Desde el 30 de agosto, se desató uno de esos típicos intercambios en redes sociales (no son debates o discusiones, mucho menos diálogos o intentos de conversación, es casi siempre chabacanería, y eso también es revelador de algo). El asunto empezó cuando un conocido restorán de Culiacán dio cuenta de cómo, al llegar al establecimiento personas exaltadas por la bebida o alguna droga (“en modo alucín belicoso”, dice un tuit), los tranquilizan o, por lo menos, los “neutralizan”, poniendo música clásica de fondo, música ambiental, digamos, música de otro ambiente: “Tenemos un playlist de Beethoven, le damos play y listo, por alguna razón milagrosa, bajan el tono, algo les da comezón, terminan de comer, y se van”.
Algunos podrían suponer que Beethoven los tranquiliza (“bajan el tono”) o les incomoda (“les da comezón”) porque es una forma de cultura superior, sublime, que tiene el efecto de lo ajeno, de lo respetable, o, en el mejor de los casos, de relax sobre los acelerados (debe ser una playlist de sonatas, porque, por lo que hace a mi sensibilidad, sinfonías como la Tercera, la Quinta y la Novena, me inquietan y emocionan de más, como decía un viejo amigo poeta de Guasave).
Es curioso que dicho mensaje se publicara después de los recientes hechos del jueves 29 de agosto en la capital sinaloense. Ese día, una vez más, la ciudad sucumbió al caos, al desconcierto y al miedo. Estando a punto de iniciar clase con mis alumnos de sociología, a las tres de la tarde, los teléfonos móviles se vieron inundados por las noticias de enfrentamientos desde la comunidad de Jesús María hasta buena parte del sector norte en la zona urbana. Vehículos particulares, de transporte público y privado, secuestrados y enseguida incendiados y obstaculizando vías de ingreso o salida de Culiacán, otros varados a causa del daño causado por los dispositivos llamados “ponchallantas”, encuentros entre grupos armados y un convoy militar.
Ahí estuve con un alumno, en un atestado cruce de avenidas en Ciudad Universitaria, atestiguando la desesperación de los padres de familia que llegaban buscando a sus hijos después de la suspensión de labores; cientos, sino es que miles de jóvenes viendo pasar los autobuses del transporte urbano ya fuera de servicio y sin poder moverse a sus domicilios; automóviles provocando el caos vial al hacer caso omiso de los semáforos y señales de tránsito. Una psicosis colectiva, un descontrol que duró alrededor de dos horas. Y después de eso, la calma chicha hasta el día siguiente.
¿Qué fue lo que sucedió? No lo sabemos. Las versiones han ido y venido, pero más allá de la información oficial que habla de un encuentro casual (¡en Paredones, localidad de la sindicatura de Jesús María, sí, la misma en la que detuvieron a Ovidio Guzmán el 5 de enero del año pasado!) entre efectivos del ejército y un grupo de civiles armados, no hay nada claro. No fue cierta la especie que insistía en que habían aprehendido a un líder de la organización. Todo era, y sigue siendo, indiscernible. Por eso, cada vez más ciudades como Culiacán viven en la certeza apresurada del rumor. Certeza que cambia día a día. El desconocimiento de lo que realmente ocurre consagra el ejercicio especulativo (y la psicosis) con la caja de resonancia de medios nacionales e internacionales. Pura y dura confusión. Impotencia. Traumática angustia.
En ese marco, uno puede pensar que el tuit del que he hablado al comenzar estas líneas estaría aludiendo a la pertinencia (y hasta a la necesidad) de “civilizar” a la población (y, claro, particularmente a la gente transgresora) con “alta cultura”, con música clásica, literatura clásica, con los altos valores de la convivencia humana. Por más que se venda como lo correcto, eso es absurdo.
Primero, porque de lo que se trata es de una situación presente, viva, ya dada: la gente está afectada, los traumas de las matanzas de los setenta, la Operación Cóndor y los primeros terribles desplazamientos forzados debidos a la brutal acción militar en la sierra, la hibridación social en los centros urbanos, la implantación de códigos alternativos de relación, la subcultura de la transgresión, la expansión de las zonas liminares entre lo delincuencial, lo civil y lo político, se han sedimentado aquí y en muchas otras regiones de México. Ninguna liquidez cultural, por más “sublime” que sea, va a ablandar esas fibras endurecidas durante más de cincuenta años.
Y segundo, es absurdo porque lo que se requiere es ir más allá (entiéndase: más allá, no más acá, o sea, se debe actuar en varios flancos y no sólo en uno) de lo militar, lo policiaco, lo punitivo y persecutorio, los discursos de la conveniente resiliencia (“tenemos muchas cosas buenas”, “la adversidad no podrá contra nosotros”) o los programas convencionales de “prevención e higiene social” (festivalitos y festivalotes, torneítos y torneotes, cursos de valores y demás). Ir a la cotidianidad social, elaborar diagnósticos (en servicios públicos, educación, empleo, imaginarios) que permitan intervenir el flujo de nuestra vida: nuevas prácticas, nuevos sujetos sociales que alumbren nuevas representaciones y un renovado sentido de la vida. Los valores son representaciones emanadas de prácticas colectivas, no brotan de la nada ni se sacan de la chistera de un monitor o un coach para introyectarse en los individuos.
De ahí lo demagógico de la consigna “Abrazos, no balazos”. Estamos hablando de las consecuencias de la implantación de un negocio transnacional que es posible gracias al prohibicionismo y la corrección política, de la manera en que ha permeado todos los poros de la vida pública y social, al punto de llegar a ser, en anchas franjas de la población, un modus vivendi material y simbólico.
Pero al parecer nada de eso importa. Hay que quedar bien. Hay que publicitarse como lo hace el restorán donde ofrecen calmar el acelere con Beethoven: “No vendemos pizzas, vendemos la experiencia de un Culiacán no belicoso”. Un anuncio convenientemente aparecido un día después de la tremolina reloaded del 29 de agosto en Culiacán.
¡Ah!, y por cierto, la materia que impartía cuando ocurrió la abrupta suspensión de clases, lleva el nada modesto nombre de Seminario de reflexión sociológica. Y sí, en lugar de andar buscando puntajes con temas abstrusos, hiperespecializados e ilegibles, ahí está un tema de reflexión para los científicos sociales sinaloenses.
Ronaldo González Valdés. Culiacán, Sinaloa (1960). Sociólogo, historiador y ensayista. Sus últimos dos libros publicados son George Steiner: entrar en sentido (Prensas de la Universidad de Zaragoza, España, 2021) y Culiacán, culiacanes, culiacanazos (Ediciones del Lirio, México, 2023). La Universidad Pedagógica Nacional publicará próximamente su libro Tiempo y perspectiva: El Guacho Félix, misionero secular.