Un Paricutín social y político. 1968 fue la erupción de un volcán, cuyo magma social emergió lentamente tras las décadas precedentes y se desbordó en las siguientes en una erupción que sentó las bases de la nueva sociedad que todavía no acaba por solidificarse. En un destello, diversos sectores (estudiantes, profesores, madres y padres de familia) y clases sociales (obreros, campesinos, pequeña burguesía) se organizaron de forma independiente al aparato administrativo del Estado, así como a la estructura corporativa que la había constreñido por décadas. De tal manera, dichas clases y sectores enfrentaron tenazmente una de las aristas clave de la dominación en la coerción y lucharon por desmantelar una parte de ese aparato, con las armas de la organización, de las ideas, de la razón, la justicia, la democracia radical, así como la experiencia condensada. Esto no sucedió sin tensiones y contradicciones internas, porque ningún proceso de transformación es puro e inmaculado.
Una parte de la grandeza de aquel episodio se explica a partir del proyecto democrático alternativo que germinó. El autoritarismo se topó con el muro del poder desde abajo organizado con arraigo en las escuelas, que se extendió al hogar, a los mercados, calles, plazas, centros de trabajo y ocupó el espacio público, física y simbólicamente. Al calor de las movilizaciones, la parte de la sociedad a la que he aludido convirtió en fuerza material ideas y aprendizajes políticos, y desarrolló otros inéditos: aprendió a organizarse, a construir la representación, a vigilar y controlar a sus representantes, así como a convertirse en dirigente de su propio destino. La fuerza social y política desatada contenía en sí un potencial extraordinario para contrarrestar el control del corporativismo y para extender ese poder al control del aparato de Estado. Por eso era una fuerza tan maravillosa y tan temible; por eso la intransigencia, la represión y el fusil para acallarla. Pero las balas fueron y han sido insuficientes para detener las ideas convertidas en fuerza social y política materializada en las luchas populares subsecuentes; a veces mejor, a veces no tan bien organizadas, pero siempre aprendiendo de sus errores. Por eso, pensar en 1968 es indispensable para todo proyecto alternativo de país y muchas luchas lo han inscrito en su memoria.
Hoy nos encontramos en un momento en el que el movimiento que administra el país también ha convertido a 1968 en parte del dispositivo cultural que da legitimidad a su proyecto para afirmar el punto culminante de una etapa de lucha. Y no es falso para una parte de las generaciones que enarbolaron aquellas banderas, que desarrollaron esas luchas y que hoy ocupan cargos en distintos niveles de dirección en la administración pública, en el contradictorio partido electoral, en las organizaciones populares que lo respaldan y, sobre todo, en el abajo más humilde, más modesto, más desorganizado de nuestro pueblo, que ha cedido una cuota de soberanía a esa conducción política.
Los restos de ese segmento de la descompuesta sociedad civil, sobrevivientes a las políticas neoliberales, respaldaron el triunfo electoral de 2018. Fue una andanada de participación social, pero representaba sólo una pequeña parte del conjunto de la población. Eso fue posible porque las representaciones políticas tradicionales de los intereses económicos dominantes se habían desgastado y carecían de legitimidad frente a la población, misma situación que sufría el aparato militar usado para implementar la guerra interna a partir de 2007 en la guerra contra el narcotráfico. También porque las clases dominantes de base nacional y extranjera habían perdido el consenso pasivo impuesto por la supuesta guerra contra el narcotráfico desde una década atrás, pero que tenía momentos previos de acción represiva contra fuerzas sociales específicas. El resultado de ello había sido un tejido social descompuesto, desarticulado, roto, con pequeños núcleos organizados a lo largo y ancho del país, dispersos y fragmentados, con dificultades para impulsar los procesos de unidad, de articulación más permanente, más orgánica y con un proyecto alternativo de nación.
