Paisajes sin horizonte: la sinestesia de la geografía salvaje

Por Marcela Landazábal-Mora

¡Vean! Allá   está   el   desecamiento   centenario   de   una   isla   desintegrada,  va flotando ensombrecida y silente por el continente. Y allí,  la paranoia en cada esquina de los semáforos de una ciudad fronteriza de clima ecuatorial —cuerpos y vicios expuestos al sol y al agua, limpiando vidrios panorámicos y pandemias. Casi no se distingue, pero del otro lado hay mujeres tragadas por las violencias de la tierra y los hombres que, pese a todo, no pudieron poseerlas en una frontera interminable. Y del otro lado, mujeres otrora de la aristocracia y, por otra frontera, convertidas en cuerpos baratos para paliar la sed de placeres mercenarios y contrabando. ¡De este lado, el fruto verde de los dioses originarios! ese, cuya forma recuerda la fertilidad de la tierra, fue convertido en discordia, masacres y cuerpos jamás hallados. Escuchemos los acentos con hálito de hambre en una mole de hierro mutiladora de cuerpos y ahorros de años desperdigados en proyectos fracasados. O con algo más de dificultad, se puede ver, allá, lejos, gente que traga selva para convertirla en pasta de coca y más abajo, selva que traga gente miope seducida por mostacillas resplandecientes. Sólo mirando al suelo, con mucho esfuerzo, se pueden ver vestigios de reptiles extintos o restos putrefactos de felinos sacrificados y hacia arriba, en la copa de los árboles, se delata un estridente vacío porque las especies de primates fueron traficadas y las guacamayas se volaron.

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Ver y escuchar estos paisajes puede ser difícil, aún más, imaginarlos y sin embargo, aquí estamos; desde aquí escribo. Hacer cartografías críticas de migraciones, de selvas y desiertos no es un viaje sensorial hedonista, tampoco es un paseo ante una selección de obras contemplables. Trabajar las geografías del Sur Global requiere sinestesia política, esto es, ver lo que no se quiere ver; escuchar lo que es difícil de escuchar; olfatear la hediondez de la historia y aun así, degustar la resistencia de la vida —porque en estos lugares, vivir es un verdadero proyecto estético. Pero la estética aquí no refiere a lo bello ni lo cosmético, sino a lo político, a la activación de todo el orden sensible para cuidar, con todo el esfuerzo que se requiera, la vida y lograr regocijarse en ella.

Los paisajes antes mencionados se ubican todos en América Latina, tan diversos y específicos entre ellos, algo los vincula. No es la violencia, no es la pobreza, no es el abuso económico, el pasado colonial, no. Su hilo conector es todo esto encasillado en una palabra que parece más una sentencia: precariedad. Un condicionante de la imaginación, un condicionante de la administración, de la biopolítica y la necropolítica juntas. Ante tal perspectiva ¿cómo emprender un proyecto político de imaginación sostenible? ¿Será posible avistar otro tipo de conexión, una intersección que marque un camino diferente? Propongo deshilvanar algunos lugares comunes y situar, la importancia de lo estético en tanto político, como proyecto colectivo de resistencia y de las formas de cuidado que las mujeres proponemos para sostener la vida. Parto de dos premisas: (a) Los lugares mencionados no son paisajes agonizantes, están heridos, pero fundamentalmente vivos. Rescatar primero la posibilidad de hacerlos presentes, es también contradecir sus estereotipos y situarnos más cerca de sus sentidos. (b) Se requiere un esfuerzo de concentración y praxis para restar potencia al imaginario del colapso —sólo con denunciarlo, se logra muy poco. Antes de imaginar lo apocalíptico es fundamental dar paso a imaginar —dar imagen y experiencia a— lo real. Sí, son paisajes reales porque, como alguna vez leí en un libro de Clarissa Pinkola Estés, lo real es lo viviente. Esa es cualidad conectiva, son paisajes vivientes en resistencia.

Los horizontes de estos paisajes, algunas distinciones

 Si todo paisaje tiene un horizonte que lo define, para situar los paisajes comentados en algo diferente a su precariedad, hay que, primero, desdibujar el horizonte —una línea recta que divide el arriba del abajo, y de paso amplifica la distancia— y luego, reconectar todo lo que esa división ha fragmentado.

