Don Andrés

Por Hugo Garciamarín

Era el mundial de 2010 y un anciano esperaba con emoción el inicio de la final entre España y Países Bajos. Era español, pero había pasado la mayor parte de su vida en México, adonde llegó huyendo de la Guerra Civil. Los días de joven republicano tosco y apasionado por el fútbol habían quedado atrás; ahora era un viejo bonachón que había librado una larga batalla contra el cáncer. Pero en aquel momento nada de eso importaba. España estaba a punto de disputar la final de la Copa del Mundo y había un jugador especial que lo hacía soñar con la victoria: Andrés Iniesta.

A “Manís”, como lo llamaban sus nietos, le apasionaba el Athletic de Bilbao y estaba acostumbrado al juego rudo, más parecido a la “Furia Roja” de antaño. Pero esa España era distinta. No había perdido la garra, claro que no, sólo que ahora pensaba cada jugada, tocaba el balón con paciencia, no se desesperaba y siempre buscaba el ataque. Ese estilo había sido moldeado por Luis Aragonés y el Barcelona de Josep Guardiola, y, entre sus pupilos, “Don Andrés”, como sería conocido más tarde, destacaba entre los mejores. “Hay que ver cómo juega el chaval”, decía el Manís. “Siempre sabe qué hacer. Cuándo tocar, cuándo retenerla y es capaz de meter un pase de gol entre tres defensas. Es un jugadorazo”.

Netherlands’ Nigel de Jong left, fouls Spain’s Xabi Alonso right, during the World Cup final soccer match between the Netherlands and Spain at Soccer City in Johannesburg, South Africa, Sunday, July 11, 2010. (AP Photo/Luca Bruno)

En Johannesburgo, Sudáfrica, el partido comenzó e Iniesta pronto mostró su talento: driblaba a dos, tocaba con Xavi Hernández, luego con Busquets, luego con Xabi Alonso. Driblaba a otros dos, retenía el balón y soportaba las duras entradas de Mark van Bommel, que lo golpeaba a cada oportunidad. “¡Coño! ¿Hasta cuándo una tarjeta?”, pensaba el Manís, aunque en realidad su rostro lo decía todo. Solía hablar mucho durante los partidos, pero en ese momento guardaba silencio. Se movía apenas con cada jugada de peligro y suspiraba cuando la pelota no entraba.

El tiempo pasaba y el partido se cerraba. La magia de Andresito, como todavía lo llamaban entonces, no parecía suficiente. Países Bajos, que jugaba al contragolpe, había desperdiciado dos oportunidades claras de gol, gracias a las increíbles acciones del portero español Iker Casillas. Iniesta enfrentaba a dos, a tres, cada vez que tocaba la pelota. Y si no se la quitaban, lo derribaban para detenerlo. Así transcurrió el partido, hasta que llegaron los tiempos extra.

En la prórroga, la tensión era palpable y el Manís ya no podía más, ni con los corajes ni con los nervios. El “Guaje” Villa había sido reemplazado por el “Niño” Torres, quien no había tenido un buen mundial. “¿Y ahora quién haría los goles? Iniesta era un maestro del balón, pero no un goleador… aunque, claro, estaba aquel gol en Stamford Bridge”, pensaba el Manís. “Ahí fue Iniesta. Y mira que estaba Messi en la cancha, eh… Cuando nadie lo esperaba, él apareció”. Y así sería.

Llegó el minuto 115 y algo. Un minuto que no se sabe si pasó rápido o se hizo eterno. Navas corrió torpemente por la banda derecha, perdió el balón, pero este le cayó a Andrés, quien de tacón lo dejó a Cesc Fàbregas. Con un pase desviado por un defensa, Cesc se la devolvió a Navas, quien la cedió al “Niño”. Torres vio el desmarque de Iniesta, que corría hacia el área grande, y le mandó un pase que la defensa cortó. Pero la jugada no terminó ahí. El balón volvió a Cesc, que vio a Iniesta y le pasó el balón, dejándolo solo frente a Stekelenburg, el portero holandés…

Autor: Doug Pensinger | Crédito: Getty Images
Derechos de autor: 2010 Getty Images

Y todo se detuvo. Se escuchó el silencio, confesaría Iniesta más tarde. Eran él y el balón. Él y la historia. Él y la gloria… o al menos eso pensaba, porque no estaba solo. Del otro lado del mundo, un viejo republicano se levantó, impulsado por quién sabe qué fuerza, y gritó “¡Vamos!”, mientras pateaba al aire, como si fuera él quien estuviera frente a la portería.

Un segundo. Un segundo fue suficiente para que Andresito, el gran jugador, se convirtiera en Don Andrés, la leyenda. “Salió el genio, frotó la lámpara”, “Iniesta de mi vida”, “el Dios del fútbol”, se escuchaba en las transmisiones españolas. Andrés no dudó. Controló el balón, lo dejó botar una vez y disparó con fuerza. Con decisión. Como si no hubiera un mañana, porque en ese momento, para él y para el Manís, no lo había.

“¡Goooool!”, gritó el Manís. “¡Goooool! ¡Coño, goooool!”, seguía gritando, mientras Iniesta se quitaba la camiseta mostrando un mensaje dedicado a Dani Jarque. Tenía que ser él. Andrés Iniesta, el ídolo de aquel viejo republicano que, desde la distancia, veía a su país coronarse campeón del mundo. España, por fin, ganaba el mundial. Don Andrés había cambiado la historia.

Meses después, el Manís falleció, vencido por los achaques de la vejez, aunque el cáncer no logró derrotarlo. Pero durante el tiempo que vivió, no hubo partido en que no recordara cómo su ídolo, Don Andrés, anotó el gol decisivo. “Lo que no sabe Iniesta”, decía el Manís, “es que yo le ayudé. ¿Qué no viste cómo pateé el balón desde acá?”, contaba entre risas, recordando ese momento en que Andrés Iniesta escuchó el silencio y se convirtió en leyenda.

Andrés Iniesta anotando el gol del triunfo en el mundial de 2010. Créditos: EFE.

Una primera versión de este texto apareció en la revista El Buen Toque.


Hugo Garciamarín (@Hgarciamarin) es Doctor en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM y Director de la Revista Presente.

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