Melancolía y esperanza

Estela Roselló Soberón

Corrían las primeras semanas del mes de marzo de este año, 2020, cuando súbitamente dejamos atrás las marchas en la calle exigiendo justicia para las mujeres y nos recluimos en nuestras casas para resguardar nuestra salud y salvar la integridad física. En medio de mucha inquietud y confusión sobre el estado de la pandemia, en la Ciudad de México el sol esplendoroso y el cielo azul de la primavera anunciaban la fuerza de la vida que, a pesar de todo, no se detendría. En unos días, allá afuera, las jacarandas volverían a estallar con toda su potencia por las calles de la ciudad; la diferencia era que, esta vez, muy pocos las verían.

Mis hijos dejaron de ir presencialmente a la escuela, yo dejé de asistir a la universidad; nos despedimos de nuestros recorridos diarios y cotidianos por las calles y nos preparamos para eso que probablemente nunca antes habíamos siquiera pronunciado en la casa y que ahora se conocería como “el confinamiento”. A partir de ese instante, la vida se puso de cabeza y todo cambió. Como para muchos, el inicio de mi historia personal de la pandemia habría de tocarse en clave de melancolía, pero no sólo por el duelo y la despedida de todo lo que se dejaba detrás a partir de aquel momento, sino también porque, una vez que cerré la puerta de mi casa, me di a la tarea de empezar con la encomienda de escribir una breve historia de la depresión, que pronto encontró su punto de partida en la historia occidental de la melancolía.

La idea no era hacer una investigación propiamente académica o en fuentes primarias, sino aprovechar la existencia de muchos otros trabajos previos (tanto históricos como literarios, filosóficos, médicos, antropológicos y de estudios culturales) para hacer una breve síntesis que permitiera reconstruir una visión panorámica de la historia de una enfermedad física, mental y emocional que durante siglos se identificó como melancolía y que con el tiempo, si bien no de manera lineal ni directa, habría de evolucionar para dar paso a la experiencia moderna de la depresión. En efecto, la melancolía y la depresión no son lo mismo; tampoco es que una se haya originado de la otra. Más bien, tal como han señalado durante mucho tiempo distintos psicoanalistas, psicólogos, médicos, historiadores y filósofos, es indudable que hay una conexión histórica muy importante en la experiencia de ambas enfermedades.

La historia y la antropología de las emociones tienen mucho qué decir al respecto. Ambas disciplinas han insistido en señalar que las experiencias melancólicas y depresivas deben estudiarse como construcciones culturales e históricas que han cobrado sentidos y significados diferentes de acuerdo con la época en que se han vivido. Es decir, estas enfermedades deben comprenderse como experiencias sociales y no únicamente como fenómenos individuales. Por otro lado, también es importante decir que cada sociedad ha mirado a sus enfermos melancólicos y depresivos desde lugares muy distintos, si bien en Occidente casi siempre se les ha colocado en sitios marginales y se les han rodeado de estigmas, prejuicios y estereotipos negativos que han promovido su alienación y su exclusión.

Así, por ejemplo, en la Grecia Antigua los argivos vieron en Orestes a un loco furioso, un ser humano que, poseído por el remordimiento y la culpa, se comportaba más como una bestia que como una persona y, sobre todo, como un asesino al que había que aniquilar. En el siglo XVII, los enfermos de amor o de melancolía amorosa se miraban como hombres y mujeres fuera de sí, afectados por malas pasiones, desequilibrados y carentes de juicio y razón. Por su parte, en el siglo XVIII los románticos melancólicos fueron vistos como sujetos extraños, personas que poseían una sensibilidad ciertamente superior, pero que evidentemente no eran normales. Las mujeres histéricas del siglo XIX o los locos circulares del mismo período, por mencionar solamente algunos otros ejemplos, se concibieron como personas trastornadas a las que era necesario aislar en asilos, para dejarlos fuera del orden cotidiano de la sociedad.

