En días recientes han circulado en la conversación pública escenas dramáticas de quema de comercios, gasolineras y autos en ciudades de Chihuahua, Guanajuato, Jalisco y Baja California. A estas escenas les ha seguido un coro de explicaciones, muchas de ellas marcadas por la sospecha, las propias simpatías y antipatías. El caricaturista Rafel Barajas El Fisgón, por ejemplo, en una publicación sobre su cartón del pasado sábado sugirió que estos hechos de violencia, dado que sucedieron en entidades gobernadas por la oposición —salvo Baja California—, son “un intento de desestabilización” ya que “es claro a quién le sirve todo esto”. No necesita decir a quién le sirve, pues la sola afirmación de que es claro funciona para acusar que la violencia se trata de un ardid de los opositores al gobierno.
El problema con los “análisis” que parten de la sospecha es que casi todo puede ser cierto y no hay que demostrar nada, pues se piensa que los hechos hablan por sí mismos. Usados así, los hechos sirven para confirmar cualquier prejuicio, incluso los más contrapuestos. Del mismo modo que El Fisgón, el académico Alejandro Madrazo Lajous —investigador en temas de seguridad— cuestionó la “casualidad” de que estos eventos de violencia ocurrieran después del anuncio de la propuesta del presidente López Obrador de que la Guardia Nacional pase a depender administrativa y orgánicamente de la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA), como si la violencia fuera un instrumento del presidente para justificar sus actos de gobierno. En el mismo sentido, el pseudoperiodista Ricardo Alemán se refirió a una estrategia del gobierno de “incendiar el país”. Unos y otros no necesitan presentar pruebas o información contrastable, basta que, no sin un dejo de indignación y escándalo, repitan sus sospechas para que resulten efectivas. Al final, el riesgo de no ceder al sospechosismo de uno y otro bando es pasar por un ingenuo.
Estas narrativas no sólo revelan mezquindad, sino incapacidad para entender las violencias que azotan al país desde hace años. El periodista Juan Becerra Acosta, por ejemplo, se preguntó a quién convendría “calentar la plaza” con estos episodios de violencia. Ya ha pasado más de una década desde que Felipe Calderón inició la llamada guerra contra el narcotráfico y en la discusión pública se sigue hablando el mismo lenguaje de cárteles, sicarios, plazas, ajustes de cuentas, y se analiza al narco como si fuera una entidad perfectamente reconocible. Se piensa, y es un argumento que recupero del sociólogo Fernando Escalante Gonzalbo[1], que la violencia es ajena al resto de la sociedad, que ocurre en un espacio distinto al de la economía o la política. Lo que hay en el terreno son un montón de actores con variados intereses y prácticas, las cuales se mueven en una frontera poco clara entre lo legal y lo ilegal, de modo que no es nada fácil separar el mundo de la criminalidad del resto de la vida social. Hacen falta explicaciones locales[2] que ayuden a entender las complejidades de la violencia en el país, porque no responde a las mismas lógicas la violencia en el noroeste de Sonora, con ciudades fronterizas, que la violencia que sacude a la región de Tierra Caliente en Michoacán.
Lo que tenemos desde hace años, y es algo que poco ha cambiado en la discusión mediática durante este sexenio, es un relato de lucha entre cárteles. Pensar de esta manera es tranquilizador porque permite tener una explicación —un “conocimiento estándar”, lo llama Escalante Gonzalbo— para cualquier episodio de violencia, pues es más fácil hablar de cárteles que disputan plazas o territorios que tratar de entender los diversos órdenes locales generados por la violencia. Si algo hay que reprochar en materia de seguridad a la administración de Andrés Manuel López Obrador (sin obviar la responsabilidad de los otros poderes y niveles de gobierno) no son las cifras de violencia, pues vienen de lejos y reducirlas de manera significativa es una tarea que se antoja para varios sexenios, sino la renuncia —y también postergación— a entender la violencia que vive el país. A inicios de este sexenio, el politólogo Gibrán Ramírez Reyes sugirió en diversos espacios que las delegaciones del Gobierno Federal podrían servir para llevar al territorio a sociólogos, antropólogos, activistas, víctimas y otros grupos de personas que trataran de entender las dinámicas locales de la violencia. Esa es una ruta, considero, que debería seguir cualquier estrategia de seguridad: aceptar que poco se conoce esa parte del país sumergida en la inseguridad.
Lo que hay, en cambio, es la presunción de que todo se conoce y se dice que se están “atendiendo las causas”, lo cual también es tranquilizador porque hace suponer que los programas sociales para jóvenes (los cuales hay que celebrar, faltaba más) bastan para frenar la violencia. Salvo la demanda emprendida por la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) contra la industria armamentística en Estados Unidos, no es claro el razonamiento que hay detrás de otras medidas del Gobierno Federal en materia de seguridad. Mucho se ha criticado el incremento de las atribuciones de los militares en seguridad pública en este sexenio y, dadas las experiencias de otros países, desde luego es algo que hay que observar con suspicacia. Pero más allá de juzgar que la seguridad pública se está militarizando, lo que se echa en falta es una explicación clara de estas acciones: ¿bajo qué criterios se distribuyen los cuarteles de la Guardia Nacional?, ¿qué tareas le son encomendadas?, ¿cómo se decide el número de elementos que se despliegan y las regiones a las que se dirigen? Insisto, hay que tomar con reserva el despliegue de elementos formados en la disciplina y organización militar en tareas de seguridad pública, pero lo más alarmante es que se lo haga sin un diagnóstico concreto —que, desde luego, no puede ser sólo la pobreza—.
A falta de explicaciones, sobran las sospechas y los eslóganes: “abrazos, no balazos”. No son los opositores desestabilizando al gobierno ni el gobierno perverso justificando sus acciones, es, por doloroso que sea reconocerlo, el país en el que vivimos y ante el cual estamos ciegos.
[1] Desde hace tiempo Fernando Escalante ha apuntado esto y es un tema al que vuelve constantemente. Sólo como punto de partida, sugiero consultar su libro El crimen como realidad y representación (2012), publicado por El Colegio de México.
[2] Se han hecho muchos esfuerzos por entender la violencia local y desde ámbitos diversos como el periodismo o la antropología, de momento sólo quiero recomendar el trabajo etnográfico de la antropóloga Natalia Mendoza, en especial su libro Conversaciones en el desierto: Cultura y tráfico de drogas (2017), publicado por el Centro de Investigación y Docencia Económicas.