- Reseña de Enrique Díaz Álvarez, La palabra que aparece, México, Anagrama, 2021.
Después de cada guerra, alguien tiene que limpiar. Entre el derrumbe y la sangre posteriores al combate, la tarea de reconstruir se convierte en el asunto primordial de los vivos. En otras palabras, el acto de reconstruir aparece como el gesto básico de la supervivencia, cuestión primordial en la historia de la humanidad, procedimiento vital para resistir a la guerra y sus violencias. Se sobrevive de muchas maneras y con diferentes intensidades, dependiendo del peligro y de los medios a disposición. Para sobrevivir se recurre a la fuerza corporal, a la potencia del espíritu, al empleo de los materiales y del ingenio humano. Se sobrevive también, y esto nos lo recuerda Enrique Díaz Álvarez, mediante la palabra, que al ser tomada y pronunciada vehicula la potencia política del testimonio. Palabra que reconstruye, que deja su huella en el tiempo, palabra que persiste –junto al sujeto que la pronuncia– pese a todo.
En La palabra que aparece, el autor evoca algunos de los episodios más oscuros y violentos grabados en la memoria de Occidente: las guerras mundiales, el Holocausto y las bombas atómicas, la conquista y el colonialismo en América, entre otros. No lo hace para simplemente pasar lista de la crueldad, ni para sacralizarla y terminar declarándola fuera del ámbito de la comprensión humana, sino como parte de un proyecto de rastreo de los alcances éticos, estéticos y políticos que adquieren las biografías, los recuerdos, las heridas y los afectos sobrevivientes que componen las vidas concretas que el proyecto de los vencedores y los agresores pretendió –sin éxito– borrar.
Lejos de las narrativas maniqueas compuestas de héroes y villanos, al examinar la historia a contrapelo y poner en el centro a los vencidos y a las víctimas, estas últimas aparecen como testigos de sus circunstancias y voceros de la injusticia, como actores que, mediante su testimonio, desafían y rompen el silencio, la impunidad y el olvido a los que se les ha sujetado. Y en la sonoridad de su palabra, que nos alcanza y nos confronta, se abre un nuevo espacio para la emergencia de otras perspectivas y para el desacuerdo, pero también para conmoverse y reconocer la fragilidad y el dolor que nos constituyen por igual en tanto vivientes. En palabras de Díaz Álvarez, se trata de abrir una oportunidad de reconstruir la memoria y mirar el presente “que traslade el ‘momento de poder’ del héroe al testigo […] para dar cuerpo a una memoria centrada en hospedar y prestar atención a las víctimas de la violencia” (p. 16).
El autor sabe que no es una cuestión sencilla. Afrontarla significa recorrer y problematizar la manera en que se ha comprendido y se ha experimentado la guerra en la era moderna, al punto de enaltecerla como un acontecimiento donde los héroes y el poder se gestan y se definen desde la agresividad y el triunfo en el combate, a costa de la destrucción y la muerte que llevan a cuestas. En diálogo con Elías Canetti, el autor identifica en la supervivencia uno de los puntos cumbres del poder: saberse vivo cuando los demás están muertos, afirmarse a partir de la muerte del otro. Al reconocer estas nociones, la guerra aparece como la situación en la que las capacidades humanas para la barbarie y las proezas se confunden la una con la otra. En la que el combatiente descubre su propia futilidad y, al mismo tiempo, un sentido de existencia que lo motiva hacia la realización de su ideal heroico. En tanto experiencia, la guerra conjuga el desprecio y la fascinación, el horror y lo sublime, la villanía y el heroísmo.
La pulsión por ser parte en la guerra y encarnar el ideal heroico del que esta se alimenta, depende de una forma de anestesiamiento sensible que facilite pasar por alto la dignidad de a quien se le da muerte: volverlo cosa, justificar moralmente su aniquilación, construir un abismo entre “nosotros” y “ellos”. Superar la brecha constitutiva de este espíritu bélico, sugiere Díaz Álvarez, es posible apelando a gestos que nos aproximen al contacto: escuchar el otro extremo, llenar la distancia entre unos y otros con la palabra de quienes reclaman su versión y su lugar en los hechos, así sea sólo para exclamar el inmenso dolor de su pérdida. Esta es la lección que el autor encuentra en las enseñanzas de Simone Weill, Rachel Bespaloff, Hannah Arendt y sus lecturas de La Ilíada. Trazando las resonancias entre estas tres voces femeninas en contra de la guerra, resulta claro el valor de esa milenaria “lección homérica”. La genialidad de la oda de Homero a la mítica guerra de Troya no radica en su celebración o consagración de los héroes victoriosos sobre los troyanos. No se trata de un poema partidista, inflado con dogmas o patriotismo, sino de un canto en el que su autor toma distancia para conmemorar la dignidad equivalente entre los adversarios y para emparentar al victorioso con el vencido al evocar la gloria y el dolor de este último.
