En este templo secular de la tolerancia y la pluralidad, refugio de los perseguidos que es Presente, quisiera comenzar mi homilía —es decir, mi opinión no solicitada pero que igual están obligados a disfrutar— con lo siguiente, a propósito de la muerte del Papa Francisco:
«Comunista, socialista, castrochavista, peronista, populista, imbécil, representante del maligno, kirchnerista, mamarracho sin ningún nivel intelectual, antipapa, capellán de la Cámpora, compinchado de Xi-Jinping, tráiler del Anticristo, Maradona de la teología».
Se trata de algunos insultos que dedicaron al pontífice diversos medios, periodistas, opinadores y políticos de derechas a lo largo de su pontificado. Dime quién te odia, y te diré quién eres.
Para los sectores más rancios, Jorge Mario Bergoglio representó una aberrante traición, un quintacolumnista infiltrado en la institución que es literalmente el centro moral y espiritual que irradia al espectro conservador, un desnorte desalentador de su más preciosa brújula. En cambio, para buena parte del abanico progresista, el argentino comenzó como una curiosa extrañeza. Recibida más con ojo crítico y suspicacia que con beneficio de la duda, terminó por convertirse en una inesperada anomalía.

Los doce años del pontificado de Francisco forman parte de la punta del iceberg de nuestros tiempos surrealistas de pandemonio. ¿Cómo sino calificar así estos años donde el obispo de Roma ha sido mejor tratado por muchos gobiernos progresistas y rehuido cuando no francamente vilipendiado por amplios sectores de las derechas?
Tiempos de ver al papa más afable con Lula da Silva que con Donald Trump. Donde lo insulta su histérico connacional Javier Milei, pero el Partido Comunista de España le dedica un mensaje de respeto y admiración; donde el católico Santiago Abascal de Vox le llegó a llamar ciudadano Bergoglio; y el no católico López Obrador lo quiso invitar para ayudarle a pacificar al país.
Sin embargo, en absoluto se trata de que el otrora arzobispo de Buenos Aires, tildado de “jefe espiritual de la oposición a mi gobierno” por Cristina Kirchner, hubiera cambiado el báculo pastoral por la hoz y el martillo. Más bien, la deriva autoritaria global de la última década hace parecer a este pontífice más socialista que el Cristo carpintero que imaginaba Hugo Chávez.
En realidad, estuvimos ante un buen sabueso político de fino y sensible olfato para el aire de los tiempos, el cual demostró ser lo bastante habilidoso para colar algo de aquel oxígeno de realidad en ese armatoste llamado iglesia católica. Armatoste a veces tan impenetrable al sentido común como la piedra sellada a cal y canto; tan frío y pesado con el sentir y desconsuelos de sus fieles, como el mármol blanco de Carrara de sus catedrales; y rígido con los pecados y las liturgias como el hierro colado que protege sus vitrales.
Y, sin embargo, se movió tantito. Puesto que este pontífice del fin del mundo, una vez hincha del Atlético San Lorenzo de Almagro, este Messi malogrado de cascaritas[1] ya de amplia cintura y sotana blanca:
- Quería una «iglesia pobre para los pobres”. Un papa “pecador para dirigir una iglesia llena de pecadores, no de santos”, frase que parece haber inspirado la disruptiva homilía del cardenal Lawrence (Ralph Fiennes) en Conclave (Edward Berger, 2024). Esta vez, el canon precedió a la ficción.
- Dio pie a la bendición de parejas homosexuales, para que llamaran a eso lavado de cara y oportunismo político desde un extremo, y aberrante y blasfemo desde el otro.
- Se pronunció, mediante su encíclica Laudato Si’, por la «necesidad de cuidar la creación» y asumir el reto del cambio climático; todo para que alguien pudiera llamarlo “el papa woke”.
- En la Fratelli Tutti, se posicionó contra la discriminación por raza y fustigó al individualismo, al llamar a la meritocracia “cultura del descarte”, al tiempo en que insto a la moderación en la propiedad privada y la riqueza (y ahí le llamaron comunista).
- A los migrantes los llamó los “olvidados del mundo” y abogó por ellos para rechinar de dientes y aspavientos de todos los líderes europeos, que no sabe que diantres hacer con esos flujos humanos incontenibles. Castigo divino, contramarea indetenible del saqueo imperialista de siglos.
- Decidido defensor de la paz, condenó el genocidio israelí sobre el pueblo palestino, Estado que reconoció desde 2015. Y durante los últimos dieciocho meses, llamó a la única iglesia católica en Gaza donde se refugia y sostiene una diminuta comunidad de fieles. Gesto simbólico, como compensación a sus impotentes llamamientos por la paz.
- Despotricó contra los escándalos sexuales, de los que dijo que: “Todo abuso es siempre una monstruosidad. En la justificada rabia de la gente, la Iglesia ve el reflejo de la ira de Dios. Tenemos el deber de escuchar atentamente este grito silencioso”. No obstante de la rigidez de la institución y los vetos de la curia romana, sus palabras fueron consideradas una terrible condena inédita por unos, y solo palabras que no llevaron ni castigo a los culpables ni justicia y consuelo a las víctimas.
Solo un prodigio de animal político, con plena consciencia de la tempestad presente y del tamaño del leviatán eclesiástico que encabeza, ha podido presentar estos avances concretos como un corrimiento reformista en la institución más anquilosada de la humanidad. Porque a pesar de lo significativo de todos esos gestos, aquí también hay que buscar al diablo en los detalles y bajo las sotanas:
Porque se vislumbra la pregunta evidente, sobre qué tan serios y profundos fueron sus cambios; si hemos visto un pontificado que pretendía ser la punta de lanza de una gran reforma, o solo un papado de control de daños y calculadas concesiones. Para quien quiera que se ocupe de investigar a la iglesia católica y a sus pontífices, una provocación de título:
¿Francisco, más cerca de Juan XXIII o de Juan Pablo II y Benedicto XVI?

