La Calavera se levantó con algo de dolor de cabeza, la boca reseca, la garganta inflamada y el sabor ahumado del mezcal arrabalero de la noche anterior. Se dio cuenta de que ya era la tercera vez que sonaba su despertador. “Puta madre, quince minutos tarde para ir a jugar”, pensó. Se levantó apurado, se lavó la cara con agua helada, se cambió rápidamente, agarró sus cosas para el partido, las metió en su maleta y se subió corriendo a su Volkswagen Golf negro del año 2011.
Mientras manejaba a toda marcha para recortar esos quince minutos perdidos por el Periférico hacia el Deportivo Xochimilco, pensaba en lo raro que era su apodo: La Calavera. Así le habían puesto cuando estaba en las fuerzas básicas de Pumas porque tenía cara de calaca, con la piel inusualmente pegada a los huesos y con los pómulos y el mentón extremadamente pronunciados. Sin embargo, en contraste con esa cara delgada y angulosa, era corpulento como un oso: medía casi 1.90 de estatura, tenía la espalda ancha como un ropero, las piernas fuertes como robles y los brazos anchos y poderosos.
En esos tiempos, cuando soñaba con ser futbolista y estaba cerca de que lo subieran al primer equipo, tenía el abdomen fuerte como el acero, con ocho cuadritos bien marcados. Hoy eso era cosa del pasado. Ahora, como buen talachero, tenía una prominente panza chelera.[1] Conservaba el resto de su físico portentoso que lo convertía en un centro delantero letal, pero la barriga de borracho cantinero delataba que ya no era futbolista; era talachero.
Después de su paso por las fuerzas básicas de Pumas, se fue a jugar al Toluca, donde pudo disputar diez partidos en primera división. Parecía que cada vez iba a tener más minutos de juego, pero, como buen mujeriego que era, cortejó a la hija de uno de los directivos del equipo, una rubia preciosa cinco años menor que él. El club le terminó el contrato en cuanto se enteró.

Y ahí empezó su bagaje. Dos temporadas en el Celaya y tres en los Leones Negros de la segunda división mexicana. De ahí a Centroamérica. Dos años en la liga nicaragüense, donde fue goleador del torneo y un año en Costa Rica, de donde regresó abruptamente a México por razones que nadie conocía. Cada que alguien le preguntaba al respecto decía: “Simplemente no funcionó la cosa”.
Un amigo suyo, que jugó con él en el Toluca, se lo jaló a su equipo de la talacha: todos los domingos jugaban en el Club Inglés de la Ciudad de México, un club deportivo de ricachones que le pagaban a jugadores amateurs destacados o exfutbolistas para que participaran en sus equipos y así incrementar sus posibilidades de ganar la liga, y cantarles la victoria en la cara a sus rivales de negocios para, así, desplegar ese orgullo burgués de decirle a sus competidores: “Te gané, soy mejor que tú. Así sea en una liga amateur de futbol, pero te vencí”. Eso, hasta que sus esposas los callaban en la comida entre las familias González Miller y Enríquez Ferdinand, espetándoles: “Ya dejen de hablar de futbol en la mesa”.
A partir de ahí, La Calavera se convirtió en un talachero de primera línea en la Ciudad de México. Jugaba en tres equipos de Fut Siete o Fut Rápido entre semana y en dos equipos de Fut Once el fin de semana. En todas las ligas donde jugaba era uno de los goleadores y, sin duda, uno de los jugadores más destacados y mejor pagados.
No le disgustaba la vida de talachero. Hacía buen dinero, tenía cierta fama local en los barrios en donde jugaba y podía irse de parranda con sus camaradas a la menor oportunidad: primero las chelas del famoso tercer tiempo después de cada partido y de ahí salían a un bar o a cualquier tugurio que les quedara cerca de donde había jugado. Así se había hecho compañero inseparable de El Araña, el enganche de su equipo de los sábados: un mediapunta con un toque privilegiado, que tenía un guante en la pierna izquierda y que no llegó a la primera división porque no tuvo dinero para pagarle el moche suficiente al entrenador del primer equipo del Puebla. Juntos en la parranda, juntos en la cancha y, numerosas noches, juntos en los tables de Tlalpan, así eran La Calavera y El Araña.
En todo eso pensaba La Calavera cuando llegó al Deportivo Xochimilco. Salió corriendo al Campo 5, donde era su partido, los cuartos de final. “¡Qué pedo, Calavera! Pícale. Ya vienes tarde, cabrón”, le gritó Don Agus, el padrino, financiador y entrenador del Azul, el equipo donde jugaba. Se puso el uniforme y los tachones tan rápido como pudo y saltó a la cancha en el preciso instante en el que el árbitro pitó el inicio del partido.
El Azul se impuso al Molino de Rosa, en un partido apretadísimo. Ganaron 2-1, con dos goles de La Calavera (un poderoso remate de cabeza y una definición fina en un mano-a-mano con el portero rival). Por supuesto, las dos asistencias fueron de El Araña. Salieron del campo felices de la vida, emocionados por haberles ganado a sus acérrimos rivales y preparados para brindar con las cervezas que ya tenía listas Don Agus en un hielerón.
