Es bien sabido que el reverso del sufrimiento es la felicidad. Por eso, en la historia de las ideas, las grandes reflexiones en torno a ser feliz comenzaron por interrogar sus límites, sus ausencias y sus sombras. La felicidad nunca es un punto de partida, es una meta aplazada, una luz que sólo puede perfilarse desde el espesor de la oscuridad, y el anhelo por encontrarla crece especialmente en tiempos en que el malestar parece extenderse por todas partes.
La obra de Herbert Marcuse no es la excepción. En los años en que el nacionalsocialismo tomaba cuerpo y fuerza en Alemania, se propuso pensar, con obstinación crítica, las condiciones de posibilidad de la felicidad humana. En lugar de ceder al nihilismo o a la desesperanza, eligió interrogar el presente —uno cruzado por la violencia, la destrucción del sujeto, la negación del otro— para intentar esbozar un horizonte feliz y liberador.

El libro La teoría crítica en la era del nacionalsocialismo. Ensayos (1934-1941), editado y traducido por José Manuel Romero para la editorial Trotta (2025), reúne una serie de reflexiones que Herbert Marcuse escribió tras huir del régimen de Adolf Hitler y establecerse en Nueva York. Publicados originalmente en la Zeitschrift für Sozialforschung (Revista de Investigación en Ciencias Sociales), estos textos muestran la lucidez de un pensamiento que no se doblegó ante la barbarie y que años después daría forma a lo que se conoce como teoría crítica.
El punto de partida de Marcuse fue la comprensión de las particularidades del autoritarismo alemán. Y aunque sus reflexiones están, desde luego, ancladas en un momento histórico específico, reverberan hoy con una inquietante actualidad. A su juicio, el autoritarismo irrumpió como una respuesta al racionalismo ilustrado y al tecnicismo del liberalismo que desembocaron en la Gran Guerra. Por ello, dicho autoritarismo se opuso a los ideales liberales y exaltó la figura de un hombre singular, investido de cualidades excepcionales, capaz de encarnar en sí mismo los deseos, temores y anhelos del pueblo.
Sin embargo, en su opinión, la crítica que el autoritarismo formuló al liberalismo no partió de un análisis de sus condiciones materiales de existencia, sino que consistió, en realidad, en la construcción de un discurso esencialista sobre lo que se deseaba que el liberalismo fuese. Esta imagen se elaboró, en primer lugar, desde una narrativa ahistórica e idealista: el pueblo que el líder decía encarnar era concebido como una entidad homogénea, portadora de una esencia inmutable que atravesaba los siglos, indiferente a las transformaciones históricas y sustentada en rasgos culturales y anhelos permanentes.
En segundo lugar, se trató de un discurso acrítico, que exigía obediencia ciega y rechazaba el pensamiento autónomo, lo que le confería un marcado sesgo antiintelectual. Desde esta perspectiva antiintelectualista, el liberalismo era presentado como una forma de reflexión aparentemente libre, pero que en realidad encarnaba intereses ocultos y perversos.
Por último, se trataba de un discurso impostor: no aspiraba a transformar las estructuras del capitalismo, sino a preservarlas. Bajo el rechazo al liberalismo se ocultaba, en realidad, una defensa del orden capitalista. Tanto el liberalismo como el autoritarismo eran, a los ojos de Marcuse, expresiones distintas de una misma lógica: la del desarrollo capitalista, cuya forma más acabada se encarna en la figura del empresario nacionalista y en el capitalismo monopolista.

Dado que el malestar que dio origen al autoritarismo alemán tenía como raíz el esencialismo, Marcuse emprendió una reflexión crítica sobre el propio concepto de “esencia”, al cual no sólo consideró central en la tradición filosófica alemana, sino en la historia del pensamiento occidental en su conjunto..
A su juicio, el problema de las filosofías del ser radicaba en su desvinculación de las condiciones materiales de existencia. Es decir, abordaban el ser como si pudiera pensarse al margen de las estructuras sociales, económicas y políticas que lo condicionan. Sin embargo —y en ello reside una de las paradojas más sugerentes de su pensamiento—, Marcuse no rechazó tal cuál la noción de esencia. Por el contrario, sostuvo que dicha esencia existe, pero ha sido negada, encubierta y distorsionada por las condiciones de opresión impuestas por el capitalismo. En consecuencia, la tarea crítica no consistía en abandonar el esencialismo, sino en reconducirlo: ir más allá de la apariencia material para descubrir, en su trasfondo, la verdad de lo humano. En sus propias palabras:
“Todas las luchas históricas por una mejor organización de las condiciones miserables de existencia, pero también todas las representaciones ideales religiosas y éticas de la humanidad sufriente se han hecho de un orden de cosas justo, están conservadas en el concepto dialéctico de la esencia del hombre y se han convertido en momentos de praxis social vinculada a él” (p. 105).
En este punto, Marcuse entablaba un debate con Martin Heidegger, quien en sus primeros años fue para él una figura decisiva, especialmente por la influencia de Ser y tiempo. Sin embargo, el objeto de la disputa no fue esta obra capital, sino el polémico Discurso del rectorado, pronunciado por Heidegger al asumir la rectoría de la Universidad de Friburgo en 1933. En dicho discurso, el filósofo realizó una controvertida transposición: trasladó su concepción del ser del género humano al ser del pueblo alemán, dotándolo de una estructura ontológica análoga a la del Dasein.
En Ser y tiempo, Heidegger presentó al Dasein —el género humano, es decir, el «ser-ahí»— como aquel cuya existencia está determinada por una temporalidad estructural: arrojado a un mundo que no elige, proyectado hacia sus posibilidades, y ocupado en el presente con lo que lo rodea. En el Discurso del rectorado, Heidegger trasladó esta estructura existencial al plano colectivo: el pueblo alemán fue presentado como un Dasein histórico, dotado de una facticidad —su lengua, su arte, su herencia filosófica—, de un proyecto —su destino espiritual— y de un presente crítico —1933 como momento de definición. Lo que en la obra de 1927 era una ontología del género humano, se transformó en ese discurso en el devenir de un mandato colectivo..

