Me encontraba en uno de esos momentos absurdos de malestar, tan difíciles de explicar como de ignorar. La vida, en términos generales, estaba bien. No me acosaban tragedias ni urgencias. Había días soleados, risas sinceras, trabajo suficiente y personas queridas. Y, sin embargo, algo dolía. Una incomodidad estúpida que se instalaba en el cuerpo poco a poco: una molestia física, una incertidumbre difusa sobre la permanencia de lo que se tiene, un susurro nocturno que repetía, sin prisa pero con peso, que todo falta.
Fue en ese estado cuando conocí a Mickey Sabbath, el protagonista de El teatro de Sabbath, de Philip Roth (DEBOLS!LLO, 2011), quien es un hombre mayor, mujeriego, grotesco y obsceno, cuya figura provoca un desprecio inmediato. Tiene más de sesenta años y es un arrogante, pero fracasado titiritero, que rechazó formar parte del elenco de Plaza Sésamo sin imaginar que aquel programa infantil marcaría generaciones. Así ha vivido: con un catálogo de malas decisiones, justificado a medias por una soberbia sin causa, y envuelto en el disfraz de una barba blanca desbordante y una personalidad sexualmente transgresora. Nada digno queda tras su paso, y, sin embargo, algo de su ruina se impone como un espejo incómodo en el que el lector, con vergüenza, percibe algo familiar, algo extrañamente cercano.

Mickey comienza a pensar en su lugar en el mundo cuando muere su amante, Drenka Balich, de cincuenta y dos años. Migrante europea, dueña de una posada, madre de un hijo y esposa de un hombre respetable, Drenka representa el ideal doméstico de la comunidad conservadora de los Estados Unidos. Pero en la intimidad es una mujer que se entrega sin reservas a sus múltiples amantes, que responde a sus fantasías sin límites, que orina sobre ellos si lo piden, se disfraza de cuanto imaginan y los guía al éxtasis entre insultos, gemidos y risas. No finge en la cama; ahí, en ese territorio secreto, es más ella misma que en ningún otro lugar, y Sabbath ama encontrarse con ella precisamente allí, donde todo artificio cae y sólo queda el deseo más natural.
La muerte de Drenka quiebra a Sabbath. Se va la única cómplice de su degradación lúcida, la única que compartía el vértigo de vivir más allá del pudor, más allá de la culpa, más allá de la redención. Pero sin ella, de pronto, no hay más cortina detrás de la cual esconderse, el escenario de su vida, de su teatro, queda al descubierto: sólo un hombre fracasado que llega al final de sus días. «Murió al cabo de seis meses, a causa de un émbolo pulmonar, antes de que hubiera tiempo para que el cáncer, que se había extendido omnívoramente desde los ovarios a todo su organismo, torturase a Drenka hasta vencer incluso la firme resistencia de su fortaleza inquebrantable» (p. 42).
Así, la narración de El teatro de Sabbath transcurre en una niebla espesa, donde los contornos de la realidad se difuminan hasta volverse casi indistinguibles. El lector no sabe si el relato ocurre en el mundo tangible o si es fruto de los pensamientos, recuerdos o delirios de Mickey Sabbath. Pasado y presente se entrelazan sin avisos, y el futuro no es más que un vacío que paradójicamente pesa. Sabbath ya no tiene horizonte, sólo queda una cadena de autodestrucciones irremediables que lo han llevado hasta ahí: la primera esposa, harta de sus infidelidades y manipulaciones, lo deja sin más. La segunda, antigua amante del primer matrimonio, acaba convertida en una alcohólica, devastada por el suicidio de su padre y por el maltrato psicológico que Mickey, con brutal indiferencia, le inflige. Su última posición estable —un empleo resignado como profesor de arte en una universidad de segunda— se esfuma cuando salen a la luz grabaciones indecentes de su relación con una alumna. Uno a uno, los lazos que podrían haberle atado al mundo se van rompiendo, y no por accidente; Sabbath empuja cada vínculo hacia el abismo con una tenacidad casi religiosa.
Lo único que sostiene a Mickey es el sexo pero no en su forma orgásmica, reductible, sino el cortejo, la teatralidad del deseo, y la puesta en escena previa al clímax. En cada encuentro busca escapar, no tanto por placer como por necesidad, pues el cuerpo es la única vía de huida frente a una realidad que lo asfixia. Mientras succiona los senos de Drenka durante una de las feroces escenas de adulterio, piensa en su madre: es un recuerdo corporal, antiguo, primitivo. Porque al final, según se dice, el primer contacto con el mundo es el seno; y perderlo —o más bien no tenerlo nunca del todo— es el comienzo del deseo, pero también del extravío.

Sabbath no siempre fue ese monstruo lúbrico y degradado. Todo comenzó cuando su madre se hundió en una depresión inagotable —tras la muerte de su hijo mayor en la guerra—, y él, niño aún, aprendió a desaparecer. No fue una caída súbita, sino una renuncia gradual: una erosión lenta de todo propósito. El alcohol, el sexo desenfrenado, la manipulación que ejerce sobre quienes lo rodean —narradas por Roth con detalle implacable— son apenas intentos desesperados por llenar un hueco que no tiene forma, pero que duele con precisión. Un hueco que no se nombra, pero que arrastra toda su vida.
Pero Phillip Roth no intenta redimir a Sabbath, ni enseñarnos una lección a través de su caída, mucho menos culpar a su madre; se limita, más bien, a mostrarnos que la vida, unas veces más, otras menos, es abandono. Se nos escapa mientras la pensamos, mientras la discutimos, mientras queremos huir de ella. ¿Será que, mientras existimos, buscamos siempre la muerte, pero al final no queremos soltar la vida? ¿Es posible que sólo nos quede, como a Sabbath, vivir muriendo?
La novela se cierra de golpe: sin desenlace, sin clímax, sin redención. La historia se detiene, simplemente, y uno permanece inmóvil al llegar al punto final, con la sensación de que falta algo. Pero no es así. Ese cierre brusco es, en realidad, la única forma posible de concluir el relato de alguien como Sabbath, cuya existencia jamás conoció armonía, ni siquiera en su degradación más íntima.
Y mientras releía esa extraña última oración con la que cierra el relato, el dolor y la malicia del personaje —su capacidad para dañar y dañarse, para arrasar con todo lo que toca— puso en perspectiva mis propios malestares. De pronto, mi incomodidad cotidiana se volvió casi absurda, desproporcionada frente a la desmesura de ese hombre que hizo de su vida una obra de crueldad y deseo. Pero, en una lógica igualmente absurda, mi malestar no desapareció. Sólo se replegó. Se quedó ahí, en silencio, esperando el momento de volver a salir, de hacer ruido para intentar que también me abandone en vida.

Hugo Garciamarín (@Hgarciamarin) es politólogo y Director de la Revista Presente