Imágenes de Culiacán

Hugo Garciamarín

Reseña sobre Ronaldo González, "Culiacán, culiacanes, culiacanazos (trece escritos culichis)", Culiacán: Ediciones lirio, 2023. 

A finales de 2024, las periodistas Natalie Kitroeff y Paulina Villegas dibujaron, desde las páginas del New York Times, una nueva imagen de Culiacán, Sinaloa. La ciudad, que ha sido conocida en tiempos recientes por los Culiacanazos, los narcocorridos y personajes como el “Pirata” de Culiacán, y que actualmente se encuentra inmersa en un conflicto violento producto de la presunta traición de los Chapitos al Mayo Zambada y de su posterior entrega al gobierno de Estados Unidos, ahora es descrita como una ciudad en donde se cocina fentanilo, la droga que ha causado grandes estragos en los Estados Unidos.

La fabricación del fentanilo, según las periodistas, se da en pleno día, en el bullicioso centro de la ciudad. El laboratorio es modesto, en realidad, extremadamente simple: mesas, ollas, botes de mayonesa, parrillas eléctricas, ingredientes medianamente ordenados y ya. Nada del otro mundo. Los cocineros, apenas y se cuidan de las posibles reacciones tóxicas de la preparación, y a lo mucho, según afirma la investigación, si algún vapor tóxico los alcanza, sólo atinan a decir: “ahora sí me pegó. Necesito salir a que me dé el aire tantito».

Centro de Culiacán. Carlos Valenzuela. Vía Flickr

No es la primera vez sale a la luz la fabricación de fentanilo en Culiacán; existen varias investigaciones, incluso una presentada por Denise Maerker, que dan cuenta de ello. Lo que presentan Natalie Kitroeff y Paulina Villegas es una nueva imagen del hecho: el fentanilo se fabrica sin que el gobierno de México pueda detenerlo y mientras la gente de Culiacán, por desconocimiento o por decisión, mira hacia otra parte. 

El retrato áspero e incómodo de la cocina de fentanilo desató la furia del gobierno mexicano. La presidenta Claudia Sheinbaum tachó el artículo de poco creíble y cuestionó si en Estados Unidos no se fabrica fentanilo. Después, el director del IMSS Bienestar, Alejandro Svarch, ahora especialista en narcóticos, sentenció que la descripción se había hecho con mucha imaginación: “ Si hubiera sido fentanilo lo que estuvieran produciendo, el operador, la persona que estaba haciéndolo hubiera durado 30 segundos y hubiera caído fulminado, producto de los vapores que presenta la síntesis del fentanilo”. Aunque, como ya comenté, hay evidencia, más allá de la proporcionada por el New York Times, de que en Sinaloa hay laboratorios de fentanilo, el gobierno insiste en que el reportaje es falso. Según la narrativa oficial, los laboratorios clandestinos no pueden ser tan simples; deben asemejarse a los imponentes complejos de las series gringas, como el que Gus Fring le entrega a Heisenberg en la popular serie de Breaking Bad.

Pero las críticas al reportaje no se detuvieron en lo técnico. Desde las trincheras digitales, afines al gobierno, comenzó a circular otra versión: las periodistas en realidad habrían fabricado un montaje para justificar que Donald Trump catalogue al narcotráfico como terrorismo. Con este relato, se dibuja otra imagen sobre Culiacán: la de un importante centro geopolítico en donde se disputa la “soberanía nacional”. Ya desde la detención del Mayo Zambada el gobierno nos adelantó que lo que le interesa es, primero, una posible traición a la patria en la aprehensión del Mayo, y después, la implantación de la narrativa del masiosare: “México no acepta ni aceptará el injerencismo extranjero en el combate al tráfico ilícito de fentanilo y otras drogas”, sentenció la presidenta Claudia Sheinbaum.

Culiacán. Germán Ramos. Flickr.