En realidad, más allá de las sangrías, las dietas especiales, los baños termales o los electroshocks recomendados para tratarlos a lo largo del tiempo, lo cierto es que todos estos sujetos melancólicos y deprimidos fueron vistos como seres desadaptados, a veces temidos, a veces compadecidos, pero siempre como sujetos más bien desechables o peligrosos para la estabilidad de su comunidad. Por ello, en la mayor parte de los casos, a lo largo de la historia, los melancólicos y los deprimidos fueron sujetos fácilmente olvidables y preferentemente invisibilizables por sus contemporáneos, a menos que su melancolía o su depresión los hiciera capaces de compartir la experiencia de lo sublime, y entonces pasaban a la historia como genios, pero incluso ellos quedaron oscurecidos bajo la sombra de la incomprensión.

Hoy se sabe que la depresión es una de las principales causas de suicidio en el mundo; también, que es una de las enfermedades mentales más comunes y más incapacitantes para personas de todas las edades y sin importar género o condición.  La depresión no discrimina, si bien lo que sí es diferente para cada sector de la población es la posibilidad de acceder a terapias, programas y tratamientos médicos que ayuden a combatir la enfermedad. De acuerdo con datos de la OMS, actualmente 90% de las personas que sufren este padecimiento en el mundo carecen de tratamiento, ya sea por los estigmas sociales que lo acompañan, la falta de recursos económicos, la poca inversión por parte de los sistemas de salud pública o los malos diagnósticos. Como en otros países, en México no se puede seguir ignorando esta realidad. Mucho menos puede seguir negándose que el problema de tratar a las personas deprimidas, de contenerlas y de ofrecerles medios y mecanismos para su reintegración a la vida es una responsabilidad tanto del Estado como de la sociedad. Es decir, no podemos seguir dejando solas a las personas que sufren; el sufrimiento de los demás tendría que movernos a todos, al menos a ser empáticos.

Son muchos los motivos para enfermar de depresión en el mundo contemporáneo. El individualismo rampante, la precariedad material, la redefinición de fronteras geográficas, identitarias y culturales, la necesidad de migrar, la guerra, la violencia, son parte de la vida cotidiana en la mayor parte de nuestro planeta. Hombres y mujeres de todas las edades sufren sus efectos y, entre algunos, la mente y el cuerpo no resisten el embate de la realidad y enferman. El dolor individual de cada uno de ellos se incrementa frente a la fragmentación de los vínculos sociales, frente a la inexistencia de expresiones de solidaridad o de contención.

Sin duda alguna, el 2020 pasará a la historia como el año de la pandemia. El Covid ha removido los cimientos materiales, físicos, espirituales y mentales más profundos de los seres humanos en todo el mundo. Hoy vivimos ensombrecidos bajo el miedo latente, la amenaza constante, la tristeza y la incertidumbre generalizadas. La era del Covid en nuestro país —así la llaman mis estudiantes de la facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, quienes alguna vez en clase propusieron que hoy el calendario se dividía a partir de las siglas A.C. y D.C., es decir, antes y después del Covid— nos ha tocado a todos de diferente manera. Durante más de un año, y en distintos momentos muchos hemos sido presa de fuertes sentimientos de tristeza, miedo, soledad, dolor, confusión, enojo, agotamiento, pérdida de sentido. El insomnio o el exceso de sueño, la falta de concentración, la culpa, la sensación de alienación, han formado parte de nuestra sensibilidad cotidiana en estos tiempos difíciles.

Para algunos, quizás para quienes viven en condiciones menos apremiantes, este período de pesadumbre ha dado la oportunidad para emprender un viaje interior. Ese viaje de introspección y confrontación con el dolor, el miedo, el sufrimiento, un viaje que a muchos ha permitido preguntarse por el verdadero valor de la vida. Para otros, para quienes han tenido que emprender la lucha cotidiana más inmediata, y han tenido que salir de sus hogares para conseguir o mantener lo más indispensable, la angustia, la desesperación, la sinrazón, el enojo, la frustración y la desolación han marcado el ritmo de cada día de la existencia. En todo caso, más allá de las diferencias, el Covid ha significado para todos el inicio de un período de pérdidas y despedidas. Un antes y un después. Una época de duelo. Y más nos valdría a todos reconocerlo así, pues en todo proceso de curación, de regeneración y de reinicio, emprender el duelo es siempre indispensable.