En esas condiciones, para 2018 los segmentos dominantes ya no podían mandar como hasta entonces, las fuerzas armadas estaban desgastadas y carentes de legitimidad por su uso en la guerra señalada, carecían del consenso, de una representación política de sus intereses. Una parte de nuestro pueblo expresó un descontento amplio que ya no soportaba la situación vigente, con un nivel importante de desarrollo de la conciencia política, pero sin organización fuerte, sin proyecto de fondo del país —que no se equipara o reduce a un proyecto de gestión, de administración o al plan nacional de desarrollo—, sumido a la defensiva por años en una fase de resistencia dura. Esa situación se resolvió con la figura de un liderazgo personalista que enarboló las reivindicaciones más sentidas de la parte más maltrecha de la sociedad, al tiempo que asumió compromisos con la parte dominante. Con ello, se formó una alianza de clases y un bloque electoral en torno suyo que se alimentó de las expectativas de cambio, pero sin organizar y educar políticamente a esa sociedad, mediando con su descontento con importantes concesiones económicas y políticas, así como un alto compromiso político con los intereses dominantes.
Ese bloque apeló al pueblo, a su voluntad, antes y después de las elecciones para fundar su legitimidad y proyecto de administración. El Plan Nacional de Desarrollo (2019-2024)[1] estuvo lleno de alusiones al poder del pueblo, a una democracia de fondo, como parte de los lineamientos rectores. Por una parte, la promesa de construcción de un sistema de planeación democrática del desarrollo nacional: mecanismos de consulta, participación, control y evaluación popular. Por otra parte, bajo el principio “democracia significa el poder del pueblo”, se desarrolló un plan orientado a la socialización del poder político y la participación de la sociedad en las decisiones fundamentales, con alusiones discursivas a los planteamientos políticos más radicales, de fondo, en el país, al reivindicar el mandar obedeciendo. Para el efecto, el plan planteó implementar mecanismos democráticos participativos como la revocación de mandato para el control de los funcionarios y la consulta popular para permitir su participación en las decisiones fundamentales.
Sin embargo, en la práctica este es el rubro del que más ha adolecido el bloque en el gobierno en turno. Podrá señalarse que se canceló el proyecto de aeropuerto de la administración pasada, se consultó la implementación del Tren Maya, se consultó el esclarecimiento de los delitos del pasado y el castigo a los responsables, además de que en 2022 el titular del Ejecutivo será sometido a una consulta popular por revocación de mandato.
No obstante, hay que matizar cada una de esas acciones. La cancelación del aeropuerto buscó no la participación popular, sino fundamentalmente dar una demostración de fuerza frente al segmento más corrupto y criminal de las clases y sectores dominantes. Y si logró su cometido se debió, en gran parte, a que aprovechó el importante cúmulo de organización popular que existía en torno a la demanda. Las consultas del Tren Maya, que se realizaron de manera acelerada, cumplían formalmente el requisito legal para justificar su validez, pero en la práctica se realizaron con un amplio margen de exclusión de las comunidades involucradas, aunado a la falta de una posibilidad de debate, discusión y construcción del proyecto de desarrollo en los términos preconizados por el Plan Nacional de Desarrollo. La falta de promoción y organización popular fue agudizada por el efecto destructivo en nuestro país de la crisis económica global precipitada por la pandemia de COVID-19. La ausencia de promoción del protagonismo popular organizado de manera independiente se evidenció en la consulta popular que, aunque simbólicamente importante y como ensayo, no logró alcanzar el porcentaje de participación suficiente para ser vinculante.
En ese sentido, se ha desarrollado un tipo de participación funcional, pero sin decisión en la construcción y definición del proyecto de fondo, así como de las cuestiones económicas fundamentales. El triunfo electoral en los comicios intermedios mantuvo la fórmula de una participación masiva, pero sin densidad organizativa como correlato.
Lo anterior ha sucedido así, porque esa práctica ha demostrado la lejanía respecto del discurso democrático, pues por el contrario desde el comienzo de la administración vigente se filtró en el discurso público el rechazo a las organizaciones populares, acusadas de corrupción y clientelismo. El gobierno ha planteado que no le corresponde esa función de organizar a la sociedad, que eso le corresponde al partido. Pero lo deja a un partido que ha sido incapaz tanto de generar dirección política, como instrumento de organización popular, más allá de las contiendas electorales recurrentes que sabe administrar bien. En su lugar, el actual bloque ha promovido la dispersión, la fragmentación y la desorganización por medio de una política individualista ligada a la figura del presidente. Y toda oposición crítica ha pasado a la condena de formar parte de la derecha, de la reacción, dentro de la cartografía política construida desde palacio nacional.