En medio de este cruce de relatos y acusaciones, lo único cierto es que nuestra conversación pública da cuenta de que no sabemos nada y sabemos todo sobre Culiacán. La ciudad se ha convertido en un especie de significante vacío en donde las versiones compiten, donde las ideas de lo que son o deberían ser la ciudad y su sociedad chocan y se fragmentan: todos hablan de la ciudad, aunque muy pocos dan cuenta a detalle de lo que ocurre en la misma: ¿cómo es la vida cotidiana de los culichis? Más allá de la grilla y los mitos, ¿qué ocurre con los vínculos sociales de los habitantes de los habitantes de Culiacán, Sinaloa? ¿Es real la imagen que proyecta el New York Times? ¿Es cierto lo que dice el gobierno de México?

El libro del sociólogo Ronaldo González Valdés, Culiacán, culiacanes, culiacanazos (trece escritos culichis), publicado en 2023 por Ediciones Lirio, busca precisamente apartarse del ruido y de las extensas narrativas elaboradas sobre la ciudad, para abordar las preguntas mencionadas y muchas más. Es un libro pensado y elaborado desde Culiacán que busca comprender, más no sentenciar, como lo hacen casi todos en nuestra conversación pública, lo que es la ciudad de los culichis. 

A mi parecer, el texto, que puede ser abordado desde diversas perspectivas gracias a la amplia gama de referencias filosóficas y sociológicas del autor, se enfoca principalmente en contrastar las imágenes y significados que se han impuesto sobre la sociedad de Culiacán tras los Culiacanazos —es decir, los enfrentamientos violentos ocurridos en 2019 entre el Cártel de Sinaloa y diversas fuerzas de seguridad, tras la captura y liberación de Ovidio Guzmán, así como los eventos derivados de su detención en 2023— con las prácticas cotidianas de sus habitantes y la forma en que estas interactúan con su historia. En palabras del autor:

Existe la narconarrativa elaborada desde el poder y, por supuesto, existe también el narcotráfico real, su dimensión económica y sus representaciones desdobladas en acción punitiva, en prohibiciones, en prácticas y sujetos de lo delincuencial […] “Existen, cubiertos por las capas de la retórica de la seguridad nacional y la búsqueda de lo noticioso, cruentas e invisibles tragedias privadas, moleculares y, si bien se aprecian, dramas sociales recubiertos de simulada resiliencia inducida, ocultos por la casi explícita resignación de la gente que los ha vivido y los sigue viviendo” (pp.22-23).

El texto está compuesto por diversos ensayos, un diálogo, un prólogo elaborado por Iván Rocha Rodelo y un epílogo a cargo de Oswaldo Zavala. No obstante, en esta reseña no me detendré en los capítulos, sino que me interesa resaltar tres de las muchísimas ideas que González Valdés arroja a lo largo de sus páginas, las cuales considero ayudan a observar de otra manera la coyuntura presente de la cocina de fentanilo.

La primera idea consiste en lo que podríamos llamar la imagen virtual de Culiacán, es decir, la narrativa que se construye en redes sociales y en notas del internet sobre cómo es la ciudad, incluso sobre cómo es en su totalidad el estado de Sinaloa. Esa imagen se elabora y reelabora desde el espacio digital, el cual, según el autor, citando a Pilar Gonzalvo, “es una producción social que, como dijo el mismo Lefebrve mucho antes de Facebook y Twitter, al mismo tiempo produce socialmente sentido”. (P.-114). Así, la imagen que la mayoría tenemos sobre la ciudad no necesariamente proyecta la forma en la que la habitan día con día sus miembros, sino son ideas que pretenden construir una narrativa sobre la ciudad y, también, en algunos casos, expresiones que “animan y les da una atribución de significado a situaciones y momentos específicos” (p. 115).

Por ejemplo: Omar García Harfuch, secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, anunció que se mantendría en Nochebuena  y Navidad en Culiacán para continuar con las labores de seguridad. El comunicador Juan Becerra, de Radio Fórmula, contó la noticia añadiendo que en las redes sociales los habitantes de Culiacán mostraron mensajes de agradecimiento al secretario y que hasta le ofrecían pasar las fiestas en su casa. Vaya usted a saber, estimado lector, si realmente la sociedad de Culiacán estaba agradecida o siquiera enterada de que García Harfuch se quedaba en Culiacán. También, quién sabe si eran muchos, pocos o de plano casi nadie, los que le escribieron al secretario de seguridad. Es más, no tenemos certeza de que todos fueran, efectivamente, habitantes de la ciudad. Pero lo importante no era dimensionar correctamente el impacto de los mensajes, sino usar la noticia para dibujar una nueva imagen de Culiacán. En un comentario en X, acompañado de una foto heroica del secretario, Becerra elaboró este mensaje: 

