Los pasillos de alguna Secretaría Federal amanecieron en silencio, apenas interrumpido por el eco de las sillas amontonadas contra las paredes. Al fondo, donde antes hubo archivadores organizados y escritorios robustos, yacían ahora muebles destartalados y papeles sueltos que nadie se atrevía a recoger. Si alguien buscaba un lugar para sentarse, la opción más segura era buscar la silla menos mala, incluso había quien traía su propio asiento, como hacían los directores. El último en incorporarse al desfile de sillas privadas fue el Subsecretario, que apareció un día con una poltrona ergonómica que contrastaba de manera cómica con las sillas plegables que usaban sus subordinados.
El aire cargado de polvo y humedad del edificio se complementaba con un aroma sutil, al mismo tiempo penetrante que emergía de los baños, en un perpetuo fuera de servicio. «No hay agua», se repetía como una letanía desde hacía meses, pero todos sabían que era más que eso. El servicio de limpieza, antes constante y discreto, se había visto reducido a lo esencial. Las renuncias del personal de limpieza comenzaron hace casi un año, cuando la empresa de outsourcing que los contrataba dejó de pagarles con regularidad. «Uno no puede vivir de promesas de transformación», bromeaba con amargura la señora Margarita, la última encargada del aseo, antes de literalmente tirar la toalla en su último día.
La austeridad
Es la austeridad republicana», repetían en voz baja los empleados mientras miraban de reojo las impresiones en blanco y negro de documentos importantes. «El color es un lujo que ya no nos podemos permitir», había sentenciado el Jefe de Administración con tono solemne. Las hojas de papel también escaseaban. Las impresoras, ya maltrechas por los años de uso, parecían a punto de colapsar con cada solicitud de impresión, obligando a muchos a recurrir a memorias USB y presentaciones improvisadas en laptops personales. El correo electrónico, en un giro tragicómico, se cayó por falta de pago del servidor durante dos semanas. La secretaria de la Directora de “Tics” comentó: «Y eso que nos pidieron comprometernos con la modernización digital».
La política de austeridad, impulsada con fervor desde el inicio del sexenio por el Presidente, había desmoronado las infraestructuras físicas y también los ánimos. Las oficinas del Gobierno Federal habían sido devoradas por las reformas económicas, que priorizaban recortes por sobre el bienestar del personal y las condiciones laborales dignas.
Esta austeridad, que el Presidente defendió como un acto de compromiso con el pueblo, era una carga cotidiana para los empleados. Mientras algunos altos funcionarios ensalzaban su éxito en las conferencias de prensa, los empleados de base continuaban lidiando con las grietas —tanto en sentido literal como figurado— de un sistema que se caía a pedazos.
Aviadores del bienestar
El reloj marcaba las ocho de la noche y la mayoría de los oficinistas seguían en sus cubículos, agotados y en silencio. El llamado «personal de confianza» era el último en marcharse cada día. Sus jornadas parecían interminables, sin que nadie realmente lo notara. Eran los personajes anónimos que mantenían a flote la Secretaría. A menudo, los superiores llegaban tarde, si es que llegaban, para reiterarles la importancia de «la Transformación». «Estamos aquí para servir al pueblo, compañeros», decía el Subsecretario en cada reunión de equipo, antes de desaparecer por horas, quizás en alguna reunión de alto nivel o, más probablemente, en casa.
En tanto, en los registros seguían apareciendo nombres que nadie había visto nunca. “Aviadores del bienestar” les llamaban, esos afortunados que, por la gracia de la amistad o el parentesco con algún directivo, recibían un sueldo sin aparecerse por la oficina ni una sola vez. «Pues si no hay sillas, igual mejor no venir», se burlaba Laura, la más veterana del equipo. Todos reían, pero era un secreto a voces que el nepotismo nunca desapareció.
El contraste entre los aviadores del bienestar y los empleados de confianza era brutal. Los primeros, con nombres casi míticos, eran mencionados sólo en rumores; los segundos, agotados, aún esperaban que el tan anunciado cambio llegara, al menos en la forma de unas cuantas sillas decentes. «¿Se habrán llevado hasta los muebles?», preguntaba con ironía un joven asistente mientras caminaba por los pasillos vacíos, donde apenas se distinguían las sombras de los escritorios rotos y las sillas acumuladas.
El murmullo de los pasillos
Entre un oficio y otro, las conversaciones en los cubículos tomaban un tono de resignación y, a veces, de humor negro. «El microondas otra vez no sirve», comentó Lupita, observando con frustración su tupper frío. «¡Y ahora con la fonda cerrada, ni dónde comer!», exclamó Pedro, mientras negaba con la cabeza. La fonda de la esquina, un refugio para muchos trabajadores del edificio, había cerrado hacía unos meses, víctima de la inflación que afectaba incluso a las comidas corridas. Nadie podía permitirse pagar los nuevos precios, y con el horno de microondas inservible, lo mejor era traer un sandwichito y comprar un café en el puesto de la calle.
«En otros sexenios al menos daban el bono sexenal», interrumpió Roberto, recordando los tiempos en que, aunque no todo estaba bien, se sentía al menos una recompensa al final de la administración. «No era mucho, pero algo era algo». Los demás asintieron, recordando aquellos días con una mezcla de nostalgia y resignación.