Pareciera que la administración no desea cargar con las contradicciones de las organizaciones populares heredadas de los esfuerzos de supervivencia a la época neoliberal. Pero, por el contrario, sí está dispuesto a cargar con las contradicciones del personal político tradicional que saltó a su administración y a su partido, algunos de cuyos exponentes han reprimido precisamente a las organizaciones populares rechazadas. Finalmente, de la misma manera, está dispuesto a asumir las tensiones heredadas del viejo régimen en relación con la sociedad.
Así, aunque el gobierno buscó inscribirse en la tradición democrática eclosionada en 1968, en la práctica ha expresado muchas contradicciones en desestructurar lo viejo que enfrentaba la sociedad en aquella época y producir lo nuevo en la organización de la sociedad y del poder político. Basta mencionar apenas algunos ejemplos. Aunque se disolvió formalmente el cuerpo de granaderos, en la práctica se mantuvo operando como la institución previa, reprimiendo a los elementos críticos del campo popular, como el movimiento feminista. Además, este no ha sido incorporado como protagonista de la generación de una política para las mujeres y con perspectiva de género. Esta cerrazón se ha extendido al magisterio democrático, reconocido como interlocutor temporal y luego excluido de la formulación del proyecto educativo y de la política de atención a la educación en la emergencia sanitaria. Por el contrario, el gobierno se ha apoyado en los segmentos corporativos que buscaba eliminar. En este aspecto, la reforma laboral que buscaba desmantelar al corporativismo fue más para cumplir con los compromisos comerciales con Estados Unidos, aun cuando sus intereses beneficien a las clases trabajadores en nuestro país. Es así que, en la práctica, dicha política no ha logrado desmantelar el corporativismo y éste se ha mantenido en pie. Las organizaciones campesinas que han constituido una base electoral fundamental del bloque en el gobierno, han gestionado los beneficios de los apoyos al campo y de los programas sociales, pero no son interlocutores para la elaboración de la política. Los pueblos indígenas sirvieron desde el comienzo como un mecanismo de legitimación en una suerte de delegación simbólica del poder al antiguo mandatario, la cual no ha tenido una política correspondiente para incorporar su participación democrática en el ejercicio del poder. Por el contrario, muchas de sus expresiones políticas más conocidas siguen siendo objeto de una política contrainsurgente. La disputa de sectores petroleros y mineros por parte de algunos caudillos y corrientes políticas en el seno del bloque en el gobierno no anulan la tendencia general, pues esos segmentos no se han incorporado de manera democrática en la planificación y gestión del desarrollo nacional en esos sectores. En suma, el bloque político al que aludimos ha cerrado las puertas del gobierno a los segmentos populares organizados.
En la práctica se ha sacrificado la democracia de raíz, que precisa del protagonismo popular, en pro de la eficiencia administrativa para el crecimiento económico, con una dirección unilateral. Y en efecto, el método político de dirección ha redituado para esos intereses porque en ese aspecto el gobierno se ha mostrado como un administrador eficiente. Esa eficiencia que busca acelerar el crecimiento, promover la acumulación de capital, pero sin el poder efectivo del pueblo. Pareciera partir de la tesis subyacente de que no hay tiempo para la participación popular de fondo en la construcción del proyecto de desarrollo nacional, que hay que acelerar y avanzar de manera unilateral. Esto se puede sintetizar en la fórmula: mucha política, mucha administración y poca organización popular.