«Habitantes de Culiacán al enterarse de que el secretario de @SSPCMexico Omar García Harfuch pasa Nochebuena y Navidad en Culiacán despachando, agradecidos lo invitan -a través de redes sociales- a cenar en su casa»

Ronaldo González resalta que en el espacio digital, precisamente, se producen hechos, a veces falsos, a veces más o menos ciertos. Desde este espacio se pueden construir ideas que se sobreponen a la realidad social y material. El autor narra, por ejemplo, que durante una entrevista que le realizaron sobre el segundo Culiacanazo, le preguntaron si la gente estaba decepcionada del Chapo y su familia. La pregunta sorprendió e incomodó al autor. La entrevistadora daba a entender que la sociedad de Culiacán era una especie de cómplice de los carteles pero que ahora le quitaba su apoyo. ¿Qué evidencia tenía la entrevistadora al respecto? Ninguna. Pero sin duda había convivido con muchas imágenes que proyectaban sin temor a equivocarse que esa era la realidad social de Culiacán. “Esa pregunta”, dice el autor, “parte de supuestos inasibles, de clichés y estereotipos”. (p.18).

La segunda idea que quiero resaltar es la resignación. Resignar proviene del latín resignare, que significa “devolver, renunciar o cancelar”. En su origen, resignare aludía al acto de romper un sello o devolver algo previamente asignado, como una responsabilidad o un cargo, implicando una renuncia o cesión. Pues bien, González se pregunta si, en gran medida, los habitantes de Culiacán se han resignado (renunciado) por un lado, a tener una vida cotidiana distinta a la del conflicto que se vivió en los Culiacanazos (y, agregó yo, que se vive en este instante en la ciudad); y, por otro lado, a signar, es decir, aceptar que la representación de Culiacán es, en efecto, la de los Culiacanazos. En un diálogo entre el autor y Rocha Rodelo en el que éste último plantea la siguiente pregunta: “¿Es realmente esta violencia parte de nuestro ADN histórico y cultural? ¿Ser culichi significa ser, también, cómplice tácito del narcotráfico?” (p.64)

Niños juegan con luces de bengala durante las fiestas de la Independencia. Culiacán, Sinaloa, 1954. Vía INAH

En todo el libro el autor intenta comprender de qué se compone la identidad de la sociedad de Culiacán y, si efectivamente, es, como lo insinúan las periodistas del New York Times y la entrevistadora que se narra en el libro, una “narcosociedad”. Como buen sociólogo, y, diría yo, como buen lector de teoría política y filosofía, González no pretende dar un veredicto final, y más bien deja pistas de la complejidad que hay en torno a la construcción de una identidad: el pasado y el presente, lo nacional y lo local, lo público y lo privado, todo influye en la sociedad culichi más allá de la generalización mainstream de la época. Culiacán, dice González, es una terra incógnita para la mayoría, incluyendo a la clase política mexicana. La ciudad de los culichis está atravesada por el plan Cóndor, la modernización inacabada, los problemas de los jóvenes en distintas épocas, la música, la universidad, expresiones culturales y musicales de todo tipo y sí, también, por el narcotráfico y la violencia que se vive en el estado al menos desde 2006 a la fecha. 

Por lo tanto, no se trata de aceptar simplemente la visión de la narcocultura, aunque, insiste el autor, sin duda, también forma parte de Culiacán. La clase política y los comunicadores, especialmente los del centro, y no sólo los sociólogos y antropólogos, deberían adentrarse a esa terra incógnita. Se trata, según sus palabras, de “deconstruir la narrativa histórica desde arriba, eso necesario. Dar cuenta de sus consecuencias desde abajo, eso es lo de menos [se trata] de esos culiacanes distintos, sus gentes y sus espacios”.  (P.23). Se trata, agrego yo, de no resignarse y no dejar a otros la tarea de signar.

