Silencio tan grande que la desesperación tiene vergüenza.
Clarice Lispector, Silencio, 1974.[1]
La literatura occidental tiene en Homero y Virgilio dos de sus referentes culturales más importantes. Justamente por su centralidad cultural no extraña que la Ilíada, la Odisea y la Eneida sean una fuente inagotable de comentarios, reescrituras, adaptaciones y otras formas de transtextualidad. Esta capacidad se aviene con una de las definiciones que expone Italo Calvino en su Por qué leer a los clásicos: un clásico es “un libro que nunca termina de decir lo que tiene para decir”. [2] En aquello que no “termina de decir” es en donde los lectores encuentran resquicios para una interpretación novedosa acorde con su horizonte cultural. Aquello que no está cerrado pero está latente, condicionado por el texto en sus silencios, en sus omisiones, en sus márgenes, que son explorados por una mirada contemporánea.
Penélope y las doce criadas, de Margaret Atwood; El silbido del arquero, de Irene Vallejo, y El silencio de las mujeres, de Pat Barker, son de las obras que aprovecharon los resquicios para iluminar esos clásicos con otras perspectivas y voces. Los tres textos remiten a obras paradigmáticas, además otorgan protagonismo a personajes que en el original tienen un papel secundario. Son herstories, esto es, personajes femeninos complejos contando su versión de la historia: Penélope, Elisa[3] y Briseida, respectivamente.
No puede soslayarse la importancia que cobra el mito como antecedente y condición de posibilidad de estos textos transmitidos por escrito, tanto los originales como su reelaboración contemporánea. El mito supone, según Pedro Cerezo Galán, una “interpretación poético-numinosa de los fenómenos”, contrapuesta a la interpretación científico-técnica que ha prevalecido en el mundo moderno. Esto siempre ha supuesto relegar al mythos por ser un discurso primitivo frente a la evolución representada por el logos. A pesar de esta aparente dicotomía, la literatura contemporánea ha rescatado al mito por su capacidad de dar sentido, un sentido simbólico que escapa a la lógica científica. Cabe señalar, entonces, que consideramos a los mitos como una potente matriz simbólica para la literatura de los siglos XX y XXI, dado que ofrece un “punto de referencia y contraste, como interlocutores en un diálogo de búsqueda de sentido”. [4]
Por otra parte, Barbara Godard señala que el discurso feminista tiene dos posiciones ante el mito. Una de ellas defiende que es posible retomarlo y reconfigurarlo, o bien crear otros mitos nuevos que reivindiquen el lugar de la mujer (feminismmythmaking o feministarchetypalism). La segunda rechaza la forma mítica por considerarla parte integrante de la cultura patriarcal (feminist critique of myth).[5] Las novelas mencionadas están en línea con la primera tendencia, que reelabora el mito clásico cuestionando los valores que transmite. Interpelar estos relatos a través de ciertos personajes míticos femeninos habilita la identificación con actitudes y roles disciplinados por el patriarcado, ahora resignificados por escritoras que reivindican las figuras de mujeres deseantes, hechiceras, sumisas, astutas, traidoras y traicionadas como un matrilinaje empoderador.
La reelaboración y subversión del mito que realizan estas novelas gira en torno al silencio y al carácter subalterno del sujeto silenciado: la mujer. La nulidad de la perspectiva femenina en estos relatos épicos permite trazar una versión alternativa, divergente. En este punto cabe señalar la diferencia que establece Lacan entre lo callado y lo silenciado (tacere/silere),[6] significativa para estos textos contemporáneos y la lógica del mito como género popular, cuyo soporte original es la transmisión oral. Lo callado, vinculado con el verbo latino tacere, es producto de una acción voluntaria, mientras que lo silenciado (silere) es la palabra en espera, la que aún no ha llegado o permanece oculta de manera involuntaria. Sin embargo, silere pertenece al ámbito del lenguaje, dado que es creado por la palabra, así como el vaso-recipiente implica el vacío que aloja. En ese sentido, el hecho de que en estos clásicos se silencie la perspectiva femenina da pie a la aparición de estas versiones contemporáneas. En cuanto a lo callado, también es crucial en dichos textos, pues se vincula directamente con la condición subalterna de los personajes femeninos, quienes deben saber guardar silencio, reprimirse y contenerse como una estrategia de supervivencia y para conseguir aceptación.
