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La sociedad ingobernable

Por Daniel Moreno

  • Reseña de Grégoire Chamayou, La sociedad ingobernable. Una genealogía del liberalismo autoritario. Madrid, 2022, 428 pp. 

Desentrañar nuestra realidad en la que impera el neoliberalismo, volver sobre los pasos hasta cuando ésta no era más que una imagen del futuro posible, es precisamente la tarea que se propone Grégoire Chamayou en La sociedad ingobernable. Una genealogía del liberalismo autoritario. En ello radica su originalidad. El autor no analiza doctrinas ni programas, cuya coherencia a posteriori parece inexorable, sino que procede como el genealogista de Foucault: no busca el origen (la esencia, la verdad, las cosas claras y distintas de Descartes), sino que se ocupa “en las meticulosidades y en los azares de los comienzos” (p. 23), de la lucha de fuerzas en el juego de la dominación. Retrocede así en el tiempo hasta la crisis de los años setenta, cuando las clases dominantes vieron amenazados sus privilegios y emprendieron la búsqueda de soluciones que permitieran salvar el sistema de libre empresa. 

Salvar, por aquella época, significa volver a gobernar a los ingobernables: movimientos sociales, sindicatos, grupos ecologistas, estudiantes, intelectuales, parecían salmodiar el derrumbe del sistema capitalista a partir de dinamitar su centro neurálgico, la empresa, y, con ella, todo el edificio de jerarquías propias del capitalismo. Eran los síntomas, según la teorización de Huntington, Crozier y Watanuki en el informe de la Comisión Trilateral, de una crisis de gobernabilidad.

Para transmitir aquel caos, el autor procede por imágenes: cada una de las seis partes en las que se divide el libro es una especie de lienzo en el que se ilustran los problemas que enfrentaron las clases dominantes: 1) la insurrección obrera, 2) gerentes empresariales indisciplinados, 3) ataque contra la libre empresa por parte de intelectuales y activistas, 4) el ambiente social plagado de movimientos sociales y hostil a la empresa, 5) las regulaciones estatales y 6) el “exceso” de democracia. Estos lienzos, como en las galerías de arte, son susceptibles de verse simultáneamente, porque su orden no es sucesivo. 

Se trata, pues, de lienzos yuxtapuestos que ilustran soluciones de índole liberal, neoliberal o puramente pragmáticas: aplastar los sindicatos (que no solo defienden sus derechos laborales, sino que se atreven a ensayar la autogestión de las empresas); disciplinar a los gerentes a través de someterlos a las presiones del mercado accionario; formar una intelligentsia conservadora capaz de disputar la batalla de las ideas con los intelectuales de izquierda; se crean en el interior de las empresas departamentos especializados en técnicas de contraactivismo; las multinacionales blanquean su imagen mediante la adopción del enfoque de responsabilidad social, al tiempo que hacen un uso estratégico del conocimiento científico para socavar la evidencia de los daños que sus prácticas causan al medio ambiente y a la sociedad; se despliegan intentos de limitar la democracia. 

Surge, empero, una cuestión que es crucial: si el neoliberalismo era solo una alternativa entre otras, ¿por qué se volvió hegemónica en los años setenta? ¿Por qué derrotó no solo a la izquierda y a las clases subalternas, sino a cualquier otra solución barajeada por las clases dominantes? Este es, a mi modo de ver, el punto central del libro de Chamayou.

La respuesta implica poner de cabeza la manera en que solemos pensar en el neoliberalismo: un proyecto intelectual y un programa económico-político diseñado por un grupo de intelectuales que, obsesionados por salvaguardar la libertad económica por encima de todo, se dieron a la tarea de influenciar a los líderes políticos. Luego, estos aplicaron las políticas públicas necesarias para establecer la utopía neoliberal en cada rincón del planeta.

Chamayou nos pone en guardia: “La victoria del neoliberalismo no sería en el terreno ideológico, sino que se debe a la tecnología política”. Es decir, en el terreno de la gobernabilidad: revolucionando los instrumentos y procedimientos para gobernar. Esa era la pieza que faltaba y que detonó un profundo rediseño de la democracia, del Estado y de la regulación social que este piloteó durante la posguerra keynesiana. 