La Calavera y El Araña destaparon una chela helada. Le estaban dando los primeros sorbos y comentando las mejores jugadas del partido, cuando un bigotón sombrerudo los interceptó. Se presentó como El Guacho y procedió a elogiar sus jugadas. La Calavera y El Araña estaban acostumbrados a llamar la atención de los lugareños en sus partidos, pero El Guacho no sonaba como lugareño. Tenía un acento pueblerino marcadísimo y, más raro aún, les les preguntó cuánto cobraban por partido, a lo que La Calavera le respondió:

—¿Qué te importa, viejo cabrón?
— Además de buen delantero eres bravo. Me encanta, me encanta —dijo El Guacho y, de golpe, se puso serio—: Pues miren, cabroncitos. Me gustó mucho cómo juegan y me los quiero jalar a mi equipo. La siguiente semana es la Copa Morelos, un torneo entre los equipos de los distintos pueblos del estado. Dura un mes. Es como un mundialito. Ahí sí hay buen nivel y no chingaderas, como aquí. ¿Se animan o se rajan?
El Araña y La Calavera se quedaron viendo el uno al otro con extrañamiento y le dijeron:
— ¿Y a poco sí te va alcanzar para pagarnos más que acá? Además, hay que pagar casetas. Va a salirte en una lana, eh.
— Díganme cuánto les pagan acá y lo dobló, pendejitos. Te doy un bono extra por cada gol que metas, Calavera, y a ti por cada pase de gol que pongas, Araña. Pero eso sí: se van a tener que rifar. Nada de echar la hueva y estarse cuidando en los partidos. Ahora sí, ¿le entran o qué, pinches putos? —preguntó El Guacho.
— Le entramos —respondieron los dos amigos, al unísono.
Pasó una semana y ahí estaban El Araña y La Calavera, en Xochitepec, Morelos, listos para reportar con Las Panteras, el nombre que El Guacho le había dado a su equipo. Hacía un calor de las mil chingadas. Jugaban de locales contra los Maiceros de Jiutepec. Las Panteras de Xochitepec tenían a varios exjugadores profesionales en su equipo, como El Belaga Pérez y El Costeño López, pero los Maiceros de Jiutepec no se quedaban atrás con exfutbolistas como el colombiano Ramón Torres y el brasileño Albertinho. Fue un partidazo que Las Panteras ganaron 1-0. Para sorpresa de nadie, el pase a gol fue de El Araña y la anotación de La Calavera: una volea brutal, con la que casi rompió el arco.
Al salir del partido, El Guacho los felicitó con una palmada enérgica en la espalda:
—Muy bien cabroncitos, así los quiero. Pero pónganse verga para el siguiente partido. Que ese sí va a estar más cabrón. Y tú, Calavera, no mames. Clavaste el gol, pero fallaste dos claras. Si te apendejas igual en los siguientes partidos, vamos a perder. Aplícate, cabroncito.
Les extendió prominentes fajos de billetes y ellos se voltearon a ver asombrados. Era más de lo que les había prometido.
El Guacho se llevó a todo el equipo a un bar local para festejar su primera victoria, se despidió de sus jugadores con unas palabras de aliento para el siguiente partido y le dijo a El Negro, quien era su hombre de confianza: “Te encargas de que atiendan bien a los muchachos, eh, cabroncito”.
Unos meseros, claramente apresurados y nerviosos, llevaron sopes de cecina, tacos de barbacoa y micheladas con clamato para todo el equipo. Más entrada la tarde, El Negro pidió que llevaran botellas de tequila y ron y “unas muchachitas para alegrar a los muchachos luego de su gran triunfo”. Las famosas muchachitas eran variopintas, desde chavitas que claramente eran menores de edad hasta mujeronas de cincuenta y tantos años no muy bien conservadas que digamos. Como era de esperarse, El Araña y El Negro no dudaron ni un segundo en acercarse a “las muchachitas” y llevárselas a los cuartos traseros del bar, unas pocilgas inmundas con una cama con sábanas sucias y un baño maloliente, pero, como siempre decía La Calavera: “Venimos a coger, no a platicar”.
La Calavera y El Araña se quedaron en el bar hasta bien entrada la noche. Regresaron manejando a México en el Golf de La Calavera. De milagro llegaron a la ciudad conduciendo en carretera en ese estado. La semana siguiente transcurrió como siempre, talachas de Fut Siete y Fut Rápido por aquí y por allá, hasta que llegó de nuevo el fin de semana y la hora de volver a Morelos.
Esta vez les tocaba jugar de visitante contra los Arroceros de Oaxtepec. En el camino, El Araña y La Calavera iban charlando felices de la vida sobre cómo otra vez su equipo iba a ganar gracias a ellos y sobre lo chingona que iba a estar la fiesta de la noche, en la que celebrarían la victoria. El partido contra Oaxtepec estuvo durísimo. La Calavera pudo hacer muy poco durante el partido porque se la pasó recibiendo patadas de El Hueso, un defensa central férreo y recio como pocos. El Araña tampoco logró destacar demasiado ante las patadas de los rivales. El partido acabó cero a cero, nada para nadie.

Sin embargo, para sorpresa de La Calavera y El Araña, El Guacho estaba muy feliz al final del juego:
— Bien jugado, cabrones. No ma, pinche partidazo que se aventaron. No nos pudo ganar el pendejo de Silverio. Ni de local nos pudo ganar el cabrón. Nos lo chingamos.
