La desilusión de quien iba a ser y no fue ídolo de los Juegos Olímpicos París 2024, el velocista estadounidense Noah Lyles, destapó una controversia contada por los competidores de otros países. “Nunca seré el rostro del atletismo”, declaró el botsuano Letsile Tebogo tras colgarse la medalla de oro derrotando y mandando a Lyles al tercer puesto en la final de 200 metros. “Yo no soy arrogante como Noah”.
Las duras palabras del africano cuestionan la imagen de un Lyles cuya popularidad se disparó gracias a declaraciones donde él criticaba la desmesura nacionalista de su propio país, afirmando que ser campeón de la NBA o de la MLB no significa ser campeón mundial. World Champions of what! Asimismo, Lyles conquistó corazones al emitir un mensaje motivador tras su presea dorada en los 100 metros parisinos: “Tengo asma, depresión, alergias, dislexia y déficit de atención… ¡lo que tú tienes no define lo que tú puedes llegar a ser!”
Sin embargo, tras decepcionar en los 200, abandonar el tartán en silla de ruedas, hacer pública su infección por COVID y dar por terminada prematuramente su participación olímpica, el bochornoso último lugar de EEUU en la final del relevo 4×100 masculino vino a poner en tela de juicio si Noah Lyles es un atleta con espíritu deportivo o ‘Fair Play’; o si más bien se trata de alguien que vive la competencia compulsivamente. Es decir, competir como un afán desmedido de éxito y obsesión por el reconocimiento ajeno.
Con la medalla dorada del equipo de relevos canadienses comandado por el multimedallista André de Grasse, la prensa de aquel país recuperó un video antiguo, donde Lyles y sus compañeros aparecen burlándose. Canada? Who? Who? Who? Las imágenes se viralizaron rápidamente y, para cuando el primer ministro Justin Trudeau se sumó al escarnio reproduciendo el clip en su cuenta oficial de «X», la imagen de Lyles como ejemplo de carisma y tenacidad dio un giro de 180 grados hacia la de un personaje soberbio y deslenguado.
El debate alrededor de Lyles de fondo responde a un fenómeno cultural tan viejo como la televisión y el internet: el deporte ha ido convirtiéndose en una arena de símbolos, donde proyectamos sobre equipos y deportistas nuestro propio narcisismo y los vicios que le achacamos a los demás. Psicoanalistas dirían que lo deportivo se ha vuelto un mecanismo compensatorio de profundos, pero inconscientes, sentimientos de inferioridad.
Que el deporte actualmente está dominado por la cultura del cortoplacismo, del mercantilismo, del revanchismo y del ganar a toda costa, sin escrúpulos morales de ninguna índole, alguna vez fue reflexionado por el finado entrenador argentino César Luis Menotti, citando al escritor José Ingenieros en su ensayo El Hombre Mediocre: el éxito súbito es un filtro que envenena la vanidad, que primero deleita, después emborracha y al fin hace infeliz para siempre.
Por eso este texto inicia usando la palabra “ídolo” para referirse al rol prefabricado que Lyles estaba llamado a desempeñar en París. La deportiva ya no es la narrativa de la constancia, sino de la idolatría.
Este vivir compulsivamente para tener éxito y huir del fracaso demanda fabricar personajes cuyos festejos marcan la línea divisoria entre el mundo de los ganadores y el inframundo de los resentidos. Aunque intelectuales y periodistas digan lo contrario, el fenómeno del culto a la personalidad y/o fanatismo es más común, (por tanto, más alarmante), en los ámbitos del deporte y de la farándula que en el de la política y el Estado.
Alguien que, insospechadamente, llegó al punto anterior durante los Olímpicos fue el basquetbolista afroamericano Kevin Durant quien, (violando los manuales de marketing y relaciones públicas que actualmente gobiernan a las figuras deportivas), salió a reñir contra bots, trolls, haters y personas reales en X tras el apurado triunfo del Team USA en semifinales ante la heroica Serbia del gran Nikola Jokic, el jugador más valioso de la NBA e ícono consagrado de los Nuggets de Denver.
Reaccionando ante los ataques y el abuso, Durant, además de tacharlos de “payasos” y “cretinos”, estalló:
Sincero, espontáneo y original en un mundo cada vez más controlado, restringido y acartonado, el alegato de Durant, sin embargo, acaba reforzando eso que atinadamente criticó: el maniqueísmo entre el ganar y el perder, o entre la élite y la chusma. No es un discurso de deportividad, de presentar la victoria como resultado de buenos hábitos cotidianos y virtudes silenciosas como disciplina, humildad, fe y perseverancia, sino un discurso hostil de “mandar a callar bocas”, como gritó el eslogan de una marca mexicana de cerveza usando la imagen de deportistas mexicanos llevándose el dedo índice a los labios bajo una mirada retadora.
Corromper la victoria desde el maniqueísmo, implica competir menos por la posibilidad de transformar la adversidad siguiendo principios e ideales, y más por la pasión envilecida de humillar al vencido.
A pesar de los pesares, la deportividad definida como tener sobriedad en las buenas y no perder la esperanza en las malas se dio cita en París 2024 en un sinnúmero de historias de atletas resistiendo la doble tentación del triunfalismo y del desaliento. Acaso una digna de crónicas más detalladas sería la de los 400 metros con vallas femenino, que enfrentó a dos mujeres magníficas: la neerlandesa Femke Bol y la estadounidense Sydney McLaughlin-Levrone.
