El primo Bolívar

Por Tomás Sánchez Santiago

  • Este cuento fue publicado por primera vez en la antología Una Navidad de 10 (2018) como parte del proyecto Contamos la Navidad, iniciativa cultural y de fomento a la lectura sin ánimo de lucro que lleva trece ediciones convirtiendo la literatura en algo imprescindible en esta temporada de fiestas. Este proyecto —considerado por especialistas como el mayor proyecto de literatura navideña de España— es posible gracias a la colaboración altruista de escritores e ilustradores (cerca de 500 a lo largo de los años), así como a los patrocinadores que cada año sufragan la edición de miles de ejemplares que se convierten en un regalo perfecto para esta ocasión[1].

    Español del éxodo y del llanto ¿de qué te tienen que perdonar? L.F

Tú no te vas a acordar, claro, eras lo que se dice un niño aún sin achuchar por el tiempo y esas pequeñas calamidades que asaltan la infancia; no voy a abundar en eso porque es un tema que te gusta rechupar a ti: la huida de la niñez, la llegada de esa otra edad que es un pasadizo trémulo, los primeros revolcones de lo que dejaban de ser certezas. Algo como levantar el mantel de la mesa y, ah, ¿entonces no había nada debajo? Bueno, esa aparición brusca y sin aviso del rostro verdadero del mundo ante quien empieza a saber que vivir es un poco estar probando de continuo la intemperie.

Pero antes sucedió lo del invierno de 1962, de 1963. A lo sumo. Tú un chiquilín rodando de brazo en brazo todavía. Mamá, las tías que soltaban los ovillos de lana para acogerte, nuestros hermanos mayores que ya olían a lociones furiosas, a química barata y frutal. Todos estábamos celebrando ese día en el comedor. Una cena no muy ruidosa, la verdad. Lo de cada vez. La sopa amarillenta en la cazuela, donde flotaban las dos mitades del huevo cocido como embarcaciones tan sosas; las tajadas de un animal destazado en la cocina; los dulces, sobre todo los dulces, no el roscón –eso aún no había llegado a las casas de la calle Feria– sino los dados medidos del turrón, las figuras enigmáticas de los mazapanes, los polvorones envueltos en papel fino con coletas rizadas, los platos con peladillas y piñones. Poco más. Eso era todo en la noche de Reyes por esos años. Bastaría cambiar algo de ese menú para decepcionarnos. En casa de mamá siempre fue así, decía de repente uno de los mayores, el tío Fausto o la tía Hortensia, y aquello sellaba cualquier conversación sobre posibles novedades. Y se invocaban muertos y se volvían a poner en pie, con adjetivos cansados, las anécdotas –dos, tres, ni una más, no había otras– que habían sobresaltado por un rato las vidas de los antepasados, como si se quisiera justificar que los imprevistos de la vida también habían entrado a revolver nuestro orden familiar. En esos días era así.