Silverio era el padrino de los Arroceros de Oaxtepec, el archirrival de El Guacho. Eran competidores de negocios y sus familias se odiaban desde hace generaciones por un pleito ejidal. El Guacho invitó a sus jugadores más destacados a pasar el resto fin de semana en su casa de Cuernavaca, que tenía alberca, jacuzzi, un jardín hermoso con aves exóticas y hartos meseros y cocineras para darles una atención de primera.
La Calavera y El Araña accedieron, pero cuando iban manejando para allá, siguiendo a la camioneta de El Guacho, los policías municipales de Oaxtepec los interceptaron y les exigieron, a grito pelón, salir de sus vehículos. “Pero si no hemos hecho nada”, estaba diciendo El Guacho, cuando uno de los policías lo interrumpió de un macanazo seco en la cara, que le sacó un hilo prominente de sangre de la nariz y de la boca. Otro policía le propinó un patadón en la espinilla a La Calavera, que se tiró al piso del dolor. Los cabrones de los policías se regresaron a sus patrullas y se marcharon diciendo: “Un recuerdito de Don Silverio, pendejos, para que no se vayan limpios de Oaxtepec”.
El Guacho se secó la sangre de la boca y le preguntó, con una frialdad asombrosa, a El Negro si había anotado el número de las placas de las patrullas. El Negro asintió sin mostrar la menor emoción en su rostro, a lo que su patrón respondió: “Pues en la semana vienes con algunos de nuestros muchachos y te los chingas. A nosotros nadie nos trata así”. Nuevamente, El Negro simplemente asintió. La Calavera y El Araña quedaron deslumbrados ante una reacción tan llena de hombría y, cuando iban a felicitar a El Guacho, éste les dijo: “Pues qué, cabroncitos, no se queden ahí parados. Vámonos para Cuernavaca”.
Llegaron a la casa de El Guacho, estaba en un condominio lujosísimo, con casas ultramodernas, enormes y adornadas por decoradoras de interiores del más alto nivel. Cuando pasaron en la pick-up de El Guacho y el Golf de La Calavera, uno de los vecinos, un güero grandulón, gordo y barbón, se les quedó mirando con desprecio, como si no pertenecieran allí. “Vete a la chingada, pinche riquillo de mierda”, pensó La Calavera.
Llegaron a casa de El Guacho. Era la más grande del fraccionamiento, una auténtica mansión. La decoración era minimalista, con bordados regionales mexicanos y cuadros abstractos adornando las paredes blancas. La alberca era muy grande y estaba iluminada por dentro, con focos que cambiaban de colores. La rodeaban grandes árboles y, en el fondo del jardín, había un jacuzzi y, junto a él, una jaula con tucanes y guacamayas.
La Calavera, El Araña y cuatro o cinco de sus compañeros de equipo estaban anonadados, cuando El Guacho interrumpió su asombro diciendo:
— Bueno, se quedan en su casa. Aprovéchenla como quieran y hagan lo que quieran. Ya le pedí a Doña Cuca que les prepare unos ceviches y unos tacos de pescado, y Don Samuel les va a traer lo que quieran de tomar. Eso sí, mañana, domingo, me desalojan para las seis de la tarde, ¿va?
La Calavera iba a preguntar que cómo que ya se iba si ésa era su casa, pero no tuvo tiempo, El Guacho desapareció la escena rápidamente, dándole instrucciones a El Negro, quien asentía a cada rato.
Mientras comían el mejor ceviche que habían probado en su vida y bebían cervezas y mezcal, uno de los compañeros del equipo —Willy, uno de los que más tiempo llevaba jugando en las Panteras de Xochitepec— les contó a La Calavera y El Araña que ésa sólo era una de tantas casas de El Guacho en Morelos y Guerrero, y que ni siquiera era la más chingona que conocía. También les contó que “el patrón” —como le decía a El Guacho— se la pasaba trabajando y que nunca se quedaba a pistear con el equipo, pero siempre dejaba todo pagado y les invitaba buena comida y buena bebida a sus jugadores.

La Calavera y El Araña no preguntaron qué hacía El Guacho y por qué tenía tanto dinero. No era necesario. Era obvio. Más que asombro, miedo o indignación, sentían fascinación. Ese gesto con el que se repuso del golpe del policía municipal con frialdad e indiferencia les pareció ominoso. Además, lo generoso y compartido que era con su dinero les parecía admirable. Pero sobre todo, se sentían poderosos al estar cobijados por un hombre de su nivel.
Así transcurrieron los siguientes fines de semana para El Araña y La Calavera: partidos en distintos pueblos, cervezas, tragos y burdeles por aquí y por allá para celebrar, conocer las casas de lujo y los negocios (restaurantes, hoteles, antros y cantinas) de El Guacho y, luego, regresar de Morelos a la Ciudad de México con una cruda terrible y al mismo tiempo deslumbrados ante el gran poder y la riqueza de El Guacho, que cada vez les tomaba más confianza y aprecio, pues se habían convertido en los jugadores estrella de su equipo.