Finalmente, la última idea que quiero destacar es la afiliación social, es decir, ¿cómo mantener la convivencia, como unir al individuo con el todo? O, parafraseando a Rousseau, ¿cómo hacer que el todo esté bien para el conjunto?[1]. Más allá de lo que se dice en el espacio digital y de las imágenes que se dibujan sobre Culiacán, ¿cómo se armoniza la convivencia de su sociedad? A lo largo de las páginas del libro se puede conocer el miedo, el desconcierto, el enojo y la desesperanza que, como ya mencioné, se convierte en resignación, en torno a la violencia, que se vive día con día en Culiacán. ¿Cómo se puede unir nuevamente una sociedad rota por todo eso? Porque, como dice Rocha Rodelo en el diálogo que sostiene con González: “vivir así no se aprende” (p. 64).

El texto da cuenta de que ni el populismo ni los tecnócratas consideran necesario realizar un análisis serio, que considere a detalle todo lo que hay alrededor de la sociedad de Culiacán. Algo similar ocurre con los medios de comunicación y las redes sociales, que no pretenden narrar la realidad ni contribuir a sanar heridas. En su lugar, se enfocan en reportajes sobre panteones, cicatrices, enfrentamientos y, más recientemente, sobre laboratorios de fentanilo.

Los gobiernos, lastimosamente, dice el autor, saben poco de políticas para reconstruir el tejido social, aunque armonizar la convivencia debería ser el principal objetivo de cualquiera que aspire a conducir una comunidad política. Pareciera que en estos tiempos lo que importa es sólo la narrativa; las imágenes están por encima de cualquier manifestación tangible de lo político y de lo social. En la conversación pública, en las políticas de gobierno, en las imágenes sobre Culiacán, no hay ideas sobre cómo re-afiliar a los individuos con el Estado, el estado y la ciudad. Parafraseando de nuevo a Rousseau, no hay idea sobre la función del gobierno sobre la comunidad política: Hay que mantener unidas a las personas a la comunidad política o permitir que permanezcan íntegras para ellas mismas; pero, si se fragmenta su corazón, terminará hecho pedazos[2].

Ronaldo González sintetiza el problema de manera brillante en un párrafo:

El presidente se precia de ser un conocedor de la historia, y a su modo lo es, aunque la suya sea una historia abrumada por el mito, los allanadores episodios de fundación y refundación nacional y para legitimar su propio proyecto. Esa historia de bronce, escrita en blanco y negro, no sirve para la política pública ni la ubicación de conflictos reales, aunque sí, mucho, para el montaje escénico. Del civismo y la moralidad pública como ocurre con frecuencia en sus conferencias mañaneras (p.39).

Así, Culiacán, culiacanes, culiacanazos es un libro que, con precisión, nos invita a escapar del ruido, de la banal proliferación de imágenes y de la, a menudo, absurda obsesión por lo noticioso, para abrir paso a una reflexión profunda sobre el impacto de la violencia en nuestras sociedades. Al cerrar sus páginas, me asaltó una idea: tal vez el gobierno sea, efectivamente, experto en fabricar fentanilo. Pero seguro de que al elaborar sus políticas y sus discursos no intenta comprender, aunque sea un poco, lo que es Culiacán.


Puente Obregón. Karina Urrea. Vía Flickr.

[1] Rousseau elabora esta idea en varias partes de su obra, pero yo me refiero específicamente al debate con Voltaire sobre el terremoto de Lisboa. He tratado el tema en el siguiente texto: Hugo Garciamarín, “Rousseau y la situación de ser feliz”, Theoría. Revista del Colegio de Filosofía, núm. 44, 2024, pp. 50-72. Disponible en: https://ru.atheneadigital.filos.unam.mx/jspui/bitstream/FFYL_UNAM/8444/1/Theoria_44_2023_50-72_GarciamarinHernandez.pdf 

[2] Cfr. Rousseau, Jean-Jacques. 1994. “Political Fragments.” En The Collected Writings of Rousseau, Vol. 4, editado por Roger D. Masters y Christopher Kelly, traducido por Judith Bush, Roger Masters y Christopher Kelly, 16-75. Dartmouth College Press

*Esta reseña es un adelanto del número por aparecer en enero 2025.


Hugo Garciamarín (@Hgarciamarin) es politólogo y Director de la Revista Presente

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