En una de sus obras centrales, la Genealogía de la moral, Friedrich Nietzsche señala cómo el lenguaje está intrínsecamente vinculado con el ejercicio del poder: el sentido y el valor de verdad de las palabras y los usos lingüísticos son establecidos por los poderosos. Teniendo en cuenta esta tesis, es posible entender mejor las luchas actuales de distintos movimientos sociales (por ejemplo, del femenismo o de la comunidad LGBT) por modificar las estructuras lingüísticas: cambiar las palabras y los usos del lenguaje no sólo modifica las interacciones entre ciertos individuos, sino que desestabiliza las estructuras de poder.
Buscando hacer un pequeño aporte a esos movimientos, expondremos de modo breve la relación de lenguaje y poder propuesta por Nietzsche en la Genealogía de la moral y cómo se refleja en los debates actuales sobre lenguaje y género o lenguaje e identidad.
El origen de lo moral en el uso del lenguaje
Si bien ninguno de los tratados que componen la Genealogía de la moral está dedicado a tematizar el lenguaje, éste es la herramienta que permite a Nietzsche una comprensión histórica del problema de la moral (o del problema del mal, tal como él lo llama en el prólogo). Poseemos vestigios del uso del lenguaje en distintas culturas de la antigüedad, y poniendo en juego esos usos con una interpretación psicológica de los individuos de esas culturas, y con las preguntas filosóficas concernientes a lo moral, es posible brindar una interpretación del origen de la moral distinta de la dada por los autores que asumen la moralidad como una realidad a priori. Esa investigación histórica termina por mostrar también el carácter de lo lingüístico como herramienta de supervivencia, como algo cercano a lo instintivo en los seres humanos, incluso cuando forma parte de un rasgo cultural que parece tan lejano del comportamiento meramente animal, como la moral. Todo esto se encuentra ya implícito en la propuesta genealógica nietzscheana, donde al avanzar en el análisis filológico (el análisis del desarrollo histórico de las palabras), el supuesto carácter metafísico de la moralidad se hace más difuso, o incluso se borra, y se empiezan a notar los rasgos naturales u orgánicos que estarían tanto en el origen del lenguaje como en el de la moral.
Entender la moral como parte de cierto ámbito metafísico y universal parece ser el tipo de estudio que de ella ha llevado a cabo la filosofía occidental. Así, la pregunta por lo “bueno” y lo “malo” se ha hecho equivalente a precisar qué es lo bueno sin más o lo malo sin más. Esta manera de abordar este problema, y en general cualesquiera problemas filosóficos, ha estado marcada o bien por respuestas que, en medio de jergas excesivamente complejas, suponen algo “bueno” y lo universalizan (como, por ejemplo, se supone lo bueno como equivalente a lo propuesto por el cristianismo y luego se adapta una filosofía a esa moral religiosa concreta), o bien por el desconocimiento del contexto histórico y social concreto en el que esas preguntas o problemas han surgido. Tanto aquella injustificada universalización como esta falta de visión histórica al filosofar, pueden hacerse a un lado si se acude al lenguaje y a los diversos y cambiantes usos lingüísticos en los que la moral (o, más en general, la filosofía) han acontecido. Las palabras “bueno” y “malo” no surgieron para designar posibles realidades metafísicas, sino que empezaron a ser usadas para designar o caracterizar ciertos tipos de individuos[1]. Ese abordaje histórico de la moral permite a Nietzsche proponer un posible origen del lenguaje, una hipótesis acerca de ese origen en la que poder, lenguaje y moral se encuentran entremezclados:
“El derecho del señor a dar nombres llega tan lejos que deberíamos permitirnos el concebir también el origen del lenguaje como una exteriorización de poder de los que dominan: dicen “esto es esto y aquello”, imprimen a cada cosa y a cada acontecimiento el sello de un sonido y con esto se lo apropian, por así decirlo”.[2]
En el origen del lenguaje estarían los individuos que dominan las cosas que designan: el lenguaje es una herramienta para ejercer su poder sobre las cosas. ¿En qué consiste ese poder o quién es el que puede decir qué es algo? Ese poder sería propio del que puede hacer que ese uso sea asumido por otros, bien sea por miedo a sufrir su retribución o por intentar imitarlo en su poderío. Recuérdese aquí, por ejemplo, la tarea que Dios pone en manos de Adán (quien es hecho a su imagen y semejanza) en el Edén: nombrar todas las cosas, tarea que al cabo será entendida como gobernar sobre ellas.
El ejercicio del poder del que domina radicará entonces en establecer lo que son las cosas. Es decir, no sólo asignará nombres, sino que establecerá esos nombres (y las valoraciones que conllevan) como correctos. Esta corrección, podemos suponer, es la que garantizará que el dominio perdure en el tiempo, ya que cualquier uso distinto tenderá a ser corregido de acuerdo con el uso lingüístico establecido: el individuo que domina tiene el poder de determinar ese uso como el “uso verdadero”, de forma que ya no tendrá que acudir a castigos para que los demás lo sigan, sino tan sólo al convencimiento del valor de la verdad y la necesidad de su búsqueda.