Con los pases de El Araña y los goles de La Calavera, las Panteras de Xochitepec llegaron hasta la final del torneo, en donde se enfrentaron con los Ajolotes de Miacatlán, el equipo a vencer, el favorito para llevarse la Copa Morelos. En su plantilla había tres antiguos mundialistas de la selección mexicana, dos argentinos que fueron campeones con el América, el exportero del Cruz Azul y varios exjugadores de distintos equipos. El padrino del equipo era Don Emiliano de la Vega, uno de los principales empresarios agrícolas del estado, a quien El Guacho odiaba “por pirrurris”. Antes de empezar el partido, El Guacho habló con La Calavera y El Araña en privado y les dijo:
— Si me cumplen en ésta, si me ayudan a ganarle al pinche riquillo y a estos cabrones, si me ayudan a llevarle la gloria a Xochitepec, yo me voy a encargar de cuidarlos y consentirlos muy bien. Van a tener a un amigo y a un aliado en Morelos para siempre.
Vaya que La Calavera y El Araña le cumplieron a El Guacho. El partido terminó 2-2, con un golazo de tiro libre de El Araña y un tanto de cabeza de La Calavera. Las Panteras ganaron en penales y los dos amigos anotaron los tiros decisivos.
El festejo fue de antología. El Guacho se llevó a todo el equipo a su casa de Acapulco, en donde los atiborró de comida (mariscos, pescado a la talla, cecina y otras tantas delicias culinarias) y bebida (botellas finas de champaña, tequila, whisky, mezcal y por supuesto las infaltables chelas). No sólo eso, sino que llevó a “muchachitas” de a deveras: venezolanas, rusas, serbias y cubanas. Por única vez, El Guacho se quedó departiendo con sus muchachos. Bebía whisky en las rocas como si fuera agua y tomaba unas pastillitas que lo mantenían animado y activo. Pese a beber por horas, jamás perdió la compostura.
El lunes temprano, El Guacho les pidió a todos que se retiraran de la casa. Afuera, una fila de camionetas Suburban color negro esperaba a todos los miembros del equipo para llevarlos a sus respectivos destinos. Cuando El Araña y La Calavera iban a subirse a una de ellas, El Guacho los tomó del hombro y les dijo:
— Los busco en estos días. Les dije que iban a tener a un amigo en Morelos y se los voy a cumplir.
Los dos amigos se voltearon a ver el uno al otro sin saber qué decir y simplemente asintieron.
En la semana, El Araña y La Calavera se encontraron en el partido de uno de sus equipos de Fut Rápido y se quedaron conversando al final del juego. No sabían qué quería El Guacho. El Araña dijo que si se lo quería jalar a sus pinches negocios turbios, se iba a rajar. La Calavera dijo lo mismo, pero cuando El Guacho lo llamó al día siguiente, algo lo hizo cambiar de opinión. El Guacho le dijo a La Calavera que había observado su fuerza y su valentía en el campo de juego y que esas virtudes le podían ser muy útiles en otros negocios. Le dijo, también, que había demostrado que era de fiar y que podía contar con él. Por último, le contó que necesitaba un hombre de confianza en la Ciudad de México, que se moviera en la vida nocturna de la capital y que conociera bien los antros, bares y burdeles de Tlalpan. No le dijo qué tenía que hacer ni cuánto le iba a pagar; simplemente le informó que lo iba a tener “bien cuidadito y consentido”.
La noche siguiente, después de un partido de Fut Siete, La Calavera y El Araña fueron a echar unos tacos.
—Ya me buscó el pinche Guacho —dijo El Araña.
—A mí igual —respondió La Calavera.
—Lo mandé directito a la chingada —dijo El Araña mientras le daba una mordida hambrienta a su gringa al pastor—. Bueno, obviamente con educación y con tacto, pero le dije a El Guacho que no estaba interesado. El cabrón solamente me dijo “Está bien, tú te lo pierdes” y me colgó el teléfono. Imagino que a ti te ha de haber hecho lo mismo.
Los dos amigos se quedaron mirando unos segundos. La culpa, la ansiedad y el entusiasmo salían a borbotones de los ojos de La Calavera.
—No mames que aceptaste, pendejo. ¿En serio? —preguntó, preocupado, El Araña.
—Pues, ya, no mames. Tranquilo, cabrón —dijo La Calavera, mientras le daba un sorbo a su michelada—. No seas preocupón. Pareces mi mamá, carajo. No va a pasar nada. Seguramente sólo me va a pedir regentearle sus negocios en los bares de Tlalpan y ya. Voy a hacer poco y me va a pagar chido.
—Sólo espero que no te arrepientas, carnal. Cuídate mucho, güey —dijo El Araña, dando por concluida la conversación.
La siguiente semana El Guacho buscó a La Calavera. Le pidió su primer encargo: “irle a cobrar a un cabroncito que le debía lana”. La Calavera fue a la dirección que El Negro, el fiel ayudante de El Guacho, le mandó por WhatsApp. Era una fondita muy cerca de la salida de la ciudad para tomar la autopista México-Cuernavaca. La Calavera, con su imponente 1.90 de estatura y su cara de calaca, llegó al lugar y preguntó por Don Hugo. Un viejito de unos 76 años, con rostro amable y mirada tranquila, respondió que él era a quien buscaba.
—Vengo de parte de El Guacho —dijo La Calavera—. Ya le debe más de dos meses, Don Hugo. Vengo en son de paz, pero mañana vengo a recoger lo que le debe. Es su último aviso.