La Penélope de Atwood cuenta en primera persona la relación entre el silencio, la conveniencia de callar, la respetabilidad social y la necesidad actual de contar su verdad desde el inframundo:
Sí, claro que tenía sospechas [de Odiseo]: de su sagacidad, de su astucia, de su zorrería, de su… ¿cómo explicarlo? De su falta de escrúpulos. Pero hacía la vista gorda. Mantenía la boca cerrada; y si la abría, era para elogiarlo. No lo contradecía, no le planteaba preguntas delicadas, no trataba de obtener detalles. En aquella época me interesaban los finales felices […] Se burlaban de mí y hacían chistes de todo tipo, inocentes y groseros […] ¿Qué puede hacer una mujer cuando se extienden por el mundo chismes escandalosos sobre ella? Si se defiende, parece que reconozca su culpabilidad. Así que decidí esperar un poco más […] me toca a mí contar lo ocurrido. Me lo debo a mí misma.[7]
La palabra reprimida es un imperativo de la “buena esposa”: ante un comportamiento de Odiseo incompatible con su prestigio, la esposa no sólo no mella su imagen pública, sino que la enaltece con sus elogios. Ante la doble cara de su esposo, Penélope también delata cierto grado de hipocresía, dado que sigue ese juego en función de su “final feliz”. Por lo tanto, existía una Penélope virtuosa y paciente, y otra, puertas adentro, que se sabía engañada y ridiculizada. La incapacidad de defenderse, argumentando el juicio de la mirada social, delata esa disonancia, y ante la maledicencia calla sin actuar. En esa espera late la palabra que debe advenir, y la novela la teje de manera muy original, pues el discurso de Penélope está plagado de inconsistencias, olvidos y autojustificaciones con su contrapunto en el coro de las criadas. Esto lo observamos cuando Penélope toma distancia de quien era en vida, por ejemplo en relación con su devoción religiosa: “Eso puedo decirlo ahora porque estoy muerta. Antes no me habría atrevido. Nunca se sabía cuándo podía haber algún dios escuchando, disfrazado de mendigo, de viejo amigo o de desconocido”.[8] Liberada de las “ataduras” mortales de respetabilidad social, suponemos que puede mostrarse tal cual es. Sin embargo, admitir ese contrapunto entre el antes y el ahora, implica reconocer una brecha entre lo que se muestra y lo que se hace.
Esta doble cara, que Penélope pretende haber dejado atrás, se filtra en su discurso y es señalada también por las almas de las criadas asesinadas misteriosamente por Odiseo tras su regreso a Ítaca. En un momento Penélope se refiere a las habladurías que circulaban en ausencia de su esposo: “Se afirma, por ejemplo, que me acosté con Anfínomo, el más educado de los pretendientes […] También es verdad que les di esperanzas a los pretendientes y que a algunos les hice promesas en privado, pero eso era pura estrategia”.[9] A continuación, el coro de las doce criadas representa un drama y una de ellas, en la voz de Euriclea, nodriza de Odiseo, devela irónicamente el misterio desenmascarando a la virtuosa esposa:
Tan sólo las doce que os ayudaron, señora,
saben que a los pretendientes no os habéis resistido.
Por la noche los hacían entrar y salir a escondidas,
y la lámpara en alto sostenían tras descorrer el cortinado.
Ellas están al corriente de vuestras adúlteras citas.
¡Hay que hacerlas callar, o acabarán por descubriros![10]
Este contrapunto, sumado a la máscara que Penélope reconoce haber llevado, socava el ejemplo de virtud que la tradición ha transmitido sobre este personaje.
Finalmente, Penélope admite que guardar silencio sobre la ayuda de sus criadas para mantener a raya a los pretendientes es lo que las mató, pero lo hace de una manera particular: cuenta que Euriclea la sedó, mientras Odiseo asesinaba a los pretendientes y a sus criadas; luego, al enterarse de lo ocurrido se angustia, pero no dice nada temiendo que su esposo la creyera cómplice de ellas; por último, cierra este episodio de manera frívola: “A lo pasado, pisado, me dije. Rezaré oraciones y haré sacrificios por sus almas. Pero tendré que hacerlo en secreto, para que Odiseo no sospeche también de mí”.[11] Nuevamente redobla la apuesta sobre el secreto, lo callado, la astucia y la doble cara de este personaje, por lo cual podemos deducir que Penélope contó lo necesario para persuadirnos de su inocencia y no un fiel reflejo de los hechos.
