Todo ha cambiado en el fluir silente
del tiempo y la vida que adelanta;
la provinciana paz es lapso muerto.
Sólo nos queda como encanto cierto
del aledaño mar, la voz que canta,
del sol occiduo, lumbre iridiscente.
José Mena Castillo, “Culiacán”, junio de 1951.
Estamos por cumplir un mes desde que inició la escalada violenta, inédita por su duración y consecuencias, en Culiacán y buena parte de Sinaloa. Con los antecedentes más inmediatos del conflicto entre facciones del 2008 y los dos culiacanazos de 2017 y 2023, está claro que algo tenemos que hacer como sociedad para, por lo menos, estar mejor preparados ante estas situaciones que, por su recurrencia, amenazan con socavar no sólo la vida económica y la estabilidad política y social, sino las bases mismas de la civilidad.
Más allá de la causalidad específica, que, en su singularidad, es variable en cada uno de los casos mencionados, el hecho es que como sociedad no hemos fortalecido los flancos de los que pueda provenir una resiliencia organizada y no meramente declarativa y consoladora. Esto se echa de ver en muy distintos ámbitos. En el económico, con la semiparalización de la actividad comercial en ciudades como Culiacán; en la educación, con la migración obligada a clases en línea; en el desánimo colectivo, preñado de la angustia difusa contagiada por la marea inmisericorde de mensajes alarmistas y no pocas veces falsos en las redes sociales y grupos de whatsapp; y, last but not least, en el enrarecimiento de la vida pública que ha puesto en la pendiente del descrédito a políticos y gobernantes.
Sin duda, como sociedad tenemos que realizar un hecho de conciencia que nos permita aportar a la civilidad y a la paz en nuestras ciudades y comunidades. En este sentido, lo fundamental es, primero, reconocer el problema. No resignarnos a vivir así, sino incluir el guión: re-signarnos. Volvernos a signar, crear un horizonte de expectativas que nos carguen de nuevos signos y propósitos en materia de convivencia y nos fortalezcan como sociedad.
Está claro que eso no se va a lograr solamente con las demostraciones de resiliencia del estilo de las marchas convocadas por la organización Culiacán Valiente. Participar en esas concentraciones, me parece, es lo mínimo que podemos hacer. Pero habrá que hacer aquí dos comentarios.
Primero, ese tipo de convocatorias tienen que ir más allá de la indignación cívica. Esas iniciativas tienen que abrirse a lo social en toda su amplitud y diversidad. Como ha ocurrido con las marchas contra la violencia y la “Marea Rosa” en la Ciudad de México, quedarse en la burbuja de lo cívico, impide bajar a lo social, es decir, a ese terreno en el cual las reivindicaciones estrictamente ciudadanas son subordinadas por la marginación y la exclusión, por las consecuencias concretas de la violencia que se convierten en demandas públicas de atención cívica, sí, pero sobre todo social.
De lo que se trata es de reconocer e incorporar a otros actores sociales que no pueden formalizarse en la sociedad civil convencional conformada por las cámaras de comercio y empresariales, las instituciones de asistencia privada o los organismos gremiales de profesionistas. Esas convocatorias tienen que abrirse a la participación de agrupaciones de búsqueda de personas desaparecidas, desplazados por la violencia, organismos de defensa de los derechos humanos, colectivos de mujeres, de artistas urbanos, de jóvenes, de periodistas, de asociaciones de deportistas, inclusive de sindicatos y organizaciones populares, entre otras. Esta es una realidad que a todos nos afecta.
Y segundo, los episodios de las marchas no deben convertirse en momentos exclusivamente catárticos. Deben propiciar la coordinación permanente para hacer propuestas que desaten nuevas sinergias sociales. En la marcha del pasado 29 de septiembre lo platicaba con el Dr. Efraín Romo, fundador de la IAP Buena Vista, y con Leticia Clouthier, Presidenta de la Casa Maquío: en proporción con sus dimensiones poblacionales, Culiacán es la ciudad del norte de México con más IAP y ONG. Si se elaborara una metodología para integrarlas en objetivos comunes por sectores o áreas de actividad, se multiplicarían sus impactos comunitarios. Esa es apenas una ruta de trabajo, pues una coordinación de este tipo podría avanzar en la elaboración de diagnósticos y planteamientos puntuales de intervención social (en Sinaloa, se cuenta con un proyecto de investigación ya muy avanzado, dirigido por el Dr. Juan Carlos Ayala, sobre violencias estructurales).
Lo primero que debería entenderse, es que la violencia que padecemos responde a un contexto hemisférico y nacional, es cierto, pero también regional. Esos erizamientos de lo local son terra incognita para la política social y de seguridad pública federal. Lo son en Guanajuato, en Michoacán, en Zacatecas, en Guerrero o en Sinaloa. Y en cada uno de esos y otros lugares, no es lo mismo pretender incidir en el medio rural que en el urbano; en el medio rural, no es la misma problemática la de los Altos que la de los valles; y en el medio urbano, no es el mismo espesor de la vida en las colonias populares que en los fraccionamientos de clase media. Son muchos conflictos singulares los que forman un gran conflicto nacional.