— No se preocupe. Tranquilo —dijo el viejo mientras su mirada pasaba de apacible a espantada—. Mañana le tengo el dinero. Se lo prometo.
— Órale, pues, mañana a las 12 del día paso por él sin falta. No quiero sorpresas —dijo La Calavera mientras trataba de fingir rudeza y sangre fría, pero por dentro pensaba que quizá se veía ridículo.
— Sin falta, se lo juro que mañana le pago —dijo Don Hugo, casi llorando del miedo.

Al día siguiente, en efecto, el viejo tenía listo el dinero para La Calavera en un sobre. La Calavera lo recogió y le marcó por teléfono a El Negro para preguntarle dónde debía dejar el dinero. El Negro le dijo: “No te preocupes, es un regalo del patrón. Quédatelo”. La Calavera abrió el sobre. Eran veinte mil pesos. Sonrió, se cagó de risa y pensó: “No mames, dinero fácil. Y el pendejo de El Araña decía que iba a ser peligroso. No mames”.
Después de algunos días de cobranza similar a los restaurantes y taquerías de la salida a Cuernavaca, El Negro le comunicó a La Calavera su siguiente misión: ir a los bares, los burdeles y los antros de Tlalpan a informales a los gerentes que esa zona le correspondía a El Guacho y a nadie más. Varios de los dueños y los gerentes de los locales respondieron cagándose de risa en la cara de La Calavera y advirtiendo que en esa zona no mandaba El Guacho, sino La Unión Guerrero. Pero otros le dijeron a La Calavera que tranquilo, que ellos siempre habían estado del lado de El Guacho, que sabían que él era el mero-mero.
La Calavera regresó algo frustrado y desencajado a su casa. No sabía muy bien a qué lo había mandado El Negro. Sin embargo, le envió por mensaje de WhatsApp el nombre de los locales que aceptaron que esa zona era terreno de El Guacho y los que dijeron que ése era territorio de La Unión. El Negro simplemente respondió con un emoji de una mano con el pulgar hacia arriba. La Calavera recogió su ropa para ir a jugar su partido nocturno de Fut Rápido, incluyendo sus tenis nuevecitos, y se olvidó del asunto.
Al día siguiente, sin embargo, La Calavera vio en redes sociales videos brutales de una balacera que hubo anoche. Revisó el «X»: 18 muertos en una tiroteo en Tlalpan. Las autoridades dijeron que se trataba de una pugna entre grupos criminales y que todos los fallecidos eran miembros de pandillas, pero La Calavera reconoció a El Johnny, el cadenero de un antro que frecuentaba y que la noche anterior le había dicho que ahí no mandaba El Guacho, sino La Unión.
Se quedó helado. Le escribió a El Negro preguntándolo que si ellos habían cometido esa atrocidad, a lo que el ayudante de El Guacho simplemente respondió con un emoji de una mano con el pulgar hacia arriba. La Calavera aventó el celular al piso y se echó a llorar. El fin de semana fue a jugar con El Araña al Deportivo Xochimilco y en las chelas posteriores al partido le contó todo a su fiel amigo. El Araña lo tranquilizó y le dijo que se saliera de ahí mientras aún tenía tiempo de hacerlo.
La Calavera le hizo caso a su amigo y toda esa semana dejó de responderle el teléfono a El Negro. Después de una semana, dejó de escribirle. La Calavera se alegró. Se sentía liviano y pensaba que la pesadilla había terminado, que ese capítulo simplemente sería un bache en su vida. Pero dos semanas después El Negro se apareció afuera de su departamento. Estaba acompañado de Willy, el jugador más antiguo de Las Panteras de Xochitepec, y de un sombrerudo malencarado. Los tres matones se metieron al departamento en cuanto La Calavera abrió la puerta, sin que él los invitara a pasar.
— Así está la cosa, cabrón —dijo El Negro—. El patrón te cuidó y te dio su confianza, y tú le estás dando la espalda.
— No, tranquilo, no es lo que parece —respondió, casi meándose encima, La Calavera.
— Ora. Déjame terminar —dijo El Negro y, por primera vez, La Calavera lo escuchó reírse, con una carcajada gruesa y maliciosa, y prosiguió—: Mira, tranquilo. El patrón es generoso y te perdona. Nomás nos tienes que ayudar a un trabajito y ya. Si nos ayudas y el trabajito sale bien, todo fresco. Seguimos como si no hubiera pasado nada. ¿Va?
La Calavera asintió, sudando frío. Arrastrado por Willy y el sombrerudo, se subió a la Suburban de El Negro. En el trayecto, Willy y el sombrerudo iban platicando del partido del América contra Pumas muy casualmente,como si nada estuviera pasando. La Calavera no sabía a dónde lo llevaban hasta que vio los moteles de Calzada de Tlalpan. Se estacionaron en El Ave Fénix, uno de los moteles de la zona, que La Calavera conocía bien.
El Negro explicó, con su actitud seca de siempre, cuál era la misión. El Ave Fénix le debía tres meses de derecho de piso a El Guacho y, además, le estaba poniendo peros para dejarle usar sus cuartos para las redes de prostitución ilegal y trata de personas que manejaba. Ya le habían advertido dos veces al dueño que tenía que pagar y debía dejar a “las muchachitas” de El Guacho operar en su hotel, pero el muy cabrón se había hecho pendejo. Entonces, ahora sí iban a cobrarle de a deveras.