No obstante, no todas las conversaciones eran pesimistas. Había quienes, pese a todo, se aferraban a la esperanza de que un cambio estaba por venir. «Con el próximo gobierno, seguro nos tocan sillas nuevas», bromeaba Mariana, provocando algunas risas. «¿Y si ya nos funciona el horno de microondas?», añadió Paco, y la oficina estalló en carcajadas. Era una pequeña chispa de optimismo en medio del caos, una esperanza mínima de que, al menos, las cosas no empeoraran.
Los trabajadores invisibles
Las renuncias del personal de limpieza eran un recordatorio constante de que, pese a las promesas de regularización laboral y la supuesta lucha contra el outsourcing, esto se mantenía como realidad omnipresente en la Secretaría. La narrativa oficial desde el inicio del sexenio había sido clara: acabar con las prácticas abusivas de subcontratación para garantizar que los trabajadores tuvieran acceso a derechos plenos, como seguridad social, estabilidad laboral y mejores condiciones salariales. Sin embargo, en la práctica, la externalización de servicios como limpieza, seguridad o mantenimiento continuaba siendo el pilar que sostenía gran parte de las operaciones de la administración pública.
El caso de Margarita era el ejemplo más reciente. Trabajadora de limpieza por más de cinco años en la Secretaría, había sido contratada por una empresa que no tenía oficinas físicas, ni una línea de comunicación efectiva para sus empleados. Su jornada comenzaba a las seis de la mañana, antes de que los oficinistas llegaran, y terminaba casi al caer la tarde, con escasos descansos en medio. El pago llegaba tarde cada mes y cada vez más reducido. A veces ni siquiera alcanzaba el salario mínimo. Cuando se quejó con su supervisor, éste le ofreció una salida: «Si no te gusta, te puedes ir. Hay muchos otros que tomarían tu lugar».
Margarita lo hizo. Y no fue la única. Meses antes, varios de sus compañeros, también cansados de esperar salarios completos y cansados de ser ignorados, tomaron la misma decisión. Lo que quedaba claro es que la Secretaría prefería mantener el outsourcing para ahorrar costos en lugar de regularizar a sus empleados. Bajo esta lógica, la precarización de los trabajadores de limpieza era una simple consecuencia de la eficiencia administrativa neoliberal, disfrazada de austeridad republicana.
El problema no se limitaba a la limpieza. La seguridad del edificio también estaba subcontratada. Cada semana, parecía haber una nueva cara en la caseta de entrada. Los guardias, siempre con ojos cansados y chalecos desgastados, apenas podían ocultar su desencanto. «No hay estabilidad», decía uno de ellos. «La empresa cambia a cada rato, y cada cambio es peor que el anterior. Nos prometen una cosa y luego la cambian por otra. Pero uno tiene que aguantar, porque el trabajo es trabajo».
Las promesas de regularización laboral se volvían cada vez más lejanas y abstractas. Si bien las altas esferas hablaban de transformar el sistema y proteger a los trabajadores, la realidad en los niveles operativos era mucho más cruda. Las empresas de outsourcing, lejos de desaparecer, parecían multiplicarse con cada año que pasaba, dejando a cientos de trabajadores en un limbo laboral, donde los derechos básicos eran privilegios que muy pocos alcanzaban.
El fin del sexenio
El fin del sexenio se sentía en cada rincón de la Secretaría. Los pasillos, una vez ruidosos con el ir y venir de funcionarios, ahora parecían casi desiertos, salvo por las sillas amontonadas en las esquinas y los muebles desvencijados que nunca habían sido reemplazados. Los cuadros en las paredes, con la figura de Andrés Manuel, eran empacados cuidadosamente por los pocos directores que aún quedaban, mientras se preparaban para ceder el poder a la siguiente administración, que ahora traía unos cuadros de Andrés Manuel con la “doctora”. Pero en las oficinas, entre los trabajadores de base, el ambiente era de resignación. «Los gobiernos cambian, pero nosotros seguimos aquí», decía Laura, la mencionada veterana del equipo, mientras guardaba algunos papeles en su escritorio. Sabía, como el resto de sus compañeros, que sus vidas no cambiarían mucho con el cambio de gobierno
Para los empleados de base, que habían visto pasar más de un sexenio, los discursos de transformación ya no tenían el mismo impacto que antes. Había un entendimiento profundo de que, aunque las caras cambiaran en la cúspide del poder, la maquinaria burocrática seguiría funcionando igual, con las mismas trabas y las mismas carencias.
«Quizás tengamos mejores sillas esta vez», bromeaba un compañero mientras intentaba acomodarse en una de las tantas sillas rotas que aún circulaban por la oficina. Las promesas del próximo gobierno sonaban familiares, eco de la última administración que inauguró la promesa de cambio. Pero a los trabajadores ya no les importaba eso. Más allá de las grandes reformas o los cambios estructurales, lo que los empleados esperaban era pequeños gestos que mejoraran su vida cotidiana: una silla funcional, un microondas, o tal vez, baños con agua.
No se trataba de esperar milagros, sino de pequeños cambios que hicieran su trabajo un poco más llevadero. Con suerte, el próximo sexenio traería algo tan simple como un ambiente más funcional, donde las herramientas básicas estuvieran disponibles y donde el peso de la burocracia no recayera únicamente sobre los hombros de aquellos que mantenían todo en pie. Porque al final del día, como dijo Laura, los gobiernos pasan, pero los trabajadores del Estado permanecen, inmóviles en su trinchera, moviendo al gobierno día con día.
Gino A. Huarica es escritor autodidacta, lector sin oficio ni beneficio y embajador embajador plenipotenciario del prau-prau en el exilio.