Desde hace unas décadas el enorme imaginario de lo precario, en términos políticos, fluye a través de imágenes y narrativas, como un río contaminado que se destila en todas las regiones del planeta caracterizando determinadas geografías marcadas por violencias políticas, territoriales, racistas y de género. La fuerza semántica de lo precario define, como a priori, las experiencias de las vidas en el Sur Global. Lo precario no alude a una condición económica frágil —como se suele mencionar en contextos supranacionales— donde se busca equiparar el linde indefinido de la miseria con el de la pobreza; como si fueran diametralmente opuestos a la riqueza económica. Tampoco pertenece enteramente al ámbito de la denuncia por los abusos laborales de masas trabajadoras sin rumbo. Lo precario debe entenderse como el resultado de un proceso reiterativo de precarización —que no es otra cosa, que una forma consistente de sumisión, desconexión y vaciamiento de sensibilidad que atropella la dignificación de la vida; no sólo humana, sino de todo lo viviente. Lo precario es un horizonte impuesto que se debe revocar.

No obstante, un encantamiento suele atrapar la curiosidad colectiva; esa misma que presiente la esterilidad de una historia desecada y por lo mismo, ávida de explicaciones. Sabemos que rastreando adecuadamente los procesos silenciados, revisando el pasado, marcando genealogías y denunciando las atrocidades cometidas por abusos de fuerza de todo tipo, no es suficiente. El proyecto de denuncia corre el riesgo de olvidar rápidamente lo política, cediendo espacio a un sentido egoico y paralizante que se ensalza en el ensamblaje de explicaciones, y luego, en la confirmación de neologismos para aliviar un poco las cuentas pendientes de la historia. En este punto es crucial vigilar las propuestas que se cocinan en la experticia de la academia, la configuración de políticas públicas, la producción mediática y en cambio, acompañar las formas espontáneas que se expresan desde lugares no especializados como alternativas prácticas y situadas. No basta con explicar, tampoco con entender. Vivir rebaza lo racional y lo lógico, o ilógico de los procesos históricos. Vivir, en entornos de suma dominación, es un proyecto de resistencia; una praxis de sostenimiento y cuidado de la integridad de la vida. De manera que, en estos espacios nuestros vivir implica retornar al principio de integrador de la vida salvaje desmantelado, en principio por el colonialismo, pero fraguado en habitus de dominación, despilfarro, deshumanización y desinterés en lo vivo.

La traición a la potencia masculina (o el patriarcado)

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Ahora bien, el horizonte definitorio de la precariedad no actúa solo, está condensado en un intercambio de fuerzas producidas por diferentes ejercicios de dominación que han ido ‘definiendo’ estos lugares como radicalmente opuestos a la vida. Sabemos que es lo contrario, pero también padecemos en diferentes niveles las consecuencias de violencias vigentes y persistentes. Desde hace mucho tiempo algunas mujeres, y recientemente y con desdén, algunos hombres han encontrado que se trata de una configuración imaginaria masculina la que administra los territorios, las vidas, las formas políticas, las economías, en fin, la que dispone los elementos para organizar el paisaje geopolítico –en un modo inerte desde luego. Esa mirada se expresa en prácticas y políticas fragmentadoras que han ido minando la capacidad de imaginar otras salidas. Hemos visto cómo las disposiciones políticas mundiales después de la Segunda Guerra Mundial dividieron aún más el mundo, y pese a las luchas anticoloniales, el humanitarismo y los nuevos estatutos de defensa han logrado muy poco en el rescate de las vidas y han incidido mucho en el deterioro de biomas primarios. De manera que sí, hay que colocar la vigilancia en esa mirada masculina heredada. Se sabe que es masculina desde el momento del ejercicio colonial anticipado por varones militares, políticos, científicos, mercenarios y presbíteros   —que se desentendió de la vitalidad de lo sutil de la naturaleza— y ‘animalizó’ —como si fuera un castigo— las formas humanas más in-convenientes para, por medio de la violación, la explotación del trabajo y el racismo, volverlas utilería. Esto debe denunciarse y debe tenerse presente.