El mundo en el que vivimos hoy nos recuerda a cada instante toda la fuerza y toda la fragilidad de la vida. Pienso, y no por casualidad, en esa pequeña polilla que revoloteaba por la ventana de Virginia Woolf aquella agradable mañana de mediados de septiembre y que la inspiró para escribir su famoso ensayo. Una mañana benigna, templada, en la que —cito a Woolf— “las posibilidades de placer parecían tan inmensas y tan variadas que desempeñar sólo la parte de una polilla en la vida —y, por si fuera poco, de una polilla diurna— parecía un duro destino”. La contemplación de aquel diminuto ser permitió a la escritora conectarse con la fascinación de la fuerza de la vida misma, y describirla. La luz del sol, la humedad del campo, las cornejas sobrevolando en pleno cielo azul las copas de los árboles, y a lo lejos, el sonido de algún vapor en altamar. La vida fruía y, mientras tanto, Woolf contemplaba, perpleja y conmovida, el revolotear de ese ser que en su pequeñez le recordaba la inconmensurabilidad de la vida misma y de sus posibilidades infinitas. Observándola, decía, “parecía que hubieran metido en ella una fibra muy delgada pero pura, de la enorme energía del mundo en su cuerpo frágil y diminuto. Y cada vez que la polilla cruzaba de un lado a otro del vidrio yo imaginaba que un filamento de luz vital se volvía visible. No era ni más ni menos que la vida. Algo maravilloso y a la vez patético había en ella”.

Después de un buen rato, y ante la impotente mirada de Woolf, la polilla comenzó a perder la luz vital que cruzaba a través de ella; el pequeño bicho luchaba con todo su ser por seguir viviendo, pero finalmente, y a pesar de las apuestas de la escritora por la vida, la polilla sucumbió ante su destino fatal. Pocos meses después de haber escrito “La muerte de la polilla”, en una tarde de marzo de 1941, Virginia Woolf se puso su abrigo, lo llenó de piedras y se aventuró rumbo al río Ouse. Antes, colocó por toda su casa algunas amorosas cartas de despedida para su marido y para su hermana y anunció que saldría a dar un paseo para descansar. Entonces, la autora de Las olas caminó por el bosque hasta encontrar la corriente de agua a la que se abandonó para siempre.

Los seres humanos no somos polillas; no podemos sentirnos polillas. Ciertamente, el mundo del siglo XXI es un mundo difícil, caótico, doloroso e incierto; enfermar de depresión es un riesgo real y grave. En ese contexto, los programas de seguridad social del Estado y la conciencia y responsabilidad social de todos deben prevenir que los hombres y mujeres con depresión queden abandonados, solos y a la deriva.

Porque a diferencia de las polillas, que no tienen más remedio que cumplir su ciclo biológico en la trama de la vida, los seres humanos contamos con voluntad, con razón y con libertad. Atributos que los humanistas del siglo XVI definieron como los elementos que nos diferenciaban de los demás seres vivos. Atributos que no eran otra cosa que los componentes fundamentales de la dignidad humana. Hoy más que nunca debemos volver a recordar el valor de esta dignidad y su importancia en la consolidación de nuevos vínculos y nuevas formas de relación con nosotros mismos y con los demás.

Cuidar de la salud física y de la salud mental, la nuestra y la de los otros, sin duda es una acción indispensable para poder imaginar nuevas sociedades en donde los hombres y las mujeres tengan la posibilidad de sentirse más seguros, más libres, más iguales no obstante las diferencias, más satisfechos y más en paz.  Todo ello como punto de partida para caminar hacia la construcción de un mundo en el que todos nos ocupemos de procurar el bienestar propio y el de los demás.

La contemplación de una polilla permitió a Virginia Woolf conectarse con la fascinación de la fuerza de la vida.
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