— Ahora sí. La prueba de fuego de tu lealtad y tu arrepentimiento por haberte desaparecido de la vista del patrón, Calavera —dijo El Negro. Y siguió—: Aprovechando que estás correoso, vas a entrar al local y vas sacar al recepcionista, si puedes por las buenas y si no a putazo limpio, y te lo vas a traer para la camioneta, ¿va?
La Calavera asintió nerviosamente y entró a El Ave Fénix. Ese día estaba de recepcionista Ramón, a quien La Calavera había visto varias veces y se llevaban bien. Se saludaron afectuosamente y La Calavera le dijo a Ramón que saliera un momentito, que le iba a enseñar su nuevo carro en el estacionamiento. Ramón felicitó a La Calavera por la nueva nave, salió del hotel y, en ese momento, La Calavera lo tomó del cuello con sus grandes brazos, lo inmovilizó y lo llevó a la Suburban, donde los tres hombres de El Guacho lo esperaban. Lo ataron de pies y manos y le taparon la boca con cinta adhesiva y los ojos con un paliacate.
Tomaron la carretera a Cuernavaca y, poco antes de llegar a la capital morelense, se desviaron por un camino de terracería. La Calavera iba sudando frío. La culpa y el miedo lo carcomían por dentro. Iba a preguntar qué le iban a hace a Ramón, pero se abstuvo. En el fondo, ya lo sabía.
Luego de 20 minutos de terracería, se estacionaron en un terreno baldío con malas hierbas, sapos, murciélagos, llantas viejas y toda clase de alimañas y basura por doquier.

— Ya llegamos a El Jardincito —dijo, lúgubremente, El Negro. Aventó violentamente de la camioneta al piso a Ramón, sacó un martillo de la cajuela, se lo pasó a La Calvera y dijo—: Vas, demuestra que eres gente de El Guacho. Mátalo de un madrazo en la cabeza. Si no lo haces, primero nos chingamos a este cabrón y luego a ti.
Para sorpresa propia, La Calavera tomó el martillo desesperadamente y le dio tres buenos chingadazos en la cabeza a Ramón. El primero lo dejó inconsciente, el segundo lo mató y el tercero lo remató. Aventó el martillo al piso y se echó a llorar.
Willy lo miró sorprendido, el sombrerudo desconocido lo observó con incredulidad y El Negro estaba incólumne, sin demostrar emoción alguna. Se limitó a decirle “buen trabajo”, le pasó una chela fría de una hielera que llevaba en la cajuela y le ordenó a sus dos subalternos que le tomaran una foto al cuerpo para mandársela al dueño de El Ave Fénix, “a ver si así seguía sin pagarles el cabrón”.
— Luego de tomar las fotos, se deshacen del cuerpo. Ya saben, primero lo despedazan y luego tiran las partes del cuerpo en distintas zonas del arroyo seco —dijo El Negro—. Vengo por ustedes en unas tres horas. Ahorita, me regreso al pendejo de La Calavera, que no puede ni con su alma, a la Ciudad de México y así aprovecho para platicar con él.
Luego se dirigió a La Calavera y le dijo:
— ¿Te acuerdas de esos pinches polis municipales de Oaxtepec que nos madrearon el día del partido? Pues aquí acabaron los muy cabrones —El Negro hizo una pausa y cambió el tema abruptamente—. Ya tranquilo, Calavera. No hay pedo. La primera vez se siente jodido chingarte a otro cabrón, pero con el tiempo te acostumbras. Además, te vas dando cuenta de que a todos los güeyes que nos chingamos son unos pendejos que no le importan a nadie o uno hijos de la chingada que se merecen lo que les hacemos.
En el camino a la Ciudad de México, La Calavera iba mudo, mientras que El Negro le repetía que no había bronca, que ya se acostumbraría a matar. En vez de dejarlo en su departamento, El Negro dejó a La Calavera en un cabaret de Tlalpan y le dijo que bebiera y cogiera todo lo que quisiera, que El Guacho invitaba. La Calavera intentó borrar los recuerdos de esa noche con mezcal y mujeres. Por supuesto, no lo consiguió.
Sin embargo, El Negro tuvo razón. La Calavera se acostumbró a esa vida. En los meses que siguieron, repitió el procedimiento diez o quince veces (prefería no llevar la cuenta). Incluso, se aprendió la ruta hacia El Jardincito por sí mismo, sin que nadie tuviera que escoltarlo. Eso sí, La Calavera no se deshacía de los cuerpos. Por suerte, ése era trabajo de Willy.
Pasó casi un año. La Calavera se acostumbró a la vida de maloso, pero no dejó el futbol. Era lo que más le gustaba en la vida y en la cancha se olvidaba de los horrores de su nueva vida. Sin embargo, ya no llegaba a los partidos en su Golf, sino en una pick-up último modelo, y ya no llegaba acompañado de El Araña, sino solito.
El Araña y La Calavera se habían distanciado desde que empezó el trabajo con El Guacho. Se saludaban amistosamente las raras veces que se encontraban, pero ya no eran amigos. De hecho, El Araña se salió de los equipos que compartía con La Calavera y se fue a jugar en otras ligas para ya no topárselo.