Sin embargo, antes de acomodarnos fácilmente en esta disposición, me gustaría llamar la atención sobre lo siguiente. Esa fuerza masculina impositiva del patriarcado ha dado pie a que rápidamente se perciba toda potencia masculina como una potencia bélica o destructiva, vía la fragmentación, la sumisión, el engaño, la indiferencia, el uso bruto de la fuerza y otras características con que, infortunadamente, esta forma civilizatoria se ha caracterizado. Esa fuerza ha sido ‘efectiva’ —y a la vez suicida— porque es una fuerza práctica, se interesa primero por hacer, dialoga poco, espera poco, decanta poco, sin embargo, se basa en un principio de acción contundente. En suma, es una fuerza que debe adiestrarse, porque tiene un principio útil: la concreción. Este se ha tergiversado, ha sido empleado para crear destrucción. Y esta no ha sido sólo una práctica de hombres. El principio patriarcal, la forma de pensar, sentir, percibir, actuar, vociferar también está en el ADN de las mujeres y corremos el riesgo de pasarlo por alto si pensamos que sólo somos sabias por ser mujeres, mientras minimizamos la potencia de ternura y cuidado de ellos por ser hombres.

Las sabidurías ancestrales tanto de América como de Asia y África recuerdan la importancia de hallar coincidencias en todas las fuerzas del universo. Se sabe que toda fuerza tiene una contrafuerza, que todo adentro tiene su afuera y que la lucha no es por cuál fuerza domina más, sino por mantener su armonía. Antes de contraponer lo femenino a lo masculino de manera binaria, de pensar en malo y bueno, es importante comprender que una arrogante confianza en el potencial de lo femenino puede cegar el equilibrio. Hemos visto cómo las voces de las mujeres unidas han llamado a cambios relevantes en defensa de todas las formas de vida, en prácticas de cuidado y en momentos, su fuerza activa y paciente ha sido decisiva —para encontrar a sus hijos en medio de bosques impensados, hijas desaparecidas, conquistar leyes que por fin protejan nuestra integridad o simplemente darle voz a la historia para que ésta signifique algo diferente. Pero también hemos visto cómo se masculinizan algunas luchas femeninas; como algunos movimientos decantan sólo en la ira y tienen serios tropiezos a la hora de recoger las partes de la explosión para volver a crear; hemos estado hartas y hemos decidido dejar de escuchar —con justas razones, por supuesto— sin restaurar otros principios acústicos; también hemos visto cómo se marcan líneas irreconciliables con el otro inmediato —el varón, todo varón— creando más fronteras y aislamiento; hemos cedido espacio al encantamiento mediático que congela la profundidad de las luchas en imágenes o discursos de algunos segundos, en fin, hemos visto cómo, a veces, se usa torpemente el fuego de sabiduría que por siglos hemos acumulado. No importa, seguimos aprendiendo, pero debemos ser capaces de mantenernos alertas de nuestras propias conquistas.

Sabemos que no todas las mujeres en el planeta queremos lo mismo, la defensa de la vida tiene muchas variables y será difícil afirmar cuándo una vale y otra no, en medio de horizontes no compartidos; algunas apuestan por ‘el nivel de vida y el status económico’, otras por el reconocimiento público, otras por el acceso a servicios básicos, otras por la defensa de la tierra, otras por la memoria de los hijos desaparecidos, otras veces se suman voces de disidencias convenientes y así, el discurso vuelve al paisaje dominante, solapando diferencias, porque es difícil nombrar todo y más aún, reconocerlo y comprenderlo. Las necesidades culturales, económicas, de reivindicación racial y psicológicas no son las mismas; estamos jugando desde espacios fragmentados. En el campo del paisaje patriarcal sólo hay divisiones, de esa manera actúa y de esa manera controla las emociones, las ideas, la imaginación; se hace habitus —en el sentido de Pierre Bourdieu— es decir, en vez de cambiar el campo, sólo cambian los jugadores en la cancha. De nada sirve desgastarse en estas luchas si los horizontes fragmentarios se replican, si en vez de acabar con el campo patriarcal que define este paisaje acabamos con nosotras y nosotros mismos. La potencia masculina también tiene un llamado de conciencia y también puede situarse en un principio de cuidado; hay que sacarla de su irascible encierro, de su propia traición y situarla en la balanza de lo viviente. En eso consiste una descolonización del patriarcado (y no sólo es labor de mujeres).

El poder de las grietas y la memoria subterránea

Las formas administrativas de la economía global yacen inoculadas muy dentro, en la precarización de la propia psiquis —individual y colectiva—, en un estado paranoide, neurótico, psicótico, irascible, insaciable y resentido —un proceso depredador de la sensibilidad— que se anuncia ciego y torpe. De ahí que todo proceso de indignación deba, necesariamente, ser acompañado por uno de cuidado y restauración, es decir, un proyecto creativo. Es en este acumulado emocional donde el proyecto político adquiere sentido, vigilando las formas de muerte —violentas o no— al compás de las formas de vida activas.