Marcuse impugnó esta deriva, aunque, a mi juicio, desde una perspectiva problemática. Su crítica se concentró en el destino proyectado de ese Dasein ampliado, es decir, en el uso del pensamiento heideggeriano para legitimar una transformación histórica que no era, desde su visión marxista, la verdadera emancipación: el cambio de la realidad material hacia una sociedad sin clases. Sin embargo, en esta lectura omitió un punto crucial. Heidegger, en Ser y tiempo, no definió al Dasein como una entidad entre otras, sino como la figura que expresa el ser del género humano en tanto tal. Al trasladar esta estructura a una comunidad nacional específica, ya no se trataba del ser de ese género, sino del ser de un pueblo particular, marcado por condiciones sociales, culturales y étnicas. Esa torsión no fue cuestionada por Marcuse. Evitó problematizar la confusión entre el género humano y una colectividad históricamente determinada, y terminó abrazando, desde otra tradición, una forma de esencialismo como vía para la superación dialéctica de las condiciones materiales de existencia.
Más allá de lo anterior, para el joven Marcuse la finalidad última de la teoría crítica era la construcción de una sociedad que permitiera el desarrollo libre de la esencia colectiva. ¿Y cuál era esa esencia? La felicidad. Según él —en una argumentación que remite inevitablemente a El malestar en la cultura de Sigmund Freud—, a lo largo de la historia la posibilidad de ser feliz ha sido restringida por diversas formas de dominación, las cuales están inscritas en modos específicos de producción. Es decir, el malestar no se origina en un conflicto abstracto entre instintos y cultura, sino en relaciones materiales concretas, en estructuras sociales que exigen la renuncia a la realización plena del deseo.
A diferencia de Freud, quien sostuvo que la represión es una condición inevitable de la vida en sociedad —pues sólo mediante la inhibición de ciertas pulsiones puede garantizarse la convivencia y la reproducción de la vida colectiva—, Marcuse defendió una tesis más radical: creyó posible una forma de organización social en la que los medios de producción fueran socializados y en donde la vida se comprendiese no como sacrificio permanente, sino como realización gozosa. En esta visión, el hedonismo no era una tentación degradante, sino un horizonte de libertad sensible y material. De ahí que afirmó, sin ambages: “La preocupación por la felicidad de los hombres y la convicción de que esa felicidad sólo se puede conseguir mediante una transformación de las condiciones de existencia material” (p. 26).
En lo personal —y siguiendo a Freud— no comparto la idea de que la simple socialización de los medios de producción pueda conducir a la felicidad. Es cierto que la opresión social tiene una expresión material e histórica, pero los mecanismos de sanción y represión que hacen posible la vida en común parecen, hasta cierto punto, inevitables. La cultura exige renuncias; la convivencia, mediaciones; y la pulsión, aunque reprimida, no desaparece. Los obstáculos para la felicidad no se limitan a un modo de producción: habitan también en las estructuras profundas del lazo social.
Quizá el propio Marcuse tampoco estaba del todo convencido. Su pensamiento, incluso en estos años iniciales, no caía en la ingenuidad de una historia lineal que avanza, paso a paso, hacia la redención final de la humanidad. La teoría crítica, por el contrario, se construyó sobre la sospecha: sospecha del progreso, de la técnica, del poder, incluso de sus propias certezas. Por eso, lo que sigue a estos ensayos no será una doctrina cerrada a ese esencialismo, sino un proyecto abierto: la imaginación de una forma distinta de cultura.
“La felicidad general presupone el conocimiento del verdadero interés: que el proceso de vida social sea administrado de manera que la libertad del individuo se ponga en consonancia con la conversación del todo, sobre la base de las condiciones históricas y naturales objetivamente dadas” (p. 203).

Copyright de la imagen ©Museo Nacional del Prado
Hugo Garciamarín (@Hgarciamarin) es politólogo y Director de la Revista Presente