Reparar y conciliar. Construir memoria y encarar la violencia desde la justicia y la humildad de quien atiende el llamado de todas las voces posibles. Identificar matices, aceptar las ambigüedades y celebrar la carga subjetiva que atraviesa todos los hechos humanos. Reconocer la dignidad y la intensidad poética en las pequeñas historias que se esconden y resisten bajo los grandes relatos que sostienen el ejercicio de la violencia en la historia de la humanidad contra sí misma. Bajo el peso de los discursos belicistas, perviven los testimonios inextinguibles de quiénes les sobreviven: “por qué no hacer paráfrasis de Foucault y afirmar que ahí donde se ejerce la violencia y el abuso de poder hay siempre un testimonio dispuesto a aparecer y ejercer resistencia.” (p. 329) El libro de Díaz Álvarez pone nombre a estos personajes y sus relatos, alumbra estos episodios –de por sí ya ilustres– ocurridos en épocas de oscuridad.
Mirar a ambos lados para volver a la zona gris donde los extremos se tocan y regresar la vista con nuevos ojos para leer pasado, presente y futuro. Leer la historia de Hiroshima, por ejemplo, a partir de los testimonios de los sobrevivientes japoneses y del de Claude Eatherly, uno de los operadores del infierno que llegó caído del cielo en la forma de la bomba atómica. Disputar la comprensión histórica de la llamada “conquista de México” junto a las voces indígenas que continúan testimoniando la destrucción de su mundo. Recoger, junto con Virginia Woolf y Svetlana Alexiévich, la palabra femenina que denuncia su expulsión de la historia, propiciada por las narrativas machistas que, incisivamente, permean y engrasan la lógica del ejercicio del poder tanto en la guerra como en la paz. Incluso, detenerse para reflexionar los límites de lo esperable y exigible al testigo, para caer en cuenta que todo testimonio requiere de alguien a quien interpelar, de otras voces y manos que atiendan su llamado y continúen haciéndole sobrevivir.
La complejidad de esta “política del testimonio” con la que da Díaz Álvarez, encuentra en el México contemporáneo uno de sus puntos más álgidos y urgentes. El autor cierra su ensayo volviendo la vista a casa. En el país de la guerra contra el narco, de los feminicidios y de las fosas clandestinas, los cuerpos violentados y las osamentas desenterradas resultan testimonios de la impunidad y la brutalidad de la necropolítica mexicana, en donde criminales funcionan como el Estado y el Estado deviene en perpetrador de crímenes. Sin embargo, esos mismos cadáveres y huesos aparecen como motivos para la acción singular y colectiva de quienes exclaman un alto a la violencia. Y que, para hacerlo, recurren a la escritura, a la imagen y a la evocación de testimonios y experiencias sobrevivientes que permiten levantarse del estado de enmudecimiento y parálisis al que la normalización de la violencia y el deseo de venganza contra los narcos ficcionalizados nos han conducido.
En México, la política del testimonio se materializa en una forma de insurgencia forense comprometida con restituir la dignidad de esas vidas que importan, pero que han sido denostadas y vueltas desechables desde la lógica del necropoder. Movilizarse desde la politización del duelo, de la repugnancia, de la memoria. Enfrentar el entusiasmo bélico y la banalización de la violencia desde la afirmación rotunda de la vida. Quizás Díaz Álvarez no se equivoca al advertir que esta victoria solamente pasará por ser capaces de imaginar y movilizar políticamente afectos y pasiones aún más fuertes, que logren (con)movernos junto al testimonio de las víctimas. Porque si algo nos ha enseñado el México contemporáneo, es que no hay nada más resistente, potente e inspirador que el espíritu de una madre que, en medio del desierto, planta cara al terror yendo en busca de sus desaparecidos. Hay ahí una historia por escuchar, una lucha a la que sumarse, una palabra que aparece.