Lo anterior no quiere decir que el bloque en el gobierno carezca de una apuesta de reconstrucción del tejido social o de integración. Esto ha sido fundamentalmente a través de la mejora de las condiciones económicas. Parte de esa política para tales sectores ha sido creación de empleo en las relaciones de producción vigentes, aunque se han realizado modificaciones puntuales en materia laboral como el incremento salarial orientada a recuperar la capacidad de consumo, pero bajo la lógica mercantil vigente y dentro de las relaciones globales de producción y consumo. También se ha implementado un enorme esfuerzo de distribución de ingresos por medio de programas sociales, el cual se intensificó durante la pandemia, con política crediticia y múltiples medidas para paliar los efectos de la crisis a fin de garantizar la capacidad de consumo por parte de los sectores populares a fin de mantener el ciclo de acumulación.
Las clases y segmentos en posición de poder pueden permitir aceptar estas concesiones, porque el proyecto de fondo sigue en pie, porque sus intereses están garantizados y porque tales medidas han contribuido a la recomposición del consenso en torno al proyecto e intereses dominantes. Es decir, se mantiene el carácter dependiente de la economía en la estructura productiva maquiladora, en su carácter primario-exportador, en la estructura excluyente de los sectores populares del aparato de Estado y de las fuerzas armadas.
Al no apoyarse en la organización y la educación del pueblo, se ha promovido en los hechos una política cupular y una apuesta por el poder administrativo del Estado. Pero aún con eso, la debilidad que se ha traducido en falta de poder real de base ha incidido en la búsqueda de un margen de autonomía del aparato administrativo respecto del poder económico, sobre todo sus tendencias más corruptas, alcanzando límites en el calado de las propuestas que se matizan al final. La interdependencia entre poder económico y poder político se ha estrechado más aún con la crisis económica precipitada por la pandemia, en donde las fracciones capitalistas dominantes salieron fortalecidas y beneficiadas por la gestión de la emergencia por parte del bloque en el gobierno.
Esa debilidad de fondo del bloque en el aparato administrativo del Estado se ha apoyado en las fuerzas armadas. Se abandonó la promesa de su retorno a los cuarteles, se mantuvo su función de seguridad pública legalmente respaldada, se creó una nueva fuerza policiaca con mando militar; continuó el cerco a las comunidades zapatistas e indígenas, con la pervivencia de mecanismos contrainsurgentes y militares. Se potenció su involucramiento político, se recompuso su legitimidad, con márgenes de impunidad para los crímenes del pasado, la exoneración de mandos militares y la dilación en la adjudicación de responsabilidades en el caso Ayotzinapa. Por otra parte, se ha hecho uso de su disciplina y capacidad logística para la construcción de obras en los megaproyectos en consonancia con la política de austeridad, pero ligando los intereses económicos militares con los beneficios de esos proyectos estratégicos para el poder económico dominante, como en el caso del Tren Maya. Las fuerzas armadas se han mostrado eficientes, pero en contradicción con una apuesta por la organización popular y la profundización democrática. Al mismo tiempo, dicho involucramiento no ha cambiado la condición de debilidad en el fundamento del poder.
Todo proceso revolucionario, de transformación radical del orden existente, precisa de producir una nueva sociedad civil, como fundamento de un orden social y político alternativo. Es importante señalar que cuando hablo de esa sociedad civil no me refiero a los ciudadanos individualizados, ni a los organismos no gubernamentales o a un espacio neutro. Sino al ámbito donde convergen múltiples campos y se constituyen las clases sociales, las relaciones de propiedad y producción, se produce y reproduce el consenso, la coerción, una visión de la realidad, como fundamento del Estado. Es un ámbito en disputa por las distintas fuerzas políticas, sus estrategias y tácticas para reproducir o impugnar el sistema vigente a nivel global y/o local. Así, la política vigente del bloque en el gobierno sí produce o reproduce un tipo de sociedad y de ciudadanía. Reproduce la enajenación política, la separación entre representantes y representados, entre dirigentes y dirigidos, reproduce el paternalismo. Erige un gigante de barro. La tendencia general a la desorganización, a la fragmentación e individualización de la sociedad no es revertida por los esfuerzos de reconversión de las funciones políticas de la Secretaría de Gobernación, sus esfuerzos por implementar una política de vinculación con la vilipendiada sociedad civil o por desarrollar una economía social. Los resultados de esto están aún lejos de cristalizar y hay pocos indicios de que forme parte de una perspectiva estratégica.