La respuesta tentativa se intuye, es la palabra favorita de sociólogos, politólogos e historiadores: depende. A veces más acá otras veces más allá. Hay que recordar que al hombre lo sacaron de la Argentina, la patria del peronismo y por tanto la tierra más populista del planeta, donde el equilibrismo político es un credo secular.
Los puntos enlistados arriba bastan para considerarlo un “papa progresista”, pero está lejos de representar una reforma profunda perdurable como las que asientan en la autoridad trascendental de los concilios, como el Vaticano II convocado por Juan XXIII. Ergo, el pontificado del argentino puede tomarse apenas como una vuelta y continuación calculada y puntual de algunas determinaciones de este último proceso reformador, pero ya a principios de este milenio, el teólogo y filósofo Hans Küng (otro disidente perseguido), anunciaba el agotamiento del Concilio Vaticano II y la urgencia de un nuevo llamamiento ecuménico.[2]
Otros afirman que se aleja de los pontificados conservadores de Juan Pablo II y Benedicto XVI, enclaustrados en el dogma, interesados en conservar la pureza de la fe y el poder de la iglesia; silentes ante los sórdidos escándalos sexuales y de pedofilia, y enemigos declarados de los artífices de la Teología de la Liberación, esa postura progresista que clama por una iglesia de la gente, al servicio del pobre y oprimido y no de las cúpulas.
Queda clara la distancia que ha puesto Francisco al respecto, y la que ha faltado. Queda por ver la efectividad y duración de los latigazos y jaloneos hacia la sensatez propinó a la iglesia de Pedro este viejo de generosa papada, rostro amable y bebedor de mate. Porque a pesar de todo, el conjunto fundamental de palancas y resortes reaccionarios de la institución siguen ahí, listos para ser reparados si no es que solamente desempolvados.
Si con la muerte de Vargas Llosa el espectro liberal-conservador cada vez más derechizado perdió a uno de sus heraldos internacionales, la muerte de Francisco deja a parte del universo progresista sin este inesperado, conveniente y aunque siempre circunstancial aliado. Esperar que este hombre fuera otra cosa y anhelar más de su pontificado sobre la institución bimilenaria, hubiera sido casi pedirle peras al olmo. Buscar alimento para nuestras pasiones o convicciones personales en el sitio equivocado.
Porque como siempre se puede encontrar algo en ese universo complejísimo e intrincado, que abarca por igual desde obispos oligárquicos del Opus Dei hasta «padres rojos», «heréticos» y «revolucionarios» de la Teología de la Liberación; franciscanos descalzos y príncipes cardenales de poder; rectora de asilos de ancianos y hospicios, pero igual de su Banco Vaticano.
Los Papas y la iglesia, además de todos los calificativos que merecen por igual desde el odio, la devoción o la razón, son y seguirán siendo objeto de estudio, análisis y crítica. Sin embargo, religiosos como Bergoglio, más pragmáticos y no tan dogmáticos, más sensibles y no tan irascibles, pródigos de bendiciones y avaros de admoniciones, poco fanáticos y ojalá nada teocráticos… harían más llevadera la coexistencia con tal institución. Que la tierra no le sea dura.
Podéis ir en paz, este texto ha terminado.

[1] Mexicanismo para el partido amistoso de futbol callejero.
[2] Hans Kung: el teólogo que sembró el Concilio Vaticano III: https://infovaticana.com/2021/04/09/hans-kung-el-teologo-que-sembro-el-vaticano-iii/
Miguel Lara Tirado es politólogo egresado de la Facultad de Ciencias Sociales de la UNAM. Ha sido profesor adjunto de Historia, Política Comparada y Pensamiento Político. Gusta del café, la literatura y una buena conversación con los amigos. A veces juega al analista político y se pretende escritor.