Dicha final en la pista violeta del Stade de France debía ser una contienda de poder a poder. La joven maravilla Bol llegaba con un aura de heroína que lograba hazañas a base de remontadas increíbles en carreras de relevos, sin mencionar el bronce ganado en Tokyo 2020 en su especialidad individual. McLaughlin, simple y sencillamente, la corredora histórica rompedora del récord mundial en cinco ocasiones, con posibilidades de romperlo todavía una sexta como al fin sucedió.
Lamentablemente, nadie hubiera imaginado que tras el disparo de salida la competencia entre las dos favoritas se decidiría con suma facilidad en favor de la norteamericana.
Algo misterioso sucedió con Bol. Y algo no menos misterioso sucedió con McLaughlin-Levrone.
En unos juegos marcados por la controversia extradeportiva desatada a raíz de la inauguración, donde un grupo de performance LGBTQ+, según detractores, ofendió una pintura de temática religiosa a orillas del río Sena, ella, McLaughlin, con una voz discreta pero firme, salió en conferencia a dar todo el crédito de su nueva medalla de oro a Dios. “Él me dio un don y una fuerza para mejorarme a mí misma,” declaró, como si sus palabras fueran las del libreto del clásico filme británico Chariots of Fire, acerca de la rivalidad entre un atleta cristiano y un atleta judío en la olimpiada de París 1924. «Cuando pongo pie en la pista, es para glorificar a Dios y esa idea guía el cómo me comporto y el cómo me conduzco más allá de cuál sea mi desempeño tras cada carrera. Ser el instrumento de su gloria para mí es la libertad y por eso hago lo que hago.”
Mientras tanto, Bol concedía entrevistas en la platea de zona mixta sin esconder la desazón consigo misma. — «Femke, fue una carrera difícil ¿pero estás feliz?». “No,” replicó ella moviendo la cabeza con una sonrisa triste: “para nada fue lo que esperaba, aunque logré defender el bronce, y eso es algo especial para mí, yo quería brindar mi mejor carrera. Si hubiera sido mi mejor carrera estaría feliz, pero en realidad fue una pésima carrera. ¿Me queda el relevo 4×400 femenino? Sí, y volveré a intentar brindar lo mejor de mí otra vez.”
Podría pensarse que entre el fervor de la norteamericana y la autocrítica de la europea no hay similitud, pero en realidad se trata de genuinas expresiones de deportividad. La sinceridad de Bol nos recuerda aquello que Platón sostenía en La República sobre la división del alma entre una primera parte designada para la razón, una segunda para el deseo y una tercera, para el thymos: algo así como el instinto de honor, de autoestima o de justicia. La decepción de Femke Bol consigo misma refleja la vergüenza como una virtud, pues un sentimiento desagradable bien encauzado puede aprovecharse para redimirse. Esto es, para no derrotarse moralmente, para no colgar las zapatillas ni mucho menos dejar de luchar.
Del mismo modo, el dicho de Sydney McLaughlin sobre haber recibido un don personal, una vocación, permite citar una de las ideas más incomprendidas de Aristóteles en La Ética: es la idea según la cual ciertamente todas las personas son diferentes, con características distintas, pero que esto no justifica discriminarlas entre superiores e inferiores. Sino que llama a la consciencia de la necesidad recíproca que todas las personas tenemos de todas las personas, tal como los órganos del cuerpo humano, cuya diversidad de funciones les hace igualmente valiosos e indispensables para la vida del organismo.
Finalmente, al tiempo que Kevin Durant salía de inicio en la final EEUU-Francia (donde Stephen Curry brindaría una actuación digna del Last Dance de un legítimo heredero de Michael Jordan), nuestras dos protagonistas Bol y McLaughlin saltaban por última vez a la pista para la final del relevo 4×400 femenino: el último baile del inolvidable atletismo en los Olímpicos 2024, protagonizado días antes por el irreverente Noah Lyles y la promesa de África, Letsile Tebogo.
Si en su carril la campeona estadounidense fue solidaria asumiendo un rol de reparto en el primer relevo de un Estados Unidos que terminó colgándose su octavo oro consecutivo desde 1996; Bol, por su parte, cerró recibiendo la estafeta y remontando varias posiciones en un sprint histórico para darle el segundo lugar a Países Bajos. “El trabajo en equipo hace los sueños realidad”, publicó ella en sus redes como epílogo a unos juegos donde cosechó oro con el relevo mixto, bronce individual y plata con sus compatriotas mujeres.
El oro, la plata y el bronce son metales distintos, sostenía Aristóteles haciendo una metáfora de la diversidad de oficios y deberes en la polis griega, pero cada uno aporta su propia utilidad.
Así, los contrastes de París 2024 demuestran que la cultura de nuestro tiempo se debate entre dos concepciones distintas y contrapuestas: la cultura de la deportividad y la cultura del rencor. Entre los eslóganes publicitarios y las narrativas diciéndonos que competir equivale a humillar y callar bocas, la ética y la generosidad en el esfuerzo de Femke Bol y de Sydney McLaughlin corriendo 400 metros nos recordarán que, pese a todo, las competencias deportivas abrigan el anhelo de una sociedad mejor: sí, vernos como rivales a vencer, mas no como enemigos a destruir.
César Martínez es maestro en relaciones internacionales por la Universidad de Bristol y en literatura de Estados Unidos por la Universidad de Exeter.