“Es un pendejo. Podría estar compartiendo la gloria conmigo. Ya no tendría que ir chupar y a coger a esos tugurios de mierda. Podría ir conmigo a lugares de calidad, con bebidas de a deveras y mujeres de verdad, pero le tuvo miedo al éxito”, se decía una y otra vez La Calavera. Pero la realidad es que extrañaba profundamente a su amigo.

Llegó la siguiente Copa Morelos. El Guacho, por supuesto, le pidió a La Calavera que volviera a jugar en Las Panteras de Xochitepec. El Araña ya no accedió a jugar con ellos y mejor se fue a Los Ajolotes de Miacatlán. El Guacho lo sustituyó con un brasileño que recién se había retirado del futbol profesional. La copa transcurrió con un parecido impresionante a la edición del año anterior: partidos del más alto nivel y pedas legendarias cada fin de semana, con los aficionados locales y El Guacho festejando cada gol de La Calavera, que otra vez se estaba posicionando como uno de los goleadores del torneo. Lo mejor para La Calavera fue que en esas semanas se pudo olvidar de su trabajo como cobrador de El Guacho en Tlalpan para así dedicarse por completo al futbol, a la talacha. Disfrutó esos partidos como pocos en la vida y jugó tan bien como cuando era futbolista profesional.
Las cosas del destino: nuevamente se enfrentaron Los Ajolotes y Las Panteras en la final de la copa, pero esta vez los Ajolotes se impusieron. La Calavera metió un gol de penal recién iniciado el partido, lo que puso a Las Panteras arriba en el marcador, pero los Ajolotes lograron remontar y dar la vuelta al partido con una actuación memorable de El Araña, que no se cansó de filtrar pases peligrosos y mandar servicios envenenados al área. Al terminar el partido, Don Emiliano de la Vega, el fifí que tanto odiaba El Guacho, festejó desaforadamente diciendo que, ahora sí, el trofeo regresaba a donde debía estar, con la verdadera gente de bien de Morelos y no con los arribistas y corruptos del estado.
El Guacho estaba fúrico. Sabía que no podía tocar a Don Emiliano porque se echaría encima al gobierno estatal y, quién sabe, a lo mejor hasta al gobierno federal. De la Vega estaba muy bien parado en los círculos políticos y en las cámaras empresariales de todo el país. Sin embargo, El Guacho encontró a otro blanco con quien desquitar su furia. Se le quedó viendo a El Araña, que estaba festejando con Don Emiliano, llamó al Negro y le dijo:
— A mí nadie me traiciona así. ¿Quién se cree ese cabroncito para cambiarse de equipo? A ver si sigue siendo tan chingón cuando lo agarremos. Es más, le vas a decir a La Calavera que nosotros dos y él nos vamos a llevar personalmente a El Araña a El Jardincito.
El Negro le transmitió el mensaje de su jefe a La Calavera, quien se quedó incrédulo.
— No me pueden pedir eso. Es demasiado. Ya les demostré mi lealtad —dijo La Calavera.
— Tú sabes bien que órdenes son órdenes —respondió El Negro—. Tú te llevas a El Araña a El Jardincito y nos vemos ahí en dos horas. ¿Va? No hagas esperar al patrón. Ya sabes que se pone de malas si lo hacen esperar.
La Calavera asintió. Tragó saliva. Le supo amarga, un amargo intenso, esa amargura que nos llena por dentro cuando debemos hacer algo en contra de nuestra voluntad. Se acercó a El Araña y dijo:
—Qué juegazo te aventaste, hermano. La rompiste como pocos. Muchas felicidades. Te merecías ser campeón.

— Muchas gracias. Tú también jugaste muy bien — respondió, secamente, El Araña.
La Calavera se acercó a El Araña, lo abrazó fingiendo que seguía felicitándolo por su gran actuación y le susurró:
— Pélate, cabrón. Estos hijos de la chingada te quieren quebrar. Ahorita vamos a mi camioneta. Vamos a fingir que te llevo a donde te van a estar esperando estos cabrones, pero nos vamos a arrancar y nos pelamos para Puebla. Tú tienes contactos allá y yo sé que esa zona no está bajo el control de El Guacho. Ya que estemos allá, vemos qué pedo. Pero vámonos ya.
El Araña se quedó helado por dentro, pero La Calavera lo tomó del brazo y lo arrastró hasta la camioneta. Arrancaron para Puebla. Iban muy nerviosos, pero luego de conducir cuarenta minutos, no había rastro de que alguien los estuviera siguiendo. Respiraron tranquilos.
— Nunca voy a entender por qué te metiste en esto, por qué aceptaste. En serio no lo comprendo —dijo El Araña.
— No sé. De verdad, no sé. Cuando El Guacho me llamó, mi plan era decirle que no, pero a la mera hora no pude resistirme. Algo me hizo decir que sí. No sé qué fue —respondió La Calavera mientras seguía pisando el acelerador a fondo.
— ¿Te arrepientes? —preguntó El Araña.
— Es muy tarde para arrepentirse. Prefiero no pensar en eso —replicó La Calavera.
