupirlos. No puedo hablar. Sólo los sostengo en la lengua mientras algo —eso que habita la casa pero que no puedo ver y no tiene nombre— cierra las puertas una por una.

A veces algo se aparece en los espejos. A veces detrás de mí, reflejado sólo cuando volteo. A veces en el baño, esperándome para mirarme directo a la cara. Y ahí estoy yo, con los ojos llenos de lágrimas, pero sin voz, sin dientes, sin salida. Despierto antes de llegar al final. Siempre despierto en el tercer piso. Como si la casa me expulsara, pero sólo hasta la próxima noche.

Una casa vieja. © The Trustees of the British Museum

Fernanda Carbajal es comunicóloga de formación, periodista de momentos e integrante del Consejo Nacional de la Quesadilla con Queso.

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