Salta a la vista que, sin embargo, y por lo pronto, la prioridad tendría que ser trabajar con los jóvenes en el empleo, la educación, y sobre todo en el despliegue de formas de convivencia más fecundas y gratificantes en sus lugares de residencia. Esto es fundamental: los jóvenes son víctimas del actual estado de cosas. Con la falta de alternativas, son caja de resonancia del terrible mantra “no nacimos pa’ semilla”; esto es, una extensa franja de la juventud está convencida de que es preferible una vida corta pero intensa que una vida larga en la marginación y la exclusión. Una cifra negra: tan sólo el 2016, de acuerdo con el INEGI, en Sinaloa hubo 1303 muertes por homicidio entre los jóvenes en Sinaloa, sin considerar a los desaparecidos que suman una lista aparte, una “estadística” siempre dudosa por incompleta. A estos sectores y grupos, me refiero cuando hablo del giro de la indignación puramente cívica a la acción social.
Cada vez que se abordan estos temas, se dice que, en general, la clave está en que se desemboque en programas transversales, en iniciativas que conciten la mayor participación social e incluyan la coordinación con los tres niveles de gobierno. Esto es cierto, pero hay aquí historias que deben conocerse: tramas que permiten comprender cómo se ha fraguado un conflicto de proporciones mayúsculas. Ahí tiene que buscarse el blanco de las políticas sociales sustantivas y no (no nada más) en el puro recuento estadístico. En esta dirección, a propósito del papel jugado por las autoridades en la escalada violenta todavía en curso, tengo, digamos, una opinión de ida y vuelta. De ida, porque creo que, en alguna medida, hemos sido muy rigurosos en la crítica al gobernador Rubén Rocha Moya (memes chabacanos incluidos). Él ha hecho inclusive más de lo que hicieron otros mandatarios, como Jesús Aguilar Padilla cuando la tremolina de 2008, o Quirino Ordaz Coppel cuando el primer culiacanazo el 2019. Por las noticias me entero que ha brindado más apoyo a la micro, pequeña y mediana empresa golpeada por los hechos que vivimos (aunque nunca será suficiente, pues los estragos en el comercio y el empleo son muchos). La movilización militar, además, está ahí desde el principio.
Pese a ello, hay que decir que el gobierno estatal, como suele suceder, ha actuado con una lógica reactiva y de control de daños. Precisamente por eso, tengo también una opinión de vuelta: el gobernador Rubén Rocha tiene la experiencia en la lucha social desde muy joven, ha sido un organizador histórico de izquierda, pero es también un académico con doctorado en ciencias sociales. Recuerdo cuando creó, el 2005, al iniciar el mandato de Jesús Aguilar Padilla, la Coordinación de Asesores y Políticas Públicas. De lo que se trataba era de trabajar con las áreas de gobierno para elaborar diagnósticos y metodologías de intervención pública con programas transversales y con participación social. Por razones diversas eso no prosperó, pero lo importante es que él sabía (y supongo que sigue sabiendo) que sin políticas públicas sustentadas, el quehacer gubernamental queda sujeto a lo reactivo y a la agenda rutinaria de obras y prestación de servicios. Entiendo que en la dinámica de la 4T esto es difícil por el evidente retorno del centralismo y la concentración del poder en una figura, pero eso es ya harina de otro costal. La situación es, en la historia de Sinaloa, extraordinaria: el gobernador tiene que mostrar un plus, un esfuerzo también extraordinario.
No me gusta el rotulo, porque ya está muy lamido por la retórica política, pero podría pensarse en algo así como en un Gran Acuerdo por Culiacán, todavía más: en un Gran Acuerdo por Sinaloa. Con diagnósticos y líneas de acción precisas de corto, mediano y largo plazo. En el mediano plazo, para ponernos este caso, pensar en la reconversión económica de la región, cada vez más perentoria para salir de nuestra condición de “economía estancada”, como nos ubica la CEPAL. En el corto, programas de incidencia que fortalezcan el tejido social con la convergencia de la participación en la comunidad o la colonia (obras de bien común), recuperación de la memoria comunitaria, acciones de promoción y fomento cultural por regiones y localidades, desarrollo de vocaciones productivas locales, infraestructura y equipamiento urbano con un sentido de cohesión, entre otras muchas. Y, por favor, no limitarnos a los cursos de valores, los torneítos y torneotes deportivos, los festivalitos y los festivalotes artísticos. Todo eso está bien, pero habrá que entender que los valores son representaciones que surgen de prácticas sociales desplegadas por sujetos sociales concretos. Si eso no ocurre, los valores se quedarán en el plano de las abstracciones o de las meras figuraciones bien intencionadas.
Pongo fin a estas líneas afirmando lo que, a estas alturas, tendría que ser evidente: como sociedad, con el gobierno o sin él, tenemos ahí un gran desafío que afrontar.
Ronaldo González Valdés (@RonaldoGonVa). Culiacán, Sinaloa (1960). Sociólogo, historiador y ensayista. Sus últimos dos libros publicados son George Steiner: entrar en sentido (Prensas de la Universidad de Zaragoza, España, 2021) y Culiacán, culiacanes, culiacanazos (Ediciones del Lirio, México, 2023). La Universidad Pedagógica Nacional publicará próximamente su libro Tiempo y perspectiva: El Guacho Félix, misionero secular.