Es sabido que la adaptación cinematográfica que hizo Orson Welles de El Proceso, novela póstuma de Franz Kafka, se formó como una obra conceptual servida para la interpretación del espectador. También es evidente que la película de Welles es una interpretación personal del libro que Kafka dejó inconcluso, aun sin una estructura narrativa definida (el orden con que se lee regularmente es producto del trabajo de edición de Max Brod). Esto en particular queda mostrado en la organización de Welles sobre la historia que articula el discurso kafkiano acerca de la impartición de justicia, los procedimientos administrativos y la imposición del orden entre los individuos y la sociedad (todos ellos un proceso interminable e inquietante, que nunca lleva a resultados que den certidumbre a la vida): la película inicia con la parábola Ante la ley –publicada previamente como un relato individual y luego incluida en la novela–, la cual trata de la eterna espera de un hombre para acceder a la justicia mediante una puerta a un recinto administrativo, pero que en todo momento, hasta su vejez, se ve detenido por un guardia que le espeta que podrá entrar “aber nicht jetzt” (no por ahora).

Esta decisión de Welles, como guionista y director, explica mucho de sus intenciones: estamos a punto de ver una cinta referente a lo imposible, pero no un imposible por cuestiones físicas o materiales, sino porque así se ha determinado de manera consciente y premeditada, incluso regulada. ¿Cuál es el fin? El sostenimiento de un orden. ¿Qué orden? Aquel que pone las cosas en su lugar sin la pretensión de producir armonía, bienestar, comodidad o satisfacción; sólo las coloca ahí, donde van, para que todo continúe funcionando sin que las piezas comprendan para qué. En todo caso, si hay un objetivo, es el de mantener activos los mecanismos que agitan las aguas en las que zozobra la humanidad.
La película de Welles es una conceptualización audiovisual del libro de Kafka, lo que es bastante valioso por sí mismo por no pretender calcar el lenguaje literario del escritor checo en una película. En otras palabras, Orson Welles presenta una perspectiva cinematográfica basada en su lectura y a partir de ello hace definiciones de lo que Kafka plantea en texto. Algo que se echa en falta en muchos otros ejemplos de adaptaciones, que buscan fidelidad con la obra “original”. De esta manera, el desasosiego que Welles pudo experimentar en su lectura lo transmite con un dejo de insidia (es decir que imprime esa sensación en el espectador con total deliberación) en las situaciones a las que se ve sometido Josef K. (o a las que él mismo se deja someter, lo que lleva a preguntarse: ¿qué tanto hay de masoquismo o de voluntarismo en la entrega a los procedimientos judiciales que vemos en la película y que Anthony Perkins denota en una actuación tan atribulada como picaresca?), pero también en los escenarios en los que se desarrollan: angustioso es el complejo habitacional en el que vive K., con esas colmenas de concreto que se antojan pesadas en su densidad poblacional, pero que están adheridas a un paisaje llano, aislado y agreste; opresivos son a su vez los espacios interiores, ora minimalistas aunque repletos de cuerpos y rostros languidecientes, ora ruinosos y ostentosos en la acumulación de desechos. En cualquier caso, los escenarios y sus elementos son descomunales en comparación con la persona.
Los aciertos de Welles (se le adjudican a él, porque es a todas luces una obra de autor) se suceden a lo largo de la película, pero la propuesta que hace para el final de la historia, a falta del que no pudo completar Kafka en su novela, es la principal falencia que impide considerarla un producto fílmico total. Es su apuesta por un desenlace estruendoso, más propio de una visión de entretenimiento cinematográfico, lo que rompe de mala forma con el concepto que había optado por desarrollar. No obstante, esto es apenas un desperfecto en una cinta virtuosa técnica, estilística y, me atrevo a decir, teóricamente, pues el escollo para plantear una conclusión a un relato como El Proceso de Kafka es que sólo el decaimiento orgánico de su personaje principal puede ponerle un punto final.