Es llamativo, además, que lo que determinará el poderoso no es sólo lo que son las cosas, sino también lo que son los acontecimientos. Para el filósofo alemán, quien tenga el poder también determina las valoraciones de los acontecimientos y, en ese sentido, también tendría dominio sobre la historia (entendida como la narración de los acontecimientos). El lenguaje garantizaría entonces no sólo el dominio sobre las cosas, sino también sobre lo que acontece en general.
Es evidente que los procesos sociales en los que se dan o se desarrollan los usos lingüísticos son diversos e innumerables a lo largo de la historia, pero independientemente de cuáles hayan sido esos procesos, el poder de algunos individuos jugó un papel central en ellos: el poder de esos posibles individuos les habría permitido determinar que algo es algo, que X es Y, y los usos verdaderos de los términos que al cabo generarán las moralidades. Esos individuos ejercieron con seguridad ese poderío sobre un grupo o grupos sociales.
Lenguaje y movimientos sociales
En un pasaje de Aurora (obra anterior a la Genealogía), Nietzsche habla de cómo en el fondo nuestro pensamiento está configurado por lo que el lenguaje le posibilita:
“Expresamos siempre nuestros pensamientos con las palabras que tenemos a la mano. O para expresar del todo mi sospecha: tenemos en cada momento sólo el pensamiento para el que están a mano las palabras que posibilitan más o menos expresarlo”.[3]
Lo que pensamos, y en definitiva lo que comprendemos, está posibilitado por el lenguaje. Por eso las luchas de movimientos sociales como el feminismo o la comunidad LGBT no son triviales. Las modificaciones del lenguaje exigidas no son un simple capricho, sino que parten de la necesidad de que el mismo lenguaje posibilite la visibilidad de las mujeres y de los diversos géneros, y a partir de esa visualización que se haga posible la comprensión de esas diversas formas de vida.
Con todo, como veíamos antes, las estructuras lingüísticas (palabras, usos, valores de verdad) están vinculadas con estructuras de poder con un largo recorrido histórico y su modificación no es un proceso simple. Dos ejemplos. El primero, ya señalado por Nietzsche: En pleno siglo XXI seguimos hablando de “noble” para designar a una persona bondadosa, y al ver la historia del término, se puede precisar que no designaba bondad alguna, sino la pertenencia a una casta. Que el “noble” (el que pertenece a una casta) sea el “bueno” ha sido establecido a partir del poder e influencia de ese grupo social. Del mismo modo, palabras que directamente indican pertenecer a grupos carentes de poder, terminan por entenderse como ofensas: “indio”, “marica”, etc. El segundo ejemplo que podemos mencionar es más general: en español se utiliza la forma del género masculino gramatical para referirse grupos con personas de más de un género (no importa la proporción o distribución entre hombres y mujeres en los mismos), por lo que el género femenino (y cualquier otro además del masculino), aunque aparentemente solo gramaticalmente, desaparece (es indiferente que se designen mujeres o personas de otros géneros). Este uso es también resultado de un proceso histórico (que coincide con épocas en las que las sociedades han invisibilizado el papel de la mujer y distintas minorías). En los dos casos ese carácter histórico es puesto a un lado, a veces incluso desconocido, para afirmar una supuesta “corrección” ahistórica, bien del sentido de una palabra o de un cierto uso gramatical. ¿Quiénes afirman esa corrección? ¿Quiénes deciden sobre los usos del lenguaje “permitidos”? Con seguridad, los que cuentan con el poder. Y por eso todo posible uso alternativo, o “incorrecto”, del lenguaje implica una lucha de poderes en la que muchas veces los movimientos sociales están en evidente desventaja. Piénsese en los medios de comunicación tradicionales y su modo de tratar, con bastante frecuencia con burla, las exigencias lingüíticas de los movimientos feministas. Obviamente los dueños de esos medios no forman parte de esos movimientos.
Más allá de lo que hemos expuesto, sería interesante llevar a cabo un estudio sobre cómo están constituidas las instituciones que deciden sobre la corrección del lenguaje (por ejemplo, la Real Academia) y cómo son elegidos sus miembros. Y aún más interesante sería precisar el papel de la mujer, y de otras minorías, en ese tipo de entidades. Pero eso excede lo que nos proponíamos con este texto: apenas señalar con Nietzsche los vínculos del lenguaje con las lógicas de poder.
Indalecio García
Magister en Filosofía
Instagram: @indagad
[1] cf. GM, Tratado I, 2.
[2] GM, Tratado I, 2 – La traducción es de A. Sánchez Pascual, Alianza, 1997.
[3] Aurora, 257 – traducción mía.