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La historia patriarcal se ha concentrado en borrar, arrastrar, enterrar y desaparecer las trazas de conciencia, y sin embargo, no hemos podido olvidar. Esa es la querella con la historia que nos recuerda Édouard Glissant. La restauración de la memoria es un hecho político, poético, creativo y convocante de todas las instancias de la vida —porque sólo se restaura el pasado desde el presente, con un derecho absoluto sobre su resignificación. Así que tampoco olvidamos cómo crear, restaurar, sembrar y cosechar de nuevo. No olvidamos orar, agradecer, acompañar o pedir ayuda, no olvidamos resistir. Nada de eso ese ha olvidado. En ese campo de reconocimiento de la memoria juegan otras piezas clave, no humanas. La sabiduría del agua es tan valiosa como la del desierto, las alas de las aves son tan potentes como las garras del jaguar y las mujeres pueden también invitar a los hombres a que se vigilen, a que puedan imaginarse diferentes a su desdichado destino fragilizado por el mandato patriarcal.

Aquí todo lo que era potencia —imaginaria de lo femenino y masculino en equilibrio— es práctica de vida; ya no sólo la anticipación de un proyecto, sino la gestión concreta en él. En vez de tomar lugar por la dominación, hay un principio rotundo de cuidado que empieza por la salvación de la poética como semilla de resignificación de la vida.

Para finalizar quiero compartir la imagen de una geografía que por años me ha acompañado con una enseñanza. Hace algunos años me enteré que el Río Amazonas fluye sobre uno más amplio y más denso que él, pero más lento también; su curso reposa sobre un drenaje subterráneo.1 Quién imaginaría que el río más caudaloso del mundo está impulsado por una memoria paciente, que se filtra poco a poco entre el subsuelo y lo encausa, le llamaron el río Hamza (es todavía una sospecha científica), pero es también una potente imagen poética. Estoy segura que así es, es más, estoy segura que bajo el fondo calcáreo de todos los ríos del mundo, hay una densa memoria subterránea que va decantando pacientemente la precipitación de la superficie, va purificando la contaminación irreversible, va recuperando la fuerza natural. El agua, filtrada entre grietas de temperaturas impensadas, va también nivelando la enardecente memoria calcificada. Después de todo, necesitamos que viva antes que se calcine. Necesitamos que esas memorias nuestras se conecten con sus estrellas fluviales, lleguen al océano y comuniquen sus verdades a otras cuencas en otras masas continentales. Es la memoria del agua la que nos conecta, esto lo han visto pensadoras y pensadores caribeños de los que tanto he aprendido, es decir, hay que dar espacio en las grietas de nuestra historia, para que fluya la memoria, para que tenga un movimiento y revitalice.

Apropiarnos de nuestros paisajes arrasados, atrasados y caóticos, desidentificándolos de los horizontes de precariedad y violencia requiere un arduo trabajo de reconexión con la vida, en su forma salvaje, íntegra. Hay que replantear el esquema de los horizontes, las líneas de fuerza que generan inercias persistentes; hay que volver a equilibrar la balanza de todas las fuerzas vitales, no como opuestos, sino en equilibrio; restaurar la armonía entre adentro- afuera, femenino y masculino; hay que denunciar y destruir la maleza, pero también volver a crear y cuidar lo creado. Toda la memoria de nuestras violencias ha sido acompañada por testigos silentes, recurramos a ellos, a la sabiduría del agua y la tierra, y convoquemos su fuerza en nuestras luchas. Restaurar la sinestesia es un paso necesario para situar nuestras propias geografías vivientes. Reconectar lo salvaje es una necesidad política, pero ante todo, vital.

Pixabay y «Manifestación nacional do feminismo galego en Lugo 3 de marzo» by Galiza Contrainfo is licensed under CC BY-NC-SA 2.0.

1 El hallazgo lo hizo una mujer, pero el río lleva el apellido de un hombre –este asunto siempre me ha perturbado, pero no es el punto sobre el que quiero detenerme, pero sirve para ejemplificar los trazos que he esbozado arriba.

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