La democracia para Hayek nunca fue un fin en sí misma sino una simple regla de procedimiento, abunda Chamayou. Una regla útil siempre que preserve el valor absoluto: la libertad. Pero Hayek es consciente de lo que esto implica: ambas, libertad y democracia, pueden oponerse entre sí; solo si la primera se reduce a la mera libertad económica esta oposición es cierta. El corolario es ilustrativo: “La libertad económica, la del individualismo posesivo, no es negociable, mientras que la libertad política es opcional” (p. 357). Traduzco: la democracia es una técnica al servicio del mercado. 

Y si la técnica falla no hay más que cambiarla. De ahí que, para Hayek, como para muchos de los neoliberales hasta nuestros días, sea preferible cualquier régimen político que proteja la libertad económica (incluso si se trata de una dictadura o un autoritarismo) a una democracia que no lo haga (p. 356).  

El liberalismo, reconvertido en neoliberalismo; esto es: agregando un componente autoritario, es libre de reprimir las manifestaciones sociales y políticas disidentes. Se aleja así de tradición liberal clásica. Esto, en mi opinión, tiene un efecto muy pernicioso sobre nuestras democracias: casi mecánicamente, se trasladan las falencias del neoliberalismo a la democracia liberal, lo que impide imaginar su rediseño fuera de los marcos conceptuales que impone el primero. 

Otra técnica política del neoliberalismo —nos dice Chamayou— es el mercado como “principio de orden y de gobernabilidad” (p. 391); si los políticos, atentos a ganar votos, eran incapaces de limitar la democracia, el mecanismo impersonal del mercado lo haría por ellos: para enfrentar la crisis de las finanzas públicas los Estados se volvieron cada vez más dependientes del financiamiento de los mercados. Pero, como anota Keohane, “esta dependencia de los gobiernos de los mercados financieros privados […] crea presiones suplementarias a favor de políticas económicas conservadoras y respetuosas de los intereses del capital” (p. 389). Siendo así, los gobernantes electos democráticamente pasaban a ser gestores del neoliberalismo.   

Quedaba, sin embargo, un frente por zanjar: el de la convulsa sociedad. Si esta desafiaba al Estado de bienestar del que se beneficiaba, era impensable establecer una democracia neoliberal sin suscitar un enfrentamiento de gran escala con las clases dominadas. Resurgía así el fantasma de la sociedad ingobernable. 

Frente a ese problema en apariencia irresoluble, los neoliberales entrevieron una de sus técnicas políticas más sofisticadas, la micropolítica: que los individuos se comporten de acuerdo con los fines del mercado a partir de reorientar su conducta “por medio de mecanismos de incitaciones económicas” (p. 403). Desde esta perspectiva el individuo no es más que un homo economicus que persigue ciegamente su interés personal, aunque a nivel colectivo esto se traduzca en perseguir su propia esclavitud. 

El acierto de la micropolítica es que cosecha éxitos antes de la aceptación de las ideas en las que se funda. En uno de los muchos ejemplos que nos ofrece Chamayou, el gobierno de Thatcher decide privatizar British Airways, lo que implica despedir a 20,000 trabajadores. Para evitar su oposición, a cada trabajador se le otorga un cheque “equivalente a dos años de salario. Y así es posible (…) llevar a los trabajadores a «renunciar a una ganancia continua en el largo plazo […] a cambio de una ganancia única […] que pone fin al sistema»” (p. 415).

La transformación de la sociedad regida por el Estado de bienestar en una sociedad a merced del mercado se operó, y se sigue operando, de abajo hacia arriba y no solo a la inversa (como habitualmente se cree). De este modo la agenda neoliberal contraria a los intereses de la mayoría y, por eso mismo, profundamente impopular salió avante.  

En síntesis, la respuesta neoliberal a la crisis de gobernabilidad fue tan simple como certera: si la sociedad en colectivo es ingobernable, hay que fragmentarla en individuos perfectamente gobernables. Que esto ocurra en un régimen democrático es pura contingencia.

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Grégoire Chamayou, La sociedad ingobernable. Una genealogía del liberalismo autoritario. Madrid, 2022, 428 pp. 

Michel Foucault, Nietzsche, la genealogía, la historia. Madrid, 2004, 75 pp.

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