Hay una contradicción de la que no sólo se puede responsabilizar al bloque que gobierna, porque se trata de una dimensión estructural con la que ha lidiado desde que comenzó a ejercer el gobierno a nivel local y ahora federal. La experiencia de políticas públicas de promoción de la democracia participativa, como el presupuesto participativo, implementadas en el pasado, han mostrado que se encuentran limitadas por su contenido político que está en disputa, que se generan mecanismos de participación con límites bien definidos en cuanto a lo que es posible decidir. Tienen un margen de decisión y ejercicio del poder restringidos, con los cuales se reproduce una cultura política y una ciudadanía sin capacidad de incidir en la estructura productiva o en el proyecto de desarrollo nacional, el diseño de la política, etc. En ese sentido, existe una democracia participativa en la práctica que no produce una nueva cultura política, sino que reproduce una de carácter fragmentario, puntual y con márgenes muy estrechos, de carácter instrumental.
Los límites atañen a cuestiones estructurales como la destrucción del tejido social, la descomposición de la cultura política, así como el peso de las tradiciones corporativas y clientelares. Estas se reproducen con procesos de implementación burocráticos y elitistas cooptados por gestores profesionalizados sin respaldo real de base más allá de los documentos de formalización del trámite y sin un trabajo político de desarrollo de la conciencia permanente más allá de la capacitación para la tramitación de los programas.
Lo que ha mostrado la experiencia es que para la promoción de la democracia participativa existen contradicciones de fondo, por lo cual no puede haber democracia sin cambio radical de las condiciones materiales y educativas de nuestro pueblo. De lo contrario, nos encontramos con estructuras, instituciones y políticas públicas carentes de participación. Esto no solo es responsabilidad de una ciudadanía que no participa, lo que se reproduce con la falta de formación política permanente y el desconocimiento, sino de un problema fundamental de tiempo e inexistencia de condiciones sociales para que se puedan apropiar de las iniciativas, educarse políticamente, discutir, analizar, llegar a acuerdos, darles seguimiento, realizar balances, de gestión popular. De ahí que muchas de esas políticas carezcan de vida política fuera de los tiempos de tramitación formal de los programas.
Si el gobierno, ni el partido van a promover la organización popular, toca a ese abajo social y político, la organización de manera independiente para impulsar los cambios que se necesitan para hacer realidad una democracia de raíz, el poder popular. Pero las organizaciones populares están lejos de recomponerse, de formular políticas de transformación radical, de acumular fuerza y empujar cambios, menos aún de acumular poder real.
Qué medidas hay que tomar para construir ese poder popular. No sólo se trata de multiplicar las políticas públicas participativas, de facilitar los procesos, eliminar burocratismos, mejorar la capacitación técnica o incrementar los incentivos materiales. Se trata fundamentalmente del trabajo político de base, de formación, de desarrollo de la conciencia en los periodos de latencia, en donde no está a la orden del día la inmediatez y la urgencia.
Finalmente, sin condiciones económicas y de tiempo para eso, la participación no es funcional. Se necesitan impulsar de manera paralela los cambios de fondo como: la regulación del empleo digno con reducción de la jornada laboral; la normativización de la participación política popular que vinculen a los patrones a respetar los salarios de los trabajadores en el ejercicio de sus funciones públicas; una reforma política que transforme las relaciones de representación y sus mediaciones con los partidos políticos electorales, con una reforma electoral de raíz, que reorganice la elección de representantes desde la base con un control popular asegurado desde el nivel de agregación más inmediato. Estas no constituyen un punto de llegada, sino apenas un punto de partida para la producción de una nueva sociedad civil, de una nueva cultura política, de una nueva democracia, de comenzar a cimentar orgánicamente el poder del pueblo que hizo erupción en 1968. El volcán sigue vivo.
[1] Plan Nacional de Desarrollo 2019-2024, Ciudad de México, 30 de abril de 2019. Publicado en el Diario Oficial de la Federación, 12 de julio de 2019.