¿Qué busca la clase política?

Por Hugo Garciamarín

La permanencia en el poder es el fin último de la clase política. No se trata de una afirmación gratuita ni de una condena moral, es un hecho estructural. Quienes la integran comparten el interés fundamental de conservar las diversas posiciones desde las cuales se ejerce el mando. Más allá de sus diferencias ideológicas o programáticas, sus miembros desarrollan códigos comunes, valores, costumbres y vínculos que, aunque no eliminan la competencia, los mantienen cohesionados en torno a un interés superior, un interés de clase: preservar su influencia en la conducción de la sociedad.

Tan arraigada está esta lógica de supervivencia que la clase política es capaz de mutar en esos principios y en esos valores con tal de cumplir ese interés superior. Esta flexibilidad estratégica explica por qué los actores políticos de la Transición a la democracia siguen ocupando espacios de mando en la llamada Cuarta Transformación, aunque su discurso y su filiación partidista se hayan transformado. Pablo Gómez, otrora emblema de la izquierda radical, hoy comparte partido con Alejandro Murat, quien proviene de una tradición política vinculada al viejo régimen priista. Lo mismo podría decirse de muchos otros políticos que han transitado sin dificultad entre trincheras antes irreconciliables. Al final lo único que le importa a la clase política es mantenerse en el poder.

Felipe V. Anónimo. Hacia 1700. Óleo sobre lienzo, 204 x 141 cm. Copyright de la imagen ©Museo Nacional del Prado

No obstante, Gaetano Mosca, en su análisis sobre la clase política, sostiene que su dominio no se basa únicamente en el control de los recursos materiales y en ocupar posiciones de poder, sino en la capacidad de vincular su mando a principios morales y jurídicos reconocidos por la sociedad. Sin esa base moral y legal, los intereses particulares de cada uno de sus miembros, y de la clase en su totalidad, quedan expuestos y con ello la legitimidad de su posición. Es en esto último en donde la crisis de desapariciones en México se presenta como una amenaza existencial para toda la clase política.

El problema de las desapariciones es inocultable. Todas las fuerzas políticas han gobernado, en distintos momentos y territorios, sin poder resolver el problema. No hay partido, corriente o dirigente que pueda alegar desconocimiento o ser ajeno a la crisis. La narrativa que en otros tiempos sirvió para justificar la violencia —presentar a las víctimas como sujetos inmersos en actividades ilícitas o como daños colaterales— ha sido desmontada por los propios hechos y por la organización de las familias que exigen respuestas. Las desapariciones han dejado de ser percibidas como incidentes aislados o como producto de circunstancias extraordinarias; se han convertido en el signo más crudo de un Estado que ha fallado en su función primordial.

El costo de esta crisis para la clase política no es menor. Socava la base moral sobre la que se ha erigido su legitimidad, incluyendo la de la Cuarta Transformación. El actual gobierno, que se presentó como una ruptura con el pasado y prometió restaurar la ética en el ejercicio del poder, enfrenta la misma realidad que sus antecesores: la incapacidad de detener un fenómeno que arrasa con la confianza ciudadana y que expone la insuficiencia del Estado. Y cuando una crisis moral se instala de manera tan contundente, la clase política comienza a enfrentar preguntas incómodas de la sociedad: ¿Qué sentido tiene su existencia si no puede garantizar siquiera la seguridad básica de la población? ¿Qué gobierna realmente, si la desaparición de personas escapa a su control y de su comprensión?

Por ello, la clase política responderá a la crisis de desapariciones. No la enfrentará por un imperativo ético ni por una convicción humanista, sino porque su permanencia en el poder depende de ello. El problema, claro, radica en la calidad y la profundidad de esa respuesta. Si se limita a estrategias cosméticas y a discursos vacíos, la crisis seguirá su curso y el desgaste de la autoridad política se acelerará. Si, en cambio, se encara el problema con la seriedad y la urgencia que demanda, con un reconocimiento de las responsabilidades institucionales y con políticas efectivas que frenen el fenómeno, entonces la clase política podría encontrar una vía para restaurar parte de la confianza perdida.

Repito: para la clase política no se trata de un dilema de conciencia ni de un debate sobre valores. Es un problema de poder, de estabilidad, de supervivencia. Y en la lógica de la clase política, cuando la supervivencia está en juego, siempre se mueve. Resta saber cuánto y hacia donde.


El año del hambre de Madrid Aparicio e Inglada, José Copyright de la imagen ©Museo Nacional del Prado

Hugo Garciamarín (@hgarciamarin) es Doctor en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM y Director de la Revista Presente.

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