Por eso, lo de esa noche de Reyes fue la bomba. Tendrías que haber asistido con conciencia pero eras el hermano pequeño, el del resbalón, decían siempre los allegados que venían a tirarte de los mofletes como si hicieran una recriminación, como si la culpa fuese tuya. Yo lo miraba todo de lejos y no entendía nada de aquellas supuestas caricias. Tampoco entendía eso del resbalón. Me lo dijo luego mamá, en las primeras conversaciones entre mujeres que tuvimos las dos algunos años después. Antes, lo de esa noche. Sonó un timbrazo que nos pilló en el ritual del baile de la botella en la cabeza a cargo de tío Fausto. Papá lo jaleaba desde lejos y las mujeres daban grititos simulando ese espanto menor que levantan las catástrofes caseras. Y en medio de la danza, el timbrazo. Por poco se cae la botella con la sidra y todo. Que quién podría ser a esas horas. Serán los Reyes, se dijo como para complacernos. Que baje Sabina, resolvió papá. Así que bajé a la tienda a abrir a quien fuese. Pero no lo hice. Del otro lado de la puerta del comercio estaba aquella figura extraña. Una gorra de visera, una chaqueta corta en medio del frío de enero, una maleta reposada en el suelo. Y no le abrí. Solo le pregunté qué deseaba. Me contestó con un acento deslizante, a media voz. Soy de la familia, porque vos sos Sabinita, ¿verdá? Fueron papá y tío Fausto los que bajaron a todo meter las escaleras como para salvaguardar la seguridad familiar. Y los demás detrás hasta el primer descansillo, donde ya se podía ver lo que abajo estaba pasando. En la calle, el hombre había acorralado su rostro entre las manos contra el cristal de la puerta del comercio, como para crear un campo y ver mejor el interior. Soy Bolívar, el primo Bolívar. Eso dijo. Y bastó para que papá se adelantase y lo mirase de más cerca. Fue gracioso. Los dos así frente a frente parados, con el cristal de por medio. Abrió la puerta y lo mandó pasar. Él empujó la maleta dentro. No hubo entusiasmo en los saludos. Se dieron la mano. ¿Te acuerdas de Fausto, el marido de tu prima Hortensia? Amontonados y en silencio, los demás asistíamos tan remotos a aquel desembarco insospechado.

Fue su voz lo que a mí me conturbó del primo Bolívar. Aquella manera de sacar estirándolas las palabras de la boca, como a medio masticar. Luego tú hablaste de eso en aquel poema, “Los lejanos parientes”, cuando yo te lo conté todo por primera vez. ¿Me lo has dicho todo? Te dije que no. Que todo no. Por eso esta carta larga y desmandada.

Lo primero fue subir la maleta. No permitió que nadie le ayudase. Todos tras él, escuchándolo resoplar, oliendo una exhalación como de vainilla que le salía de la camisa. Dónde lo acomodamos, oí a mamá. Él se dejaba hacer como si tuviera por cierto que la ley familiar obligaba a acogerlo sin reservas. Imposible ponerlo en la calle una noche como esa. La noche de Reyes, una noche como hoy, dijo tía Hortensia. Pasamos de nuevo al comedor y ya nada fue igual. Todo giró en torno al primo Bolívar. Se le preguntaba, se quería saber, de pronto saltaban al aire nombres de una parentela que nunca habíamos oído nombrar. Qué fue de Hernán, dime algo de Elisardo, se casó por fin Florita con aquel militar. Esas preguntas de estirpe. Él lo respondía todo repasando despacio la tapicería suave de su acento y nos dejaba como rociados de un almíbar o como si tocáramos el peluche de aquellas palabras que iba despeñando lentamente. No cenó apenas pero se negó a acostarse todavía. En cierto momento, se decidió que los niños nos fuésemos a dormir. Os tenéis que marchar, van a hablarse cosas de mayores, nos dijeron a la vez mamá y tía Hortensia. Nos fuimos desfilando entre protestas. Yo dije que no había derecho. Quería seguir escuchando al primo Bolívar, oírle hablar de lo que fuera con aquella parsimonia, como si debiera colocar en el pensamiento cada palabra antes de pronunciarla. Y luego la propia pronunciación arrastrada, los cambiazos entre las eses y las ces, los tirabuzones que hacía con el idioma hasta dejarnos a todos a las puertas de la melancolía.

