“La Revolución es la Revolución” decía Luis Cabrera. Uno puede caer en la simpleza de ver esta frase como algo cómico, propio de la sagacidad de un personaje como Cabrera. Sin embargo, de lo que da cuenta es de la imposibilidad de la estabilización semántica de un concepto como Revolución, aun en la boca de un propio revolucionario. ¿Cómo definir a un proceso histórico que, desde el momento mismo en que se disparaban los fusiles, también se luchaba en el terreno de las ideas por su apropiación? La Revolución era lo que los revolucionarios querían que fuera, lo que sirviera a sus intereses.
Pero la Revolución era más que eso: también fue la apertura de un horizonte de expectativas, la esperanza, la utopía. Hacia el futuro se proyectaban las posibilidades de una sociedad más justa, libre y democrática. El concepto Revolución se usó para los fines más diversos y significó cosas distintas dependiendo quién lo pronunciara. Fue objeto de una pugna por su sentido, de una guerra semántica que se llevó a cabo al mismo tiempo que la guerra en el campo de batalla, pero que trascendió ese proceso para continuar hasta los últimos estertores del siglo XX.
A lo largo del siglo pasado, y desde diversas trincheras, la Revolución fue analizada, rebatida, criticada, declarada viva o muerta, canonizada, enterrada. Fue un objeto atractivo para muralistas como Siqueiros o Rivera; para poetas como Paz; y para historiadores como Cosío Villegas o Silva Herzog.

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En 1813, el nada heterodoxo fraile Servando Teresa de Mier escribió Historia de la Revolución de Nueva España, antiguamente Anáhuac.[1] Ya Miguel Hidalgo había sido fusilado, y el movimiento continuaba en una frágil vida gracias a José María Morelos. Después de su largo rodeo por Europa, Teresa de Mier había escrito sobre el levantamiento de Hidalgo desde Londres.[2] Mier sabía que estaba estudiando un conflicto sin culminar; su trabajo era más cercano al del periodista, retrotrayendo a la Historia a sus orígenes con Tucídides. De ahí que el título de su libro continuara con: “Verdadero origen y causas de ella con la relación de sus progresos hasta el presente año de 1813”. Desde su trinchera, Mier buscaba aprehender un fenómeno del que no se miraba todavía su conclusión. Eso sí, el futuro estaba abierto, y las expectativas, aun después de la derrota de Hidalgo, seguían existiendo.
Esta labor de historiador-periodista se adapta muy bien a las Revoluciones. Poco más de cien años después, el periodista John Reed escribiría sus experiencias en el auge de otra Revolución: la de los bolcheviques.[3] El futuro abierto por la Revolución rusa seguía apenas oteándose en el horizonte, pero Reed ya daba cuenta de él. No era su primera Revolución, por cierto, pues unos pocos años antes había visto de primera mano al México revolucionario.[4]
En Mier y Reed vemos cómo son arrastrados por el ímpetu de la Revolución. Las expectativas del cambio, la mirada hacia el futuro, llevaron a estos dos hombres a la búsqueda de la aprehensión del fenómeno revolucionario, hacia su estabilización y búsqueda del sentido en momentos donde parecía que no había amarres de los cuales asirse. Escribían sobre la corriente revolucionaria sin conocer el mar en el que desembocaría. Se dieron a la interpretación de lo incompleto.
La Revolución mexicana fue interpretada por Reed y por muchos más a lo largo de todo el siglo XX. Desde todos los extremos del espectro político, y desde las más variadas de las disciplinas humanas, la Revolución mexicana fue, y sigue siendo, uno de los objetos de estudio más socorridos en nuestro país. Los esfuerzos por su interpretación, y su aprehensión, comenzaron desde muy temprano; seguían disparándose fusiles cuando la tinta ya había empezado a correr. Y las tendencias dentro de las ciencias humanas a lo largo del siglo pasado trajeron consigo nuevas formas de acercarse a la Revolución mexicana, ninguna mejor que otra, ninguna inocente.
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Como ha anotado Alan Knight, “la historia escrita (la historiografía) afecta la política mexicana”; es, en buena medida, un termómetro político del país.[5] Es en los sesenta cuando Octavio Paz veía a la Revolución en México disiparse, misma con la que romperá formalmente en 1968.[6] Ya se había desencantado de ella desde, por lo menos, los cuarenta, pero es dos décadas después cuando soltará amarras con la idea de una posible vía revolucionaria en México. Pero Paz no era el único. Desde la historiografía, el arte, la literatura, empieza a criticarse a la Revolución y al régimen surgido de la Revolución. El revisionismo no será exclusivo, pues, de la escritura de la historia. Si bien algunos revolucionarios ya se habían desencantado de la Revolución mexicana desde hacía años, este se expandió por un amplio espectro intelectual una vez que quedó demostrado que el auge económico que vivía el país no estaba beneficiando a todos por igual. Así, se habló de la muerte de la Revolución mexicana.