En El silencio de las mujeres son las cautivas de los griegos invasores quienes configuran el foco del relato. Específicamente, Briseida narra en primera persona la situación de sometimiento durante el asedio de Troya, entrelazando su vivencia y emociones con varios episodios reconocibles de la Iliada. Barker remite en su novela a la relación amor-odio entre Briseida y Aquiles, así como sus sentimientos hacia Patroclo y Agamenón. Mediante el discurso de la troyana, revivimos la ira de Aquiles contra Agamenón, la embajada de Ulises para tratar de hacer regresar a Aquiles al combate, la muerte de Patroclo y Héctor, y la súplica de Príamo, rey de los troyanos, ante Aquiles para recuperar el cadáver de su hijo Héctor. Pero esos eventos están enmarcados por una subjetividad que les da otro valor y densidad. Uno de los latiguillos de la novela es “las mujeres están más guapas calladas”; en una de esas ocasiones, Briseida completa: “a todas las mujeres que he conocido les han inculcado ese dicho desde pequeñas”.[12] Este mandato justifica el título de la novela y el protagonismo de la voz femenina en este relato. La palabra en espera, la que en el texto se vincula, por ejemplo, con la violencia y la experiencia traumática, habita en el silencio (silere) del grupo de mujeres, cuando Tecmesa, cautiva troyana, deja ver que Ayax intentó ahorcarla durante sus pesadillas: “cuando se agachó […] vimos las marcas negras de dedos […] Ella se dio cuenta de que lo habíamos visto, entonces sucedió un largo silencio […] No lo hizo adrede —dijo—”.[13] La violencia impresa en el cuello de Tecmesa sobrevuela tanto en los sueños de los guerreros como en la cotidianidad del campamento griego, donde las relaciones fluctúan en el marco de una situación liminal que desdibuja valores, creencias y emociones.
En este contexto cualquier expresión de empatía resulta extraña o revictimizante, así lo vive Briseida a medida que siente la proximidad de Patroclo, fiel compañero y segundo de Aquiles en la conducción de su ejército, los míticos Mirmidones:
El silencio, la oscuridad de la noche, todo ello hizo que lo imposible quedara al alcance de la mano, y me oí a mí misma decir: —¿Por qué eres siempre tan amable conmigo? […] [pensé] que me había extralimitado en mi condición de esclava. Pero entonces dijo: —Porque sé lo que es perder todo y que te entreguen, como un juguete, a Aquiles. […] no paraba de pensar ‘¿Y tú qué vas a saber? Si no tienes más que privilegios’.[14]
El contraste entre silere y tacere es notable: la palabra “imposible” adviene para reconocer la cercanía y la calidez en el “enemigo”, luego la represión voluntaria de aquello que no se atreve a decir, pero sí a pensar, el rechazo de la empatía de Patroclo. El abismo social y de género condicionan el lazo humano, eso que cada uno cree representar para el otro en esas coordenadas espacio-temporales: el príncipe amo y la troyana esclava. Al principio Briseida no puede pensar en los griegos sin ver a los asesinos de su familia, sus enemigos; poco a poco esa barrera se deshilacha y culmina en la relación armónica que vive con Aquiles, con quien concibe un hijo y a quien la une el recuerdo de Patroclo. Así, Briseida vive una metamorfosis, pasa de la deshumanización que la convierte en un juguete/objeto a la humanización que se produce al involucrarse con los griegos y Aquiles: “comimos y bebimos en silencio, pero noté que el ambiente era distinto […] Él sabía que yo iba en el carro […] estaba dispuesto a dejar que me marchara. O sea que, en puridad, ya no éramos amo y esclava”.[15] Una vez eliminada esa barrera, Briseida ya no es un objeto destinado a la satisfacción sexual de su amo, sino una compañera con la cual Aquiles comparte charlas y comidas.
Así como la guerra une a Briseida y Aquiles, también separa a Eneas y a la reina de Cartago. La Elisa de El silbido del arquero muestra otra perspectiva de este personaje quien, según la versión virgiliana, puso en riesgo el destino fundacional de Eneas a causa de su pasión por el héroe. La estructura de la novela entrelaza el discurso directo de varios personajes: el héroe troyano, Elisa, su hermanastra Ana, el dios Eros y Virgilio. De esta forma, se confrontan los diversos puntos de vista y somos testigos de cómo cada personaje construye su propia versión de la historia de acuerdo con sus inquietudes, emociones e intereses. La reina se encuentra en una difícil situación: ha huido de su ciudad natal por la persecución de su hermano, con quien rivalizaba por el poder; en el nuevo territorio está amenazada por las tribus locales y por sus propios jefes guerreros, deseosos de tomarla como esposa para detentar el poder sobre la ciudad que prospera. Entonces aparecen en sus costas las naves troyanas y, para los pretendientes al trono, llega un nuevo contrincante: Eneas, un príncipe sin riqueza ni territorio.
El lenguaje, así como el silere y el tacere, son fundamentales en la relación entre Eneas y Elisa: como miembros de la nobleza emplean una lengua franca que sólo dominan ellos dos y Ana. Así, la lengua es un instrumento de complicidad para los amantes, un recurso para aislarse del mundo. Eneas despierta en Elisa nuevos deseos que la fortalecen frente a las demandas del poder que ejerce, pues siente que el amor le devuelve una seguridad y una esperanza tambaleantes antes de su llegada. El acercamiento, tramado por Eros, está sembrado de silencios cómplices, pero las palabras que anidan en cada uno de los amantes son completamente diferentes:
Los dos quedan silenciosos, con el cuerpo y los brazos en la misma postura, espejos el uno del otro […] ‘Ayúdame a gobernar así, Eneas. Aprendí a reinar entre hombres muy distintos a ti, pero en Cartago deseo reparar los errores […]’, ‘Elisa, puedes contar con mi ayuda […]’ dice Eneas […] aún convencido de que están hablando de política.[16]
Están en situaciones muy distintas: Eneas busca retomar una vida pacífica después de años de violencia que no logra olvidar. Elisa, por su parte, anhela proteger a su pueblo y legitimar su poder. Eneas quiere evitar enfrentamientos armados, mientras que Elisa se ve llevada por su condición de género y por las presiones de su Consejo a emplear las armas en defensa su reino.