Nos fuimos, yo me fui mirándolo a él hasta que ya no pude más, oyéndolo incluso de lejos, aguzando el oído en la oscuridad, ya en mi cama, esperando que me llegara alguna de aquellas palabras a rasparme el cuerpo con el sobresalto de su coloración. Poco a poco el tono fue subiendo y otras palabras empezaron a entrecruzarse dejando oír el filo acuchillante de sus sílabas. Oí claramente decir a papá: ¿A eso has venido aquí otra vez? ¿No te parece que ya te dieron lo tuyo?. Y en aquel nuevo fragor, ruidos que delataban a las mujeres retirándose, yéndose a sus cuartos porque al parecer ya no eran cosas de mayores sino cosas de hombres. Y eso solo podía significar que se hablaba de dinero o de política, esos dos temas estropajosos de los que expulsaban entonces a las mujeres. Bajé sigilosamente la escalera y me aposté a escuchar, a escuchar nada más a Bolívar. Lo que fuera, lo que dijese. Quería que me erizasen aquellas palabras, que me entrasen dulcemente por los oídos hasta removerme las entrañas. Me llegué a la cocina, tan cerca del comedor donde estaban hablando. No tardarán en venirte a buscar aquí, oí decir a las claras. Tienes que irte ahora mismo. El tono subió hasta la altisonancia. Oí un golpe seco, seguramente un manotazo en el hule de la mesa porque se estremeció la cacharrería. Y luego, como un bisbiseo desagradable, la voz de tío Fausto: Además de maricón, comunista. Reculé pasillo atrás y volví a sepultarme en la cama bajo las mantas. Ya no quería oír más. Todo fue sucediendo con puntualidad fatídica. Los ruidos de las sillas arrastradas al levantarse, los pasos acelerados entre la niebla del silencio de todos, los estallidos en los cierres de la maleta, la bajada costosa hasta el comercio, el pasador y las vueltas de la llave antes de salir. Ni un adiós. Ni una palabra. Quizás nunca más volvería a oír aquella voz. Pero ya la llevaba dentro para siempre.

Me asomé al balcón por dentro. Estaba allí, empapado por el frío, subiéndose las solapas de la chaqueta mucho, como si fueran unas enormes orejas donde escondía a duras penas el rostro. No lo pensé y abrí. Yo estaba en pijama, aquel pijama verde con las tobilleras ajustadas que heredaste luego tú. Debió de oírme porque miró hacia arriba y sonrió como si nada hubiese sucedido en aquellas tres horas. Levantó la mano lentamente. Y yo también, mientras apretaba la frente contra el frío de la barandilla. Entonces me hizo el gesto de que esperase, abrió y cerró la maleta apresuradamente, se plantó de nuevo en mitad de la calle y una vez, dos, tres, hasta que acertó a encajar en el suelo del balcón el libro. Para vos, morochita, me dijo. Y volvimos a decirnos adiós con el gesto blando y detenido de la mano. Ahí sí que nunca más lo vi. Nunca más se le mencionó en casa. Al día siguiente, cuando preguntamos, los mayores negaban el gallo, detenían bruscamente nuestra preocupación por el primo Bolívar. Qué decís. Pero de qué habláis. Aquí no ha venido nadie anoche.

Lo habréis soñado. En la noche de Reyes pasan siempre cosas raras. Eso me decidió a no contar a nadie lo del libro. Un libro de versos con las puntas de las páginas enturbiadas de sobarlo mucho. Había algunos subrayados a lápiz. Y en la portadilla, legible y cuidadosa, su firma: Bolívar Caballero. Lo guardé bajo el palanganero de abuela Eutimia, que nadie usaba ya. Solo tú me pillaste aquella vez. Te dije que te lo contaría todo en su momento. Me ha acompañado la vida entera. Lo salvé entre mudanzas. Ver de nuevo su firma era como volver a oír aquella voz volando sobre el aire frío de aquella noche de Reyes en la casa de encima del comercio.

Ahora tú habrás abierto el sobre y habrás leído esto. Léelo allí, te dije, en cuanto llegues. Luego busca su tumba en el cementerio y déjale de mi parte unas flores y el libro. Dicen que allí respetan más a los muertos y nadie toca lo que se les pone sobre la lápida. Y en todo caso, que lo mojen aquellas lluvias, que lo desbaraten aquellos vientos. Debe terminar allí, debe volver junto a ese español del éxodo y del llanto que era el primo Bolívar, ¿no te parece?

Pixabay

 

[1] Para más información sobre el proyecto: https://contamoslanavidad.wordpress.com/

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