- Reseña de: Juan Villoro, La tierra de la gran promesa, México, Literatura Random House, 2021, 446 págs.
La fecha es 24 de marzo, 1982. El lugar: la Cineteca Nacional, en la Ciudad de México. La situación: el misterioso incendio que acabó con el que para muchos era el recinto predilecto de la cinematografía mexicana y, por lo tanto, de las ilusiones de todo un país (“el sitio para avistar las sombras de lo real”). De ese tiempo, espacio y circunstancia parte Juan Villoro para desenvolver su más reciente novela, La tierra de la gran promesa, nombrada así en alusión al título mexicano de una gran película de Andrzej Wajda.
Quizás la novela no es el género que mejor habite el escritor mexicano Juan Villoro, cuyo estilo inquieto y veloz se ajusta con más soltura al cuento, la crónica y el ensayo; su persistencia en el género novelístico (hasta esta última, había publicado cinco), no obstante, nos habla de un narrador que conoce el género y que nos ha entregado por lo menos una novela maestra: El testigo (2004). Precisamente con ésta La tierra de la gran promesa guarda múltiples semejanzas. Ambas narran el drama del intelectual exiliado que regresa a México para atestiguar los cambios en el país y las posibilidades personales truncadas; las dos comparten, también, una interrogante que gravita constantemente sobre la historia: ¿cómo contar lo que pasa y lo que ha pasado? La preocupación por la responsabilidad de aquellos que tienen entre sus manos contar la realidad, darle forma, reinterpretarla, también se encuentra entre sus rasgos compartidos[1].
En esta ocasión, el exiliado que regresa a México es el documentalista cinematográfico Diego González Reséndiz, el protagonista de la novela. Cabe apuntar que el cine documental mexicano atraviesa actualmente y desde hace unos años un gran momento. Desde Presunto culpable (Roberto Hernández y Geoffrey Smith, 2008) hasta La libertad del diablo (Everardo González, 2017), pasando por La tempestad (Tatiana Huezo, 2016), el documental mexicano da muestras de ser el instrumento artístico que con más fortuna ha dado cuenta de la compleja realidad mexicana. Esta sólida tradición es la que da contexto a alguien como Diego González, el personaje ficticio a través del cual Juan Villoro nos narra la historia de La tierra de la gran promesa.
Diego vive en Barcelona con su esposa, la sonidista Mónica, y su hijo Lucas. Su exilio es fruto del privilegio, aunque muy pronto en la historia se revela que detrás de ese aparente privilegio se esconden razones que involucran al crimen organizado y a un complejo entramado de corrupción al interior de México. Estamos en 2014, y la calma con la que transcurren los días de Diego en España lo lleva poco a poco a reflexionar sobre su pasado y a recordar los momentos decisivos de su vida, como si su labor documentalista, enfocada en visibilizar los distintos modos de la injusticia y la violencia en México, funcionara como un velo que le impidiera acercarse a su propia realidad. En esos vaivenes entre el pasado y el presente se desenvuelve La tierra de la gran promesa.
La contraparte de Diego al interior de la novela, una suerte de ambiguo antagonista, es Adalberto Anaya, periodista de investigación que acecha a Diego con ciertos sucesos de su pasado que podrían involucrarlo en un crimen.
La elección de estas dos profesiones (documentalista y periodista) para hacer avanzar la trama no son una casualidad. Una y otra le permiten a Villoro la posibilidad de incorporar la realidad política y social mexicana de los últimos años —se habla del narcotráfico, de la creación de las autodefensas, de la corrupción, de empresas fantasmas y el lavado de dinero, de los nexos entre el gobierno y el crimen organizado y hasta de los curas disidentes de la iglesia católica—, pues tanto Diego como Adalberto han consagrado sus vidas a retratarla.
Sin embargo, en este mismo escenario se ubica uno de los puntos más débiles de la novela. Villoro despliega en La tierra de la gran promesa un abanico de problemas sociales y políticos del México actual, pero no profundiza realmente en ninguno. No parece ser el objetivo de Villoro; las páginas de su novela están más centradas en narrar las vicisitudes de su protagonista. Como Diego González es documentalista, eso sí, Villoro tiene la posibilidad de contar a través de él los problemas que mancillan la realidad nacional mexicana, en especial los que transcurren a partir del sexenio del expresidente Felipe Calderón. Su intención principal parece ser la reflexión sobre el problema que implica contar la realidad mexicana desde el arte —en este caso, el documental—, más que en la realidad misma.
Los personajes de Diego y Adalberto confirman que la figura del testigo es medular en la obra de Villoro y llevan la historia a un conflicto ético importante: ¿hasta qué punto puede el testigo intervenir en aquello que atestigua? Tanto la figura del documentalista como la del periodista problematizan, además, la búsqueda de la verdad y los problemas que existen para enunciarla, y ese me parece que es el centro sobre el que gravita esta novela.