La creciente violencia sumada al mal manejo del tacere culmina en la partida de los troyanos en medio del asedio de Cartago por las tribus locales. Así como la Penélope de Atwood confiesa que propició una tragedia por guardar silencio sobre el verdadero rol de sus criadas, del mismo modo Ana decide callar sobre un episodio que cambia los acontecimientos de manera radical. Al enterarse que uno de los guerreros cartagineses intentará matar a Eneas, Ana lo informa al troyano mediante un ritual que no le permite expresarse con claridad, dado que entra en un trance oracular. Luego en diálogo con su hermana, Ana confiesa: “Alguien trama asesinarle […] y hoy, al alba, se lo he revelado en el templo. Debí decírtelo a ti. Tú habrías sabido qué hacer”.[17] Aquello que Eneas interpreta del oráculo es muy diferente de lo que Ana pretendía comunicar. El equívoco motiva la partida de los troyanos y frustra el objetivo de Ana, esto es, que Eneas la incluyera junto a Elisa en su aventura rumbo a Italia. Sin embargo, frente al abandono de su amado la reina parece considerar como cónyuge a uno de sus generales, por lo tanto su trágico desenlace no se debe exclusivamente al desengaño amoroso: “siempre he compadecido la suerte de las mujeres que se convierten en botín de guerra […] Como el viento se lleva el humo, así se desvanece, en un solo día, todo lo que he construido. Aparto la vista del combate […] las palabras se secan en mi boca […] navego ya fuera del tiempo”.[18] Finalmente, su fracaso en la defensa de su ciudad la desmoraliza. Ya no caben palabras para lo que vendrá, el silencio es su mejor expresión: antes de verse como esclava, Elisa se suicida y pasa a la inmortalidad como personaje poético.
Estas novelas no son, desde luego, respetuosas de sus respectivos originales. Son justamente recreaciones inspiradas en obras clásicas, que intentan explorar una línea de fuga que ni siquiera es intencional en ellas. Estos personajes femeninos ya no son simples, sino complejos, contradictorios y humanos, revisten una densidad psicológica de la que carecían sus antecedentes míticos. La ausencia de una perspectiva femenina, que por siglos acompañó la circulación del mito, deviene en la actualidad en un caudal de voces que vuelven a esas caracterizaciones tradicionales para repensar estereotipos naturalizados por el patriarcado. Esa palabra que latía en el silencio, esperando a ser pronunciada, adviene en la voz de Briseida, Penélope y Elisa para (re)pensar también desde lo callado, lo reprimido y el secreto, la representación de la mujer en la actualidad.
El mail de la autora es [email protected]
[1] Clarice Lispector, “Silencio”, 1974. Disponible en: https://ciudadseva.com/texto/silencio-2/
[2] Italo Calvino, Por qué leer a los clásicos, Tusquets, Barcelona, 1998, p. 10.
[3] En la novela no aparece la denominación libia Dido, sino el nombre original fenicio Elisa.
[4] Pedro Cerezo Galán, “Los claros del mundo: del lógos al mito”, Nuevo romanticismo: la actualidad del mito, Seminario 1, Fundación Juan March, Madrid, 1997, p. 33.
[5] cf. Barbara Godard, “Feminism and/as Myth: Feminist Literary Theory between Frye and Barthes”, Atlantis, núm. 2, vol. 16, 1991.
[6] cf. Jacques Lacan, Jacques Lacan: La lógica del Fantasma, Seminario 14, Clase del 12 de abril de 1967, Paidós, Buenos Aires, 2003.
[7] Margaret Atwood, Penélope y las doce criadas, Salamandra, Barcelona, 2005, p. 9.
[8] Ibid., p. 30.
[9] Ibíd., p.84.
[10] Ibíd., p. 86.
[11] Ibíd., p.93.
[12] Pat Barker, El silencio de las mujeres, Siruela, Madrid, 2018 (ebook).
[13] Ibid., p.705.
[14] Ibid., p.1003.
[15] Ibid., p. 4158.
[16] Irene Vallejo, El silbido del arquero, Contraseña Editorial, Zaragoza, 2015, pp. 91-93.
[17] Ibid, p. 187.
[18] Ibid., p. 199.