Se estaban aproximando a Puebla. No les faltaba mucho para salir del territorio controlado por El Guacho. Entretanto, sonó en el estéreo de la camioneta “Te hubieras ido antes” de Julión Álvarez, la canción que siempre cantaban juntos en sus borracheras. Los antiguos amigos se rieron nerviosos y comenzaron a cantarla, como en los viejos tiempos.
En eso, se escuchó cómo se reventaron las llantas de la camioneta. Habían pasado encima de unas “matatenas”. La Calavera alcanzó a ver por el espejo retrovisor que se acercaba un convoy de Suburban. El Araña intentó bajarse de la camioneta y echarse a correr, pero lo tumbaron de un disparo en la pierna. La Calavera que se quedó sentado en el asiento del conductor, esperando su destino, viendo cómo su antiguo amigo se arrastraba desesperado por el suelo, intentando huir.
La Calavera pensó que su vida acabaría en El Jardincito. Deseó que lo mataran rápido, sin dolor. Se entristeció de que su mamá no iba a saber en dónde terminaría. Sobre todo, se arrepintió de haber metido a El Araña en esto. Se dijo que su amigo siempre había tenido razón, que nunca debió haberse metido con El Guacho. De pronto, se acordó de las palabras de El Negro: todos los güeyes que acaban en El Jardincito son unos hijos de la chingada que merecen lo que les pasó o unos pendejos de los que nadie se va a acordar. Pensó que él entraba en la primera categoría, pero que El Araña no entraba en ninguna, que su amigo no tenía por qué sufrir. Justo en ese momento, sintió un cachazo en la cabeza, su mirada se nubló, perdió el conocimiento gradualmente. Y precisamente antes de quedar completamente inconsciente, escuchó la voz de El Guacho: “Llévenselos para El Jardincito”.
***
De manera generosa, la Revista Presente me ofreció un espacio mensual para presentar textos de análisis profundo de los problemas políticos y sociales del país, textos que escapen de la coyuntura que rige a las columnas de opinión, para tomar una pausa y analizar temas de fondo. Accedí a la oferta y decidí utilizar este espacio para publicar dos tipos de textos: cuentos y ensayos.
Es obvio por qué publicaré ensayos: son textos de largo aliento en los que se exploran hipótesis, se arriesgan explicaciones o simplemente se reflexiona sobre un tema de interés público. Eso es lo que haré de manera cotidiana en este espacio. Sin embargo, ocasionalmente publicaré cuentos. Y esto requiere una explicación.
Tengo para mí que la literatura y las ciencias sociales no están peleadas. Por el contrario, el diálogo fructífero entre ambas deviene en textos al mismo tiempo bellos, profundos y sustantivos. Más importante aún, hay fenómenos complejos y sutiles que las ciencias sociales no acaban de explicar, ya sea porque la academia no ha desarrollado instrumentos y lenguajes para darles sentido o porque las convenciones académicas obligan a tratar sólo una arista del fenómeno y no el proceso en su totalidad.
Por ejemplo, las novelas de Yuri Herrera arrojan luz sobre el papel de los intermediarios, los coyotes y los operadores políticos en los barrios urbanos periféricos o en las zonas fronterizas de México. Los textos de Fernanda Melchor iluminan cómo la violencia machista es el eje conductor de las relaciones sociales en muchas comunidades del país. Otras autoras contemporáneas como Alma Delia Murillo, Rosa Beltrán y Brenda Navarro son fundamentales para entender las conexiones entre los problemas sociales generalizados y los problemas personales particulares en el México de hoy. Ni qué decir de los textos de Juan Rulfo para comprender al México bronco de los años posrevolucionarios.
Yo no me pongo a la estatura de esos titanes y esas autoras colosales de la literatura mexicana. Mi objetivo con estos cuentos (aquí se puede revisar el primero que publiqué) es mucho más modesto. Hace unos días, Claudio Lomnitz advirtió que uno de los motivos que explica la aparente indolencia de la sociedad mexicana ante el panorama nacional de violencia es que carecemos de relatos para entender y procesar colectivamente las desapariciones, el reclutamiento forzado, los asesinatos y todos los tipos de violencia que ejercen miembros de lo que llamamos —de manera confusa— crimen organizado. Con mis cuentos, aspiro a dar algunas pistas para interpretar y procesar colectivamente el dolor que ocasiona nuestro panorama nacional de violencia. Aspiro, también, a fomentar la empatía con las víctimas entre mis lectoras y lectores. Aspiro, por último, a ilustrar cómo las fronteras entre la sociedad, el gobierno, los empresarios y los grupos criminales son difusas y porosas, artificiales a fin de cuentas, al igual que los límites entre los ciudadanos “buenos e inocentes” y los criminales “malos y culpables” de nuestra violencia. Aspiro a eso solamente: nada más, pero nada menos.

[1] Nota del editor: en la jerga futbolística mexicana se le llama “talacha” a los torneos de futbol amateur en los que los jugadores reciben una paga por partido y se les llama “talacheros” a quienes juegan en estos torneos.
Jacques Coste es analista político, historiador y autor de Derechos humanos y política en México (Tirant lo Blanch e Instituto Mora, 2022). Cursa un doctorado en historia en la Universidad Estatal de Nueva York en Stony Brook, en donde estudia la transición mexicana a la democracia.