Existe, sin embargo, una paradoja en la existencia de Diego: a pesar de dedicarse al retrato de la realidad mexicana, este documentalista parece no comprenderla del todo. Villoro deja suficientes pistas en el camino para pensar que lo que a Diego le hace falta es atreverse a un ejercicio de introspección y, también, a uno de ficción.
Diego rehúsa reiteradamente el tipo de riesgo y compromiso que implica la ficción y elige en cambio limitarse al papel del testigo que está ahí para levantar actas sobre la realidad que retrata. El único resquicio donde se permite ficcionalizar su propia experiencia está, de hecho, fuera de su control: los sueños.
La tierra de la gran promesa es una novela donde los sueños tienen un peso muy grande. Villoro le otorga al sueño la calidad de contraparte al mundo real y se deleita en narrarnos varios de los sueños que atraviesan la mente acomplejada de su protagonista. Si en la realidad hay verdades que parecen imposibles de ser dichas o entendidas, en el sueño encuentran la vía para ser expresadas. Eso le sucede a Diego, que habla dormido. En sus palabras inconscientes, producto del sueño, se esconde una verdad que a pesar de haber sido atestiguada quedó borrada de su conciencia. Puede sonar un tanto exagerado, o muy conveniente, pero creo que si leemos entre líneas, podremos ver en la novela toda una declaración de principios por parte de Juan Villoro: no es que la vida no se comprenda cabalmente sin el correlato de los sueños, sino que la vida no se entiende sin la ficción.
Los sueños son ficciones que se alimentan de la realidad: por eso se parecen tanto a la literatura. Y por eso ocupan un lugar central en la novela de Villoro, que en reiteradas ocasiones se ocupa de señalar la importancia que tienen las ficciones en la comprensión de nuestra vida y nuestro presente.
El sueño sería entonces una de las manifestaciones más presentes de la ficción al interior de esta novela, pero no es la única: el cine también es uno de los filtros decisivos con los que Diego contempla su vida. Con estos elementos, sueño y cine, no sorprende que una de las figuras centrales, reiteradamente aludida en la novela, sea el cineasta Luis Buñuel, que aunó como pocos el mundo de los sueños con el del celuloide. Si en El testigo teníamos a Ramón López Velarde como el fantasma que recorría las páginas de la historia, en La tierra de la gran promesa ese fantasma tutelar es Luis Buñuel. Tanto López Velarde como Buñuel, por cierto, son figuras clave para la cultura y la sociedad mexicana que, entre muchas otras cosas, problematizan con su arte y con su trayecto vital la relación entre el pecado, la culpa y la religión católica. La aparición de esos fantasmas funciona, en ambas novelas, como catalizadores para que Villoro reflexione sobre cómo lidiamos con el pecado en la vida y en el arte.
Sin la ayuda de la ficción, del mito y del sueño, no tendríamos las herramientas suficientes para entender nuestra vida y por lo tanto para narrarla. Un asunto central de la novela se podría sintetizar en la pregunta ¿quién se encargará de contar la historia cuando todo haya pasado? Ese papel es una responsabilidad enorme; Villoro sugiere entre las muchas páginas de su novela que varias de nuestras desgracias nacionales se deben a los intereses políticos, históricos y sociales de los que sí tuvieron el privilegio de contar la historia.
La tierra de la gran promesa trata, en gran medida, sobre las herramientas que tenemos para contar nuestras propias historias: para contarnos a nosotros mismos. Ahí radica una de sus virtudes más grandes, y por ello no debería de sorprendernos que en una novela de vocación tan política como la de Villoro haya lugar para escenas de cotidianidad amorosa y fraternal; a ratos, el tono que adopta la historia remite a Poeta Chileno (2020), de Alejandro Zambra. En otro tenor, pero con similares intenciones de entrecruzar lo personal e íntimo con lo histórico y lo político, tenemos los ejemplos colombianos de El Olvido que seremos (2005), de Héctor Abad Faciolince, y la reciente ganadora de la IV Bienal de novela Mario Vargas Llosa, Volver la vista atrás (2020), de Juan Gabriel Vázquez. La literatura latinoamericana lo tiene muy claro: lo personal también es político. Y la vida, también es sueño.
[1] La escritora Ada Castells, en un comentario a El testigo escrito en el contexto de la denominada “guerra contra el narco” iniciada por el ex presidente Felipe Calderón, escribe que “el acierto del libro es esa mirada perpleja del extranjero hacia la propia patria.” Podría decirse que ese mismo mecanismo se repite en La tierra de la gran promesa