Hace menos de un año me inquietaba la posibilidad de que Lamine Yamal, ese menor de edad con la pelota cosida a los pies, comenzara a jugar con el gesto endurecido de los adultos. Temía que la maquinaria que convierte talentos en activos financieros, y los sueños en mercancía, le arrebatara la risa. Porque a los diecisiete años no se debería correr por millones, sino por alegría; no habría que jugar por contratos ni para satisfacer estadísticas de rendimiento, sino por el puro goce de una gambeta, por ese instante en que el mundo entero cabe entre dos pasos y un balón. A esa edad, el juego no obedece a cronómetros: dura lo que dura la luz del día, hasta que el sol se esconde y las farolas apenas alcanzan para seguir jugando.

Pero no. Lamine sigue siendo un rebelde. Juega con la insolencia de quien no ha sido alcanzado por el desencanto. Lo que algunos cronistas llaman soberbia —como si el futbol fuera únicamente disciplina táctica y no también un teatro de gestos y desmesuras— no es más que esa fanfarronería inocente que sobrevive en los patios escolares: “soy mejor que tú, te voy a ganar, no me vas a alcanzar”. Es el eco de una infancia que aún no se rinde. Una actitud que no busca humillar, sino desafiar; porque cuando se es joven, se entiende —con la sabiduría que sólo tienen los despreocupados— que el futbol se juega en serio únicamente cuando no se toma como un asunto grave. Por eso Lamine sentenció en rueda de prensa que nadie puede decirle nada mientras no pierda. Porque en el juego —el verdadero, el que se aprende entre risas, empujones y polvo—, quien gana tiene derecho al alarde sin desmesura, y quien pierde debe aguantar y esperar la revancha. Así funciona el pacto no escrito de cualquier cancha, y mientras eso se cumpla, el futbol sigue siendo un juego de chavales.
De ahí que Yamal sorprenda, y que todo el mundo intente clasificarlo. Por ser hijo de La Masía, su futbol rebelde se compara con el de Lionel Messi, pero en realidad se parecen poco. A ratos, cuando acelera con la pelota pegada al pie y baila sobre la línea de cal, aparece algo de Neymar en su juego: la alegría veloz, el descaro técnico, ese guiño de malicia que parece nacido en la playa —aunque le falta, desde luego, el ritmo de samba que sólo conserva aquel último gran ídolo brasileño. Pero luego, sin previo aviso, asoma ese enganche seco, esa zurda afilada que —como bien apunta mi colega Alejandro Morales— recuerda a Arjen Robben: ese recorte hacia adentro y ese latigazo al ángulo que repitió infinidad de veces.
Fue así que ayer, con ese estilo de juego indescifrable y con la naturalidad sin aspavientos de quien aún no ha sido domesticado por el miedo a fallar, que Lamine tomó el balón como si no pesara, como si el Estadio Cornellà-El Prat no existiera, como si fuera un día cualquiera. Pedri jaló la marca, y él enganchó con esa velocidad que se mide en valentía, no en metros por segundo. Soltó un zurdazo estético, un riflazo que se colgó en la escuadra. Anotó el gol que valía una liga sin detenerse a pensar en la tabla, en el título, en la historia. Lo hizo con el impulso limpio de quien aún juega por jugar, como si la cancha fuera suya y de nadie más.
Algunos esperan que Lamine Yamal crezca, se afiance, madure, que gane masa muscular y precisión táctica, que adquiera el aplomo de las leyendas. Dicen que aún no hemos visto lo mejor de él. Pero yo, con cierta terquedad sentimental, creo lo contrario: que el mejor Yamal es éste. El que juega con descaro, el que nos recuerda que el futbol es, ante todo, un juego, y que quien tiene el privilegio de practicarlo profesionalmente debe hacerlo como quien ha sido bendecido por un don: no debe sufrirlo, debe celebrarlo. Porque el futbol —ese que nos enamoró alguna vez en una plaza, en un patio, en una calle empinada— no es el juego de los adultos, por mucho que los adultos lo hayan convertido en industria. Es el juego de los niños y de las niñas, de los que todavía corren sin pensar en mañana, de los que no entienden de patrocinadores y sólo conocen el placer de burlar a un rival. Por eso, cuando Lamine juega, el mundo se detiene por un instante y algo se enciende en nosotros: el recuerdo de una tarde infinita, de una risa suelta, de una juventud que creíamos perdida y que, por un momento, vuelve a patear la pelota.

Hugo Garciamarín (@Hgarciamarin) es politólogo y Director de la Revista Presente