Fue en 1966 cuando Stanley R. Ross publicó la compilación de ensayos Is the Mexican Revolution Dead?, traducida al español en 1972 y publicada por la Secretaría de Educación Pública del gobierno de Luis Echeverría, para gran sorpresa del propio Ross.[7] En ella, Ross reunió ensayos de importantes críticos del gobierno surgido de la Revolución Mexicana. Si bien México vivía una época de auge económico y de cierta estabilidad social (que se rompería a partir de 1968), un nutrido grupo de intelectuales y artistas ponían el acento en las crecientes desigualdades económicas de un país que, paradójicamente, crecía a pasos agigantados. ¿Cómo era posible que un régimen surgido de una Revolución social tuviera tantas desigualdades estructurales, permitiendo niveles de pobreza y marginación tan altos?
Ross, pues, abrió el debate con figuras determinantes de la intelectualidad mexicana —incluso con algunos ex revolucionarios—, como Luis Cabrera, Daniel Cosío Villegas, Jesús Silva Herzog, Antonio Díaz Soto y Gama, Leopoldo Zea, José Revueltas, Vicente Lombardo Toledano, Adolfo López Mateos, entre otros. Si bien hubo voces que apuntaron a una conclusión positiva, la mayoría de los ensayos fueron fehacientemente críticos de la realidad de México, hablando de una crisis de la Revolución o, incluso, la muerte de esta: así lo hicieron, especialmente, los que Ross llamó los sepultureros, entre quienes destacaron Jesús Silva Herzog con su ensayo “La Revolución Mexicana ya es un hecho histórico”, José R. Colín con “La Revolución Mexicana: RIP” y Daniel Cosío Villegas con “La Revolución Mexicana, entonces y ahora”.
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El revisionismo trasciende la reflexión política y entra al campo historiográfico con la profesionalización de la investigación histórica, propiciando un nuevo y amplio abanico de posibilidades de acercamiento al fenómeno revolucionario. Este revisionismo, como apunta Álvaro Matute, dejó atrás la forma de panfleto político para convertirse en documentos plenamente académicos, aun cuando estuvieran sobre la ola de crítica a la idea oficial de la Revolución como un fenómeno unitario y homogéneo.
El revisionismo historiográfico de la Revolución surge en la década de los setenta, en el momento de relevo generacional, cuando “los veteranos de la Revolución abandonaron la pluma y los académicos comenzaron a penetrar en terrenos en los que antes no se habían interesado”.[8] Los nuevos historiadores, dejando atrás las críticas que desde la política se hacían a la Revolución, van a realizar dicha crítica a través de la historiografía, poniendo el acento en que la Revolución no fue lo que el Estado mexicano dijo que fue.
La crítica política y la historiografía revisionista colocaron los basamentos para la desacralización de la Revolución. A partir de ahí se inició un proceso de desencantamiento que va a colocar a la Revolución Mexicana como un fenómeno culminado o trunco. El desencanto fue paulatino; José C. Valadés entendía que la “Revolución cambió no en veinticuatro horas, pero sí en el transcurso de su desenvolvimiento”.[9] Y lo hizo a través de un ensanchamiento del Estado, mismo que limitó las libertades; así como también por una democracia malograda, que se quedó en el camino de su desarrollo. Si la Revolución mexicana peleó por el antiautoritarismo, la democracia y la libertad; y el Estado de la Revolución hace justo lo contrario, pero se llama a sí mismo revolucionario, hay ahí una paradoja que se puede responder de la siguiente manera: a) O la Revolución no fue lo que dice ser o b) El Estado se deshizo de la Revolución, aun cuando la reivindica discursivamente. La elección de cualquiera de las dos respuestas da al traste con la legitimidad del régimen, según el parecer de historiadores como Valadés.
La Revolución ha muerto, como dijo Silva Herzog, es ya un hecho histórico. Pero, a diferencia del aquél, Valadés no plantea que su muerte haya sido natural.[10] Lo que se vivió fue un crimen, la Revolución fue asesinada y su cadáver utilizado por la clase política, especialmente a partir del gobierno de Ávila Camacho:
Los presidenciados a partir de 1940, se aprovecharon de las lecciones y espíritu de la Revolución. […] los Presidentes de la trasRevolución utilizaron el acrecentamiento de su poder, el vocabulario revolucionario, la audacia revolucionaria, la tradición revolucionaria, las leyes revolucionarias y las personalidades revolucionarias, pero todo esto a manera de mera pantalla, puesto que la Revolución había sido previamente asesinada y de ella se alejó México para siempre.[11]
La Revolución muerta se convierte en un concepto cascarón, vacío de todo contenido real. Sus márgenes semánticos se difuminan para ser simplemente una referencia histórica, un pasado pasado, no ya un horizonte de futuro. “La Revolución, como había sido concebida, iba quedando reducida a cenizas por la nueva generación revolucionaria”.[12] Aun cuando el discurso oficial colocaba al régimen como el continuador y el celador de los ideales revolucionarios, para buena parte de la clase intelectual esa Revolución había muerto hacía ya tiempo.
Este concepto cascarón, al perder su densidad histórica, difumina su semántica hasta desvanecerse. Ante el agotamiento de sus metas, a fines de los cuarenta decía Daniel Cosío Villegas que “el término mismo de revolución carece ya de sentido”.[13] Esa carencia va a provocar que, incluso en el discurso público, la utilización del concepto pierda relevancia, como ha identificado Rafael Rojas ya desde la presidencia de Miguel Alemán Valdés (1946-1952): “Alemán transmitía un fuerte mensaje posrevolucionario al identificar a la Revolución con el ‘respeto a las libertades ciudadanas’ -no únicamente con sus programas sociales- y al insistir en que la Revolución había arribado a su ‘madurez’”. En 1954, durante un informe presidencial de Adolfo Ruiz Cortines, el concepto ya no hizo acto de presencia.[14] El sociólogo José Iturriaga, tan pronto como en 1947, decía que “la fraseología usada por la Revolución ha perdido el poder de seducción, la fuerza como de encantamiento que antes poseía”.[15] Jesús Silva Herzog, por su parte, hacía ver que el “lenguaje revolucionario va perdiendo su sentido y eficacia, las palabras se gastan, se quedan vacías y dejan de tener su virtud galvanizadora”.[16]
Para Cosío Villegas, la Revolución había fracasado por las siguientes razones: 1) los hombres de la posrevolución no han estado a la altura de los hombres de la Revolución; “sin exceptuar a ninguno, han resultado inferiores a las exigencias de ella”. 2) aun cuando no hay dictadura, ni el poder le pertenece eternamente a un solo hombre, en México no hay democracia; 3) si bien la Revolución hizo esfuerzos por atender la injusticia social, México es un país tremendamente desigual; y 4) el país vive “una general corrupción, administrativa, ostentosa y agraviante, cobijada siempre por el manto de impunidad”.[17] El futuro, antes abierto por las esperanzas puestas en la construcción del nuevo régimen revolucionario, quedaba ahora cerrado. Era un futuro pasado.

Ricardo Arredondo Yucupicio. Los Mochis, Sinaloa (1997). Historiador. Ha publicado en la revista nexos. Colaborador de la Revista de la Universidad Autónoma de Sinaloa y de Revista Presente. Recientemente defendió su tesis de grado sobre José C. Valadés y el concepto de Revolución en México
[1] Fray Servando Teresa de Mier, Historia de la Revolución de Nueva España, 2t., México, Partido de la Revolución Democrática, 2018.
[2] La novelesca vida de Fray Servando Teresa de Mier ha sido magistralmente contada por Christopher Domínguez Michael, Vida de fray Servando, México, El Colegio Nacional/Universidad Autónoma de Nuevo León/Grano de Sal, 2022.
[3] John Reed, Diez días que estremecieron al mundo, Madrid, Ediciones Akal, 2007.
[4] John Reed, México insurgente, México, Fondo de Cultura Económica/Cámara de Diputados, 2020.
[5] Alan Knight, La revolución cósmica, México, FCE, 2015, p. 11.
[6] Enrique Krauze, Octavio Paz: el poeta y la revolución, p. 162.
[7] Stanley Ross, ¿Ha muerto la Revolución Mexicana? Causas, desarrollo y crisis, 2t., México, Secretaría de Educación Pública, 1972.
[8] Álvaro Matute, Aproximaciones a la historiografía de la Revolución mexicana, México, UNAM, 2005, p. 39.
[9] José C. Valadés, El presidente de México en 1970, México, Editores Mexicanos Unidos, 1969, p. 47.
[10] Jesús Silva Herzog, “La Revolución Mexicana es ya un hecho histórico” en Stanley Ross, op. cit., p. 129.
[11] José C. Valadés, El presidente…, op. cit., p. 146.
[12] Ibid., p. 157.
[13] Daniel Cosío Villegas, “La crisis de México” en Stanley Ross, op. cit., p. 103.
[14] Rafael Rojas, La epopeya del sentido: ensayos sobre el concepto de Revolución en México (1910-1940), México, El Colegio de México, 2022, p. 19.
[15] José Iturriaga, “México y su crisis histórica” en Stanley Ross, op. cit., p. 122.
[16] Jesús Silva Herzog, “La revolución…” en Stanley Ross, op. cit., p. 137.
[17] Daniel Cosío Villegas, “La crisis…” en Stanley Ross